por Marina Hervás Muñoz | Sep 29, 2015 | Música, Recomendaciones |
Joventuts Musicals de Sabadell, en Barcelona, presentaba el pasado 25 de septiembre su programa cultural de otoño con un concierto del Quixote Quartet , uno de los grupos de cámara con más proyección en nuestro país, que ha recibido excelentes críticas. Sus actividades de otoño se completan con un concierto de Adolf Pla dedicado a compositores y pianistas, con obras de Listz, Granados, Chopin y Mompou, su especialidad. Por eso, lo ha titulado ‘Música desde el piano’ y tendrá lugar el 20 de noviembre en el Teatro principal de Sabadell. Los más pequeños también tiene su hueco. El 11 de diciembre cantará el coro infantil ‘Amics de la Unió’ con Josep Surinyach al piano el conjunto de obras del compositor y director Josep Vila i Casañas sobre poemas de Miquel Desclot titulada Cançons de la lluna al barret. Además, el día 1 de diciembre habrá una conferencia con los protagonistas del concierto en el que profundizarán en la obra y en la relación poema-música.
Y… ¿Quieres ponernos cara, saber cómo somos algunos de los que estamos detrás del Equipo de Cultural Resuena? Pues aquí tienes una oportunidad. Estaremos Elio Ronco, Albert Ferrer y la que firma este escrito, Marina Hervás, como colaboradores en el Ciclo de didáctica musical. El ciclo contará tres conferencias que versarán sobre la obra del compositor finés Sibelius (este año se celebra el 150 añiversario del nacimiento del autor finlandés, por eso se dedican a su figura). La de Elio Ronco, que abre el ciclo el próximo 6 de octubre, lleva por título «Sibelius, Finlandia y el Kalevala«. La de Marina Hervás será el 20 de octubre y se titula «Sibelius y sus contemporáneos: estética musical a principios del siglo XX«. Albert Ferrer cierra el ciclo el día 27 de octubre con una conferencia titulada «Las sinfonías de Sibelius«. Todas ellas serán en la fundación Bosch y Cardellach, de Sabadell, a las 19:30.
Toda la programación y eventos futuros se puede consultar aquí.
por Marina Hervás Muñoz | May 27, 2015 | Críticas, Música |
Foto (copyright) de Ruth Walz
El libreto de The Rake’s Progress es, ya de por sí, una moralina sobre las desgracias que puede implicar el vicio, da mucho juego a los almodovarianos escenógrafos que quieran recrearse en las posibilidades que dan las prostitutas, la subasta, el juego y las mujeres con barba. Y en ese carro almodovariano se subió Varlikowsky, creando un esperpéntico juego entre el reality show (toda la ópera era grabada y proyectada en pantallas), el desfile drag queen del Carnaval de Las Palmas de Gran Canaria y un bazar de chinos, donde se puede encontrar casi cualquier cachivache a precio de risa. Por eso, vimos desfilar por el escenario todo tipo de personajes, entre los que se incluye Minnie Mouse y Darth Vader, que eran parte de los objetos de la subasta. El escenario parecía una especie de plató de televisión que unió atrezzo típico para un programa de entrevistado-entrevistador y un concurso de talentos, con algunas excepciones incomprensibles, como la inclusión de una caravana vintage para las escenas en el burdel. El escenario se coronaba por el coro, que hacía las veces de espectador del reality que constituía la escena principal. Esta idea hubiese tenido su interés si, al igual que el resto de la obra, no se hubiese introducido el sexo gratuito, ese momento de fascinación por la carne que domina a algunos creadores. El sexo fue uno de los leitmotive escénicos que resultó todo menos afortunado. Y aquí no nos ponemos remilgados: simplemente se trata de que lo arbitrario, simplemente, no funciona. Todo se quedó a medias en la propuesta escenográfica. La narración era contada con una literalidad asombrosa, pero eso mismo complicaba la inclusión de elementos externos a la historia que realmente llegasen a funcionar. Pese a que la pieza está inspirada en Londres, casi todos los elementos eran típicamente norteamericanos. El padre de Anne parecía sacado de algún documental de Michael Moore. Nick Shadow era una suerte de Andy Warhol. Baba la Turca era algo así como un homenaje a Conchita Wurst. Todo muy pop y muy hortera al mismo tiempo, con la excepción de una magnífica por minimalista y efectiva puesta en escena del momento en el que Shadow permite a Tom salvarse de su muerte con un juego de cartas.
Foto (copyright) de Ruth Walz
Musicalmente (bajo la batuta de Domingo Hindoyan), fue una representación bastante anodina, con un plano sonoro siempre entre los mezzoforte y los fortíssimo . Parecía que los músicos estaban aburridos de la pieza: en muchas ocasiones llegaron también a aburrir al público. A nivel orquestal sólo puedo destacar a los vientos madera y, en especial, a los fagotes, que tuvieron momentos deliciosos que aliviaban el tedio. Hay que tener cuidado con este tipo de representaciones que buscan ser tan rompedoras y esta música, que tiene momentos muy ñoños. Hay que saber combinar estos momentos que buscan hablar de una ópera tradicional, pero sin serlo del todo, con este tipo de almorovadiadas, que mal calibradas pueden resultar una mezcla forzada de imponer modernidad a una partitura que no necesariamente la exige. Norman Reinhardt, que sustituyó a Stephan Rügamer en el papel de Tom Rakewell, estuvo muy bien técnicamente, pero quizá algo fuera de estilo por la exigencia de la escenografía. Era demasiado clásico: así es también The Rake’s progress, un intento de restaurar la ópera. Y así es como cantó Reinhardt, con la fuerza de un cantante que resuena en el pasado. En la misma línea estuvo Anna Prohaska en el papel de Anne Trulove, aunque teatralmente se fue apagando a lo largo de la puesta en escena. Gidon Saks, en el papel de Nick Shadow, tuvo una actuación muy desequilibrada, con momentos que funcionaban perfectamente (¡a veces creíamos que había una luz entre todo aquel batiburrillo!) y otros que no sabíamos si Saks había sido exigente en su estudio. Eso sí: teatralmente fue muy superior al resto de los cantantes, siendo extraordinariamente convincente. Baba la turca, interpretada por el contratenor Nicolas Ziélinski, como una suerte de Conchita Wurst, como ya hemos dicho (quizá por la cercanía a Eurovisión(!)), fue una de las grandes sorpresas. Tiene un timbre muy delicado y de grandes recursos: superó bien los agudos y moduló de manera excelente los giros expresivos de su personaje, que tiene momentos de pseudo histeria o pseudo llanto. De resto, sólo cabe destacar a Patrick Vogel, en su papel de Sellem, que salvó la escena de la subasta, convertida por Varlikowsky en una burla –de mal gusto- a casi todo. Por lo demás, el coro fue bastante deficiente, con problemas de proyección y trabajo colectivo muy acusados. Este tipo de representaciones abren la cuestión que ya en más de una ocasión hemos puesto sobre la mesa: ¿qué significa contemporáneo? ¿Qué significa visitar el pasado? ¿es posible algo así como un análisis inmanente, donde la propia obra evidencia que lo que se quiere hacer con ella no funciona, no lo exige su construcción, no cabe dentro de sus límites?
por Marina Hervás Muñoz | May 22, 2015 | Críticas, Música |
Fotos de © 2014, Martins Ratniks
Este artículo resultará extraño a ortodoxos. Lo que voy a plantear es por qué no puedo escribir una crítica al uso de Valentina, una ópera estrenada en la ópera de Riga el 5 de diciembre de 2014 y que vimos por primera vez en Berlín el pasado 19 de mayo.
La ópera trata, en pocas palabras, de la invasión nazi y rusa de Letonia. La historia se centra en la historia de la especialista en cine y teatro Valentina Freimane, que estuvo presente en la representación, con un libreto adaptado de su novela Adieu, Atlantis adaptado por el propio compositor y Liana Langa. Su historia es la de tantas vidas de judios, gitanos, homosexuales, o negros, o simplemente, gente no considerada humana por los diferentes regímenes totalitarios del siglo XX; que vieron sus días truncados por el fascismo asesino. En el caso de Valentina, sobrevivió a base de esconderse y moverse por toda Europa, y ver morir a su pareja (Dima) y a sus padres.
Valentina fue interpretada de manera excelente bajo la batuta de Modestas Pitrenas (con especial mención de los vientos metales) e Inga Kalna, en la papel de Valentina, en especial, fue una soprano de manual en el mejor sentido. Con una voz muy potente, un timbre cuidado y redondo y unas cualidades teatrales bastante aceptables llenó el escenario. Me gustó mucho por los mismos motivos Dima (Janis Apeinis), Elsa (Kritine Zadovska) y la madre de Valentina (Liubov Sokolova).
Lo que me impide escribir una crítica al uso es la posición política y estética que plantea esta obra. Su música era una auténtica banda sonora, un resquicio de la ópera de finales del siglo XVIII con tintes de la modernidad del séptimo arte con elementos de lugares comunes, como marchas militares o del musical. El problema es que no terminaba de ser nada, ni una ópera, ni un musical, ni un varieté. Fuera de que Maskats se mostró como un gran melodista, con un excelente gusto para la construcción melódica, parecía ajeno a todo lo que se ha escrito sobre estos temas musicalmente. La pregunta es, me temo, la de siempre: ¿puede expresarse el dolor de la pérdida, del fascismo, de la injusticia radical con un lenguaje musical marcado por otras épocas, que conocieron otros horrores? ¿Se puede contar una verdad con un lenguaje cargado de mentira? Con esto, no defiendo que necesariamente la música que cuente la época del nazismo tenga que ser «atonal» o «dodecafónica» o, simplemente, «disonante». Lo que me resulta curioso es como Maskats recurre a una música que parece, vista desde el siglo XXI, pendida del cielo, que no está manchada por lo que cuenta. ¿Puede lo formal mantenerse así de ajeno al dolor humano y no ser ideológico? ¿la música que suena igual que la música de las pastorales o de las canciones de amor de los musicales da cuenta efectivamente de lo que pasa en una familia que es separada a base de disparos? Según Th. W. Adorno, si la música llegó a desarrollarse como proponían las vanguardias es porque el lenguaje musical dejó de ser suficiente para hablar de la verdad. Que la música se crea lo que está narrando y no deje sola a la palabra. Además, Maskats hace las paces con aquello que critica, ya que su material era, exactamente, el mismo que los nazis no consideraros como degenerado: el armónico, el grandioso, el que no está manchado por el lenguaje de las vanguardias, aquellas que ponen en duda la validez pura de la tradición. Si era una ironía, o yo no lo entendí o no fue lo suficientemente claro. Por eso no puedo escribir una crítica al uso, porque no podría pasar de «estuvo bien interpretada», porque interpretar bien no dice nada de una obra compuesta en 2014. Pero, si de lo que se trata es de contar cómo es la obra, si hace justicia a lo que exige su construcción, Maskats no ha conseguido su objetivo. Toda una decepción, ya que Maskats es capaz de hacer cosas tan interesantes como estas.
De resto, vimos una escenografía (realizada por Viestur Kairish) de corte pseudo expresionista por la colocación de dos planos agudísimos que convergían en un punto de fuga. En un plano, estaba una fachada, en la otra una pared. Enfrentados y así colocados, formaban una calle, que hacía las veces de una metáfora del interior o del exterior para las diferentes escenas. Estos dos planos enfrentados giraban y daban lugar a otros escenarios que suplían su sobriedad con un excelente juego de luces. Lo más interesante es que la verdadera Valentina paseaba por el escenario observando su vida: u interesante juego que nos lleva a pensar hasta qué punto sólo somos espectadores de nuestra vida cuando recordamos.
Para más información, pincha aquí.
por Marina Hervás Muñoz | May 14, 2015 | Críticas, Música |
Foto: Sandra Setzkorn
Hace unos días que se inició una discusión sobre en el Facebook de
«El compositor habla» con motivo de una
entrevista realizada por Ruth Prieto a Luis Ángel de Benito en la que se pusieron sobre la mesa temas que tienen ya cierta antigüedad pero que siguen sin resolverse. Básicamente, la pregunta por si la música contemporánea tiene interés más allá de los aficionados, los concursos y las subvenciones; por si parecería que hay un rechazo de lo «atonal» (entendido, simplemente, como no-tomal) y por el modelo de concierto actual, que, en términos de Luis Ángel de Benito,
«…ofrece[n] la música en fórmulas pensadas para épocas pretéritas. Entonces nos acuden públicos pretéritos. Me refiero a nuestros conciertos híper-serios e híper-litúrgicos, que parece que cuando estamos escuchando la Pastoral de Beethoven estamos viendo el Via Crucis o algo así. Ni siquiera en tiempos de Beethoven, ni de Liszt, ni de Brahms, las cosas eran tan estrictas. […] El concierto era un asunto lúdico, y no sacrosanto. La gente vitoreaba y aplaudía cuando quería (hasta cuando Brahms estrenó su Cuarta Sinfonía, el público le hizo repetir el Scherzo). Nosotros aquí hemos decidido que el público pague y calle, y miramos mal a un neófito que aplaude inocentemente después del primer movimiento (¡¡¡Chsssst!!!… ¡¡¡Chssst!!! enfurecidos…). Claro, ése no vuelve más. Pagar para que le riñan las multitudes… Tenemos saborcillo de secta esotérica».
El Modern Art Ensemble ofrece su propia opción para esto, metiéndose sin querer con todos los puntos de la disputa. En un concierto que trataba de explorar, a través de cinco obras rencientísimas de compositores vivos que trataban de explorar lo espacial en música, se plantearon como objetivo era facilitar la «difícil escucha» de estas obras a través de una explicación previa a cada pieza. Esto, desde las gafas de algunos diletantes, sería poco más que un sacrilegio pero, desde mi punto de vista, es algo que urge comenzar a hacer en todos los conciertos, al menos, de música contemporánea. Una pedagogía seria y crítica, claro, pero pedagogía, que dé algunas claves para seguir la construcción de la obra. Además, la pregunta por el espacio musical es uno de los puntos fundamentales hoy en la teoría de la música, lo que hace de esta propuesta áun más atractiva, en la medida en que nos introduce directamente en el problema a través de los oídos.
El concierto comenzó con Diskant (2009), para piccolo, Clarinete en mi, carrillón y piano. Es una pieza de Michael Hirsch (1958- ), el cual, a parte de ser un compositor formado con Lachemann o Schnebel, se dedica a dirigir obras de teatro. Esta pieza se sustenta en el tritono de mi a si, pasando programáticamente desde una música que pretende ser algo que el presentador de esta pieza, Matias de Oliveira Pinto, clasificó como el paso de la mera retórica vacía a lugares cercanos a lo celestial. Como podemos apreciar, la obra se fundamenta en planos hiperagudos y el diálogo del resto de insturmentos sobre una suerte deostinato del piano, que contrasta radicalmente con el tenuto del clarinete. Es una pieza que exige una precisión ritmica extrema, ya que se construye a través de pequeños fragmentos enmarcados por cesuras que devienen temáticas. Parecería que la melodía no puede desarrollarse: lo intenta y siempre cae, le adviene una y otra vez ese ostinato, la fórmula mínima que forma la pieza. Los sonidos que aparecen más allá del ostinato parece que caen y rebotan, como una especie de piedras en un charco El diálogo, la construcción tímbrica, se establece de la siguiente manera: piano-piccolo/clarinete -carrillón. Lo mejor: la tensión acumulada que explota en el fortíssimo del clarinete y la flauta e inicia la contracción de la pieza hacia el momento de su origen, al que ya no puede regresar sin desaparecer.
La siguiente pieza del programa fue
Zedekhias’s Tears (2013) para flauta, trío de cuerdas y piano, compuesta por Pèter Köszeghy (1971- ). Está inspirada en el personaje bíblico de
Sedequias. Su relación con el espacio se trata a través de un viaje virtual al infierno. Su propuesta se basa en la creación de un eco del sonido mismo a través de una melodía de la nada, que Klaus Schöpp, el presentador de esta pieza, clasificó como un experimento «fino, sensible y minimalista» de lo sonoro. El violín partía de lo mínimo, con un sonido mejorable para conseguir a ese efecto, más ambiental que constructivo. Precisamente, las irregularidades de lo ambiental hace que, en este caso, lo que abogan por la música electrónica para perfeccionar lo que no pueden alcanzar los instrumentos tradicionales parezca que tienen razón. Pero, el problema, me parece, en este caso está en intentar tocar con técnica clásica obras contemporáneas y lo que aparece, por tanto, es el retraso que existe entre los conservatorios (ya sólo el nombre me da grima) y la producción real. Los instrumentos se van incluyendo con meras notas, con pura individualidad (segun Schöpp, son las lágrimas de Sedequias) que, después, terminan construyendo una línea melódica dilatadísima. Nuevamente la construcción es dual: vemos que el plano sonoro se construye por oposición del violín-flauta con el cello-piano. El clarinete, por su parte, va cambiando de uno a otro. La armonía es también anchísima, Cada instrumento incorpora no exactamente un lugar en la armonía, una función, sino un color al sonido mínimo que presentó el violín, un sonido mínimo que cada vez es menos mínimo y más protagonista, que va creciendo a la vez que destruye su esencia: precisamente esa menudencia. El cello aporta su color a través de efectos (sobre todo
sul tasto y
glissandi) que destacan sobre los lugares comunes a los que llega l plano violín-flauta, cuyo discurso se agota relativamente pronto y deja de ser interesante, de
contar cosas. Igual que en la pieza anterior, después de un momento climático, regresan a la construcción inicial. Eso confirma las tesis de principio de siglo de Bartok, en las que señalaba que la música tenía que buscar oras formas de generas tensiones y distensiones -al estilo de la música tradicional-, aunque éstas ya no se construyeran sobre elementos tonales. Básicamente, venía a decir que había disonancias más disonantes que otras y que sólo un buen tratamiento de los momentos tensionales podrían resultar en una buena pieza.
Tempor (1991), de Gérard Zinstag (1941-), para clarinete, flauta, trío de cuerdas y piano, resultó ser la mejor pieza de la noche a mi parecer, dada la coherencia de su construcción. Es una obra muy estructurada, cntruida en base a tres partes que representan tres formas de comprender el tiempo. Como podemos apreciar, el staccatto inicial marca la pauta de la pieza completa. Se podría decir, que trata de explorar las diferentes maneras de aparecer de una estructura mínima, que se va deformando en su exposición. Esa estructura mínima que se deforma, lo hace de forma diferente en cada instrumento, y se va solapando, hasta perder la robustez del inicio. De esta manera, se introducían los efectos sonoros, que aportaban una gran riqueza tímbrica. Recupera, en cierto momento, la estructura mínima inicial, pero la propia obra le advierte que ha dejado de tener sentido tras su deformación, de tal modo que estos conatos de reexposición se queda en una suerte de ironía de sí misma.
Tras la pausa, el concierto se retomó con Sandschleifen (2003), de Isabel Mundry (1963- ), para trío de cuerdas percusión y piano. A mi parecer, es la obra más débil del programa, con un principio constructivo sólo atractivo al principio, con una melodía jugetona que contrasta con elementos percutivos, pero que consigue a duras penas su propósito, descrito aparentemente por su autora: descubrir bucles de arena y de elementos pictóricos como una casa, un estanque o un árbol según la descripción que hace Karsten Feldman de un cuadro de Sigrid Klemm. La propuesta, que trata de poner en juego lo visual y lo sonoro, se queda en un barullo donde no se entienden los principios constructivos y comienza a pensar muy pronto. La pieza tiene dos partes: la primera era un todo, un caos, la multiplicidad. La segunda arranca del impulso de la primera en el piano, pero el resto de instrumentos se vuelven más efectistas que tradicionalmente melódicos. Lo interesante es justo lo contrario de lo que pretendía la autora: no se visualiza nada, sino que la obra habla en el sentido sonoro inicial del lenguaje, como puro phonos: así es como describe. Se descrbe, en realidad, a sí misma.
Por último, escuchamos Chergui (2012), para flauta, clarinete, violín, violoncello, vibráfono, arpa y piano, de Johannes Boris Borowski (1979- ). Esta obra comparte con la de Mundry su carácter programático. El Chergui o el Sherqui es un viento de Marruecos, por lo que el tratamiento espacial de Borowski se basa en el movimiento del desierto motivado por aquél. Lo que le interesa, es el aparente estatismo del desierto, que en realidad es puro movimiento, puro cambio constante. Los granos de arena son estructuras mínimas que van modificando, poco a poco, el paisaje. Desde este punto de vista, coonstruye la obra sustentándola en el trino, que deriva en una melodía, al ampliarse; o en elemento percutivo al desintegrarse. El trino se construye a partir del semitono con que se inicia la pieza entre el violín y la flauta. Los pseudoretornos al motivo del semitono es como una suerte de marco, de anclaje, de respiración. Los planos nuevamente se dividen en parejas: violín-flauta/vibráfono-clarinete y arpa-piano. El momento más fascinante aparece cuando el arpa se queda en un ostinato de semicorcheas y se solapan notas tenuto con momentos percutivos del resto de instrumentos que contrastan con la repetición incesante del arpa.
El Modern art ensemble demostró que la música contemporánea goza de buena salud. Las obras dialogaban entre ellas: en lo constructivo casi todas eran tripartitas y usaban recursos similares, lo cual situa muy bien el horizonte de la pregunta de lo espacial en la música. Es algo complejísimo, ya que parece que contradice lo que constituye a la música esencialmente: no tener más espacio que el que ocupa la onda sonora, que es más bien puro tiempo. La calidad interpretativa fue excelente, salvo en el violín, y las explicaciones previas un acierto que deberían incorporar más conciertos de esta música que aún nos resulta hostil. Debemos eliminar el via crucis y también a los curas de la música, liberarla de los dogmas y de la institución y sus normas.
Matías de Olivera – Director y violoncello
Klaus Schöpp – Flauta
Unolf Wäntig – Clarinete
Theodor Flindell – Violín
Jean- Claude Velin – Viola
Anna Carewe – Violincello
Yoriko Ikeya – Piano
Katharina Hanstedt – Arpa
Alexandros Giovanos – Percusión
por Marina Hervas Munoz | May 12, 2015 | Críticas, Teatro |
Foto: © Arno Declair
El festival de teatro de Berlín tenía como uno de sus platos fuertes de la temporada Esperando a Godot, la inmortal obra de Beckett. Se estrenó en esta producción el 28 de septiembre de 2014. Resuena estuvo allí el pasado 8 de mayo. Es una obra arriesgada: se exige que el público aguante dos horas y media de teatro del absurdo. Esa es la siempre actual cuestión ante una nueva representación de esta pieza: ¿es preferible tratar de buscar sentido, por remoto que sea, a su absurdidad o es más deseable recrearse en ese sinsentido, echarle un pulso al público, desesperarlo, jugar con su límite? En esta ocasión, en la interpretación del texto por parte de Ivan Panteleev, se optó claramente por la primera opción. ¿Cómo es posible que, basándose en un texto así, pueda realmente hilarse una historia con sentido, quizá con más sentido que otras en las que nadie sospecharía de su sinsentido? Hay varios aspectos que lo delatan.
En primer lugar, la escenografía, realizada por Mark Lammert. Se trata de un plano inclinado con un agujero en el centro. Se inicia con una tela rosada que cubre todo el plano y que se retira como si fuera una suerte de telón secundario. El árbol al que hacen referencia de cuando en cuando los protagonistas, Vladimir (Samuel Finzi ) y Estragón (Wolfram Koch), es una especie de farola, un foco a media altura en la esquina superior izquierda del plano. Y ya está, ese es todo el escenario. El sentido aparece cuando todo lo que pasa, todo lo que cambia el mero tedio de la espera de Vladimir y Estragón, se coloca en ese agujero o en sus bordes. Allí está Lucky (Andreas Döhler). El equipaje que carga es la tela rosada inicial, que dobla con esmero una y otra vez, como una Penélope que no espera a Ulises sino a ser liberada de su labor con el regreso. Allí corre, y de allí sale para bailar. Lo interesante: es que el agujero promueve, directamente, una lectura en clave política. Lucky es observado, con pasividad y distancia, por Pozzo (Christian Grashof) –naturalmente, y por Vladimir y Estragón –al principio incómodos, luego (como nos pasa a todos los de este mal llamado primer mundo cuando vemos a niños negros con panzas hinchadas por televisión) con costumbre y desapego. Pero en este caso, es aún más radical: en la segunda aparición de Pozzo, Vladimir y Estragón imitan las actitudes de Pozzo, contra él mismo y contra Lucky. De pronto, el absurdo ya no lo es tanto, o es tan absurdo como el momento hipócrita de la existencia.
Por otro lado, vemos la interpretación de la segunda parte como una suerte de Alicia en el País de las maravillas. Que Estragón no recuerde mucho de lo sucedido el día anterior no es tanto para recalcar, como habíamos creído, la absoluta indiferencia de los días y las horas (es decir, que nada extraordinario, nada para recordar ocurra), sino como un momento en el que Vladimir llega a dudar si meramente lo ha soñado o imaginado todo, hasta que reaparecen Lucky y Pozzo y se confirma que existió o, al menos, que parece probable que existió. Los momentos de humor también suavizan el absurdo del texto y potencian su lectura política. Cuando Lucky baila, que en esta obra es signo de humillación, nos reímos. Se intercalaron momentos de clown, en el que Vladimir y Estragón juegan, al estilo Tricicle, a un imaginario partido de tenis chasqueando los dedos –cuya función es externa al texto-. Relaja la acción y permite al espectador ver un poco más. ¿Un momento de entretenimiento, para hablar a un espectador acostumbrado al cambio constante de esta sociedad del espectáculo o un guiño al teatro antiguo –o quizá al cine en blanco y negro- o una recreación de lo que podrían hacer Vladimir y Estragón en esas horas muertas? Esta última opción las descartamos: el entretejido entre conversación y silencio es el principio constructivo de la obra y, el objetivo de los momentos de diálogo es hablar por hablar. Ya aparece este tema en el segundo acto:
“ESTRAGON: Entretanto, intentemos hablar sin exaltarnos, ya que somos incapaces de callarnos.
VLADIMIR: Es cierto, somos incansables.
ESTRAGON: Es para no pensar.
VLADIMIR: Tenemos justificación.
ESTRAGON: Es para no escuchar.”
Así que nuestra solución es que es un recurso un poco pobre si somos ortodoxos, pero recordemos que parece que Panteleev intenta encontrar sentido desesperadamente. Después de dos horas de concentración, le parece que es de recibo ser amable con los espectadores y permitirles unas carcajadas con teatro del de siempre. Quizá, también, tiene que ver con que este texto de Beckett ha sido desde hace mucho tiempo relacionado con el humor chapliniano o de los hermanos Marx. Ese humor que en su absurdo cuenta muchas verdades, quizá porque la vida es absurda, o quizá porque es difícil nombrar la verdad.
Otro momento de difícil interpretación es la respuesta de Estragón al leitmotiv de toda la pieza –aquello que recuerda al principio constructivo de las obras tradicionales, el tema en clave musical-, a saber:
“VLADIMIR: No podemos.
ESTRAGON: ¿Por qué?
VLADIMIR: Esperamos a Godot.
ESTRAGON: Es cierto. (Pausa)”
Ese es cierto, que en la versión del teatro berlinés en alemán era un “Ah, sí” [“Ach, ja”] lo pronunciaba siempre Estragón con hastío. De hecho, el hastío aparecía constantemente y dividía el carácter de los personajes. Vladimir era, como Don Quijote, el más loco de los locos, el que más rigurosamente esperaba a Godot, el que mantenía el absurdo. Claro, en un teatro absurdo, Don Quijote ya no es Do Quijote desplazado de la realidad, sino uno que encuentra que sus ensoñaciones se convierten en verdades, que los molinos son efectivamente gigantes. Godot no viene, pero eso no importa. Lo que hay que hacer es esperar. Y eso hace Vladimir. Antes de la segunda aparición de Pozzo y Lucky, Vladimir piensa que quien se acercaba era Godot. Y dice:
“VLADIMIR (triunfal): ¡Godot! ¡Por fin! (Abraza efusivamente a Estragon) ¡Gogo! ¡Es Godot! ¡Estamos salvados! ¡Vayamos a su encuentro! ¡Ven!”
Esto ha llevado a interpretaciones de todo tipo pero, sobre todo, la religiosa. Godot es Dios, según estas lecturas. Y su llegada es como la parusía: no se sabe cuándo, pero hay que vivir como si fuese a llegar cada día. El paralelismo es evidente. Sin embargo, es bien sabido que el propio Beckett refutó esta interpretación. Yo siempre lo he leído como una salvación de sí mismos. Godot es lo extraordinario, lo que cambia radicalmente la existencia. Es a lo que aspiramos en la infancia: todos queremos tener la mejor vida y la pensamos y esperamos en los juegos. Ningún niño quiere ser mendigo, ni se imagina casándose y divorciándose, o con hijos problemáticos. Godot es la promesa de que no es imposible que llegue, aunque nunca llega, siempre vendrá “mañana seguro”. Es mensaje del muchacho (Andreas Döhler), es la clave. La parusía implica que Dios vendrá en cualquier momento, no mañana. Ese “llegar mañana” es como Beckett describe la espera de la desesperanza. Ya lo dijo Benjamin: “Sólo para los desesperados nos fue dada la esperanza”. Entonces, ¿Porqué Estragón dice “Ach ja” con cansancio, con desgana? ¿Por qué no espera simplemente, como Vladimir? Es producto de la mano de Panteleev en su intento desesperado de dar al texto algún sentido y alejarse de las interpretaciones canónicas de la vinculación con la religión. Estragón personaliza a una suerte de Sancho Panza, que a base de estar con Don Quijote termina creyéndose su mundo. No obstante, lo que Sancho Panza no espera es que el mundo de Don Quijote, como hemos dicho antes, devenga real. En un mundo hecho por locos, Sancho Panza no sabe dónde situarse, de pronto él es el loco. Así que sus momentos de cordura aparecen en esos “Ach ja” dichos con hastío y rabia. Estragón no espera, en realidad. Pero no puede hacer más que esperar:
“ESTRAGON (furioso, de pronto): […] ¡He arrastrado mi perra vida por el fango! ¡Y quieres que distinga sus matices! (Mira a su alrededor) ¡Mira esta basura! ¡Nunca he salido de ella!
VLADIMIR: Calma, calma.
ESTRAGON: ¡Así que déjame en paz con tus paisajes! ¡Háblame del subsuelo!”
Por tanto, de Esperado a Godot no importa tanto Godot como la estructura de la espera. Es la confrontación de aquello que el ser humano no quiere, bajo ningún concepto, hacer. No queremos entender la vida, como pretendía Heidegger, como un esperar la muerte (un «ser-para-la-muerte», en sus palabras). No queremos que dispongan de nuestro tiempo, como si el tiempo fuera un posesión. Estragón es consciente de la espera, mientras Vladimir está concentrado en Godot. Así lo expresan, desde el principio:
«ESTRAGON (renunciando de nuevo): No hay nada que hacer
VLADIMIR (se acerca a pasitos rígidos, las piernas separadas): Empiezo a creerlo. (Se queda inmóvil) Durante mucho tiempo me he resistido a pensarlo, diciéndome, Vladimir, sé razonable, aún no lo has intentado todo. Y volvía a la lucha.»
¿Qué hace más justicia a Beckett? ¿El absurdo o el sentido del sinsentido? Siempre había pensado que Esperando a Godot tenía que representarse con todas las consecuencias y dificultades de su texto, es decir, respetando la literalidad de lo que aparece. Esto no significa que defienda el sinsentido. Precisamente en las constelaciones de los diálogos que traza aparece la crudeza de la existencia. No tanto como existencia absurda, como se ha leído en algunas ocasiones, sino como una relación compleja con el tiempo, donde el presente se nos queda pequeño, el pasado siempre vuelve y el futuro nunca llega. La lectura de Panteleev es atrevida y tiene lo mejor de tomarse con libertad un texto: que aporta cosas nuevas, que abre cuestiones. Eso y el gran equipo con el que contó, hacen de esta versión de Esperando a Godot una de las imprescindibles de esta temporada en la capital alemana.
por Marina Hervás