Port Bou, de Eliot Sharp. Estreno en la Konzerthaus de Berlín

Port Bou, de Eliot Sharp. Estreno en la Konzerthaus de Berlín

 

Imagen tomada de aquí

Port Bou, de Eliot Sharp, es una de esas obras que se quedan grabadas en la memoria musical, aunque no tanto por la calidad insólita de la partitura, sino por la originalidad del tratamiento de lo vocal, que fue extraordinario. Tuvimos la suerte de estar en su premiere el día 25 de abril en la Konzerthaus de Berlín, después de que se estrenase en octubre de 2014 en Nueva York. Según el propio Sharp, para escribir esta ópera (sic) se inspiró en los últimos días que Walter Benjamin pasó en la frontera de España y Francia (en el pueblo de Port Bou), antes de decidir suicidarse, antes de que lo matase la Gestapo o la policía franquista. Walter Benjamin es uno de los filósofos que más influencia tienen en todo el mundo actualmente, aunque en vida fue rechazado en círculos académicos y tuvo dificultades para vivir como crítico literario, y traductor. Fue un personaje de extraordinaria inteligencia y sensibilidad, una de esas figuras que la humanidad debería ser incapaz de perdonarse el haberlo maltratado de tal modo que su solución fue el suicidio.

Se trata de una pieza que, en realidad, se basa en una suerte de libreto que resume las lecturas y las, por así decir, reflexiones musicales que Sharp ha hecho de Benjamin, que básicamente son La tarea del traductor, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica y La obra de los pasajes. No estoy segura de que consiga aquello que proponía: contar esas últimas horas de Benjamin. No es que exija una especie de monólogo sobre el fin de la existencia, pero me parecía interesante ver qué posibilidades daba el enfrentarse realmente a esa experiencia. Al menos, hubiese sido deseable, por ejemplo, algún tipo de alusión a los problemas de las Tesis sobre el concepto de historia, que es el último texto que nos dejó (incompleto), o a esa compleja vinculación entre la propia vida de Benjamin y su trabajo intelectual. Por tanto, la obra me parece una música excelente sobre un texto que poco tiene que ver con la promesa de su compositor. Se entremezclan dos asuntos. Por un lado, la pregunta de cuál sería, si es que la hay, para narrar un muerte anunciada por el propio ejecutor, si cabe musicar algo tan terrible como el suicidio impuesto por gobiernos fascistas. Y si esa música debe ser, efectivamente, en lenguaje contemporáneo o si debe apelar a cosas que movieron a Benjamin, como los cuentos infantiles. ¡Quién sabe si el sonido de una caja de música se aproxima más a esas últimas horas de Benjamin, si insistimos que esa es la intención de la obra! Y, por otro, nos cuestionamos hasta qué punto, con esa música y ese libreto, hace falta realmente Benjamin, si realmente para lo único que aparece  Benjamin ahí es mera cita textual. Y digo mera con todas las consecuencias, porque Sharp pasa de puntillas por lo que Benjamin abre, porque no hay diálogo entre Benjamin y Sharp. Sharp petrifica las letras de Benjamin, no permite que hagan lo que él siempre intentó: que viviesen, que fuesen “programa de la filosofía futura”. Eso sí: musicalmente fue apasionante, un viaje por la maestría, especialmente del trabajo vocal. Nicholas Isherwood es, simplemente, una de las mejores voces actuales. Versátil, preciso, impecable, con un timbre extraordinario. Le falló lo que le falló a la obra completa: algo más de dramatismo, introducir verdaderamente el tema en el marco de la pieza. De ahí que los momentos susurrados que terminaban en una “Scheiße” [=mierda] pareciesen fruto de un loco, y no de un condenado a morir. Aquí pueden encontrar muestras de lo que es capaz de hacer. La música, que la interpretaban William Schimmel al acordeón y Jenny Lin en muchos casos quedaba eclipsada por la fuerza de lo vocal. Fue muy interesante el diálogo con la electrónica y todo un acierto la interacción entre células, que iban apareciendo y desapareciendo a lo largo de las diferencias “escenas”.

Lo peor: el vídeo, hecho por Janene Higgins. Fue, en resumen, una suerte de cúmulo de lugares comunes y estereotipos. Era, además, poco logrado a nivel estético. Sólo la parte en la que se refería al comunismo y a Ascja Lascis tenía algo rescatable, y más por una combinación cromática que por construcción fílmica. Un desastre. Al menos no molestaba en exceso el discurrir de la acción, pero sí que condicionó en algunos momentos la lectura de lo musical con alusiones a los mismos vídeos que hemos visto miles de veces de nazis desfilando o de trenes.

Por Marina Hervás

 

Tarquin, de Krenek, en la Staatsoper de Berlín. Una obra corta de miras.

Tarquin, de Krenek, en la Staatsoper de Berlín. Una obra corta de miras.

Foto tomada de aquí

 

FICHA TÉCNICA

DIRECCIÓN MUSICAL

Max Renne

ESCENOGRAFÍA

Mascha Pörzgen

DECORADOS

Johannes Gramm

VESTUARIO

Isabel Theißen

MARIUS | TARQUIN

Maximilian Krummen

CORINNA

Sónia Grané

CLEON | OFICIAL

Stephen Chambers

ARZOBISPO | TONIO

Grigory Shkarupa

CANCILLER | BRUNO

Jonathan Winell

TÉCNICO DE LABORATORIO | PERIODISTA

Annika Schlicht

El pasado 19 de abril fue la premiere de Tarquin, de Krenek en la Staatsoper de Berlín. Es una ópera pequeña, en su concepción: para seis músicos y cinco cantantes. El libreto, aunque intenta ser satírico con la figura de un dictador en apariencia similar a Hitler, pero con una complicada vida interior, se queda en un texto insulso y a la altura de los peores libretos de la historia de la ópera. La historia va así: Marius, Corinna y Cleon son compañeros de college. Marius y Cleon están enamorados de Corinna, quien parece preferir a Marius. Éste, un chico ambicioso y autoexigente, aspira a conseguir las mejores calificaciones. Pero no es así: las obtiene Cleon. Eso le hace desquiciar y autoprometerse llegar a ser el número uno. Esta frustración personal le lleva a convertirse en dictador, Tarquin. Mientras, Cleon y Corinna desconocen que Marius es Tarquin, y tienen una radio clandestina de resistencia. La policía descubre la radio y así se produce el encuentro entre los tres antiguos compañeros. Corinna le hace recordar el tipo de chico que era Tarquin antes, y hace aflorar a Marius y, con él, el amor adolescente por ella. Cuando todo parece que va a terminar en una bonita historia de amor, el capo de la policía estatal mata a Corinna y Marius queda destrozado por su muerte. Poco después, fallece él también. En fin, todo esto se adereza con catolicismo rancio y espiritualidad religiosa. Según J. Stewart, «It would be charitable to suppose that Krenek was not yet sufficiently acquainted with English to appreciate the awfulness of such lines». Pero, a veces, con un mal texto se puede hacer una gran escenografía. Al fin y al cabo, la música tiene muchos momentos muy rescatables e interesantes. La puesta en escena, a cargo de Mascha Pörzgen, consistía en una especie de laboratorio, donde la historia del libreto se mezclaba con la idea de que estábamos viendo algo explícitamente irreal, como si el público (que íbamos vestidos con la semibata verde típica de los hospitales, que se repartían a la entrada) tuviese que apreciar poco más que un experimento. No sé si eso habla a favor o en contra de Krenek (es decir, puede subyacer la idea de entender su pieza como experimento y no como algo terminado) pero, desde luego, fue un flaco favor para Pörzgen. Esa idea del laboratorio no llegó a entenderse, se integró más bien mal con el contenido de la historia.

La interpretación instrumental fue más que correcta: hubo momentos muy buenos. Lo cierto es que con tan pocos instrumentos es difícil crear grandes construcciones, sin embargo se consiguió, sobre todo, mantener siempre una tensión que no estoy segura que la propia partitura desprenda fácilmente. Lo más flojo fue el clarinete, cuya presencia se vio muy eclipsada por el resto.

Sobre los cantantes: es una pieza exigente. Salvo Corinna y Marius, todos los demás tienen que asumir varios roles. Esto, vocalmente, en una pieza tan corta y en el espacio del Werksatt de la Staatsoper, es todo un reto. Sobre todo porque no hay exactamente un backstage. Es decir, los cambios de atrezzo y de caracterización se incluían dentro del propio discurrir de la historia. Me pareció un acierto, daba que pensar sobre el dentro y el afuera de la puesta en escena.

Sonia Grané, como Corinna, demostró tener una gran voz y de un timbre muy bonito, en el mejor sentido de la palabra de bonito, pero teatralmente tiene mucho que pulir. Muy forzada y excesivamente dramática, tuvo problemas con la naturalidad de sus movimientos. Maximilian Krummen, como Marius/Tarquin, fue quizá uno de los mejores de la noche. Quizá gestualmente un poco exagerado, pero sus exageraciones no desentonaban en exceso con el manierismo de su personaje, un megalómano que va a menos. A Stephen Chambers le faltó un poco de adaptación vocal a lo que estaba cantando, aunque en general estuvo a la altura. Grigory Shkarupa fue un divertido y excelente Tonio, no tan brillante Arzobispo. Jonathan Winell dejó en evidencia los problemas de pronunciación del resto con una excelente dicción del texto narrado. Fue convincente y vocalmente muy potente. Quizá el mejor de los secundarios, que en muchos momentos sobresalía como un protagonista más.  A día de hoy no entiendo el papel de Annika Schlicht como técnico de laboratorio. Su función consistía en explicar al público qué pasaba en la historia, como si no fuese ya suficientemente evidente. Me pareció algo absurdo, innecesario y falto de consideración para con la inteligencia de los asistentes. Eso sí, vocalmente demostró tener una gran potencia y una capacidad dramática que, por desgracia, no pudo explotar demasiado. La hubiese preferido a ella como Corinna.

 

 

 

Por Marina Hervás

Música bajo la luz de las linternas

Música bajo la luz de las linternas

Las mónadas no tienen ventanas, como nos recuerda Leibniz, el filósofo barroco. Y, además, atrapan en sí el mundo entero. Sin ventanas es la sala de conciertos (la sala industrial del Radialsystem) o, al menos, sus ventanas viejas, que fueron cegadas para alcanzar la oscuridad, que poco a poco se iluminaba con linternas. Su luz se descomponía a través de prismas y cristal de colores. En ese ambiente crepuscular, aparecen primero de forma tímida, titubeante, aunque cada vez más nítida: sonidos. Del conjunto del cembalo, de las cuerdas, que paladeaban aquella semioscuridad, resonando entre aquellas paredes quasi abaldosadas. El eco se tropezaba con el poliestireno, recorriendo los muros bruñidos, produciendo un ruido que bien podría ser un mero chirrido o una completa estridencia pero que, de realidad, es resonido, resonancia, y una respuesta.

Cuanto más escueta era la luz, más exactamente brillaban aquellos sonidos. No sólo aumentaba su multiplicidad, producido por el creciente número de instrumentos, sino que iban penetrando al oído cada vez de forma más precisa. El oído está todavía más desamparado que el ojo, que se puede [al menos] acostumbrar a la oscuridad. Lo que penetra al oído es, particularmente, la lucha resistente de sonidos que se filtraban en aquella habitación sin ventanas, golpeando, arrastrando, restregando, la exigencia de la conciencia. Son originarios de un tiempo lejano -¿realmente provienen de un tiempo lejano?

Reconozcámoslo: los sonidos son extraños en el aquí y el ahora. En realidad no son ellos los extranjeros: mucho más rara es la habitación, el tiempo, el estado de la conciencia en los que caen. [Estos elementos] se comportan a la inversa de la experiencia, la cual procura un paseo a través de las calles barrocas y [sus] arquitecturas: [recreando] el asombro que suponían esas construcciones más bien ostentosas y, de algún modo, demasiado contemporáneas como figuras contrahechas del bienestar, la fuerza y la posición – de alguna forma tranquilizadora e irrisoria al mismo tiempo. Por el contrario, los sonidos, que se unían en reconocibles composiciones de música antigua, pasan revista al mismo tiempo divertidos y casi un tanto compasivos al público (nosotros, yo), que está sorprendidos de que aquellos oídos sepan captar alguna cosa. El espacio, el tiempo, en los que caen, tienen algo de enigmático y de improbable: ¿no se forma [acaso] la música burguesa para emancipar a todo ser humano, no se escapan los sonidos y tonos de la aristocracia para alcanzar cada alma humana –incluyendo la última en el más solitario y deplorable patio de atrás-, para ennoblecer y para liberarnos de la miseria? ¿Qué ha devenido de esta promesa?

silencio

A pesar o debido a este asombro, a esta duda, se despliega la elegancia los sonidos del cembalo y del cello, de la viola y del violín, de los fragmentos de poliestireno, totalmente independiente de si resultan de unas reglas del juego previamente dadas o de una ortodoxia inesperada. Es más: la insistencia de los sonidos de aquella música antigua de ser cada uno una única voz, luchaba contra la cosa misma –aquí fue, [sin embargo,] consecuente: grandioso, como el surgimiento de un coro en las sonatas para cello de Bach para instrumento solo, incluso cuatro coros, que cantaban hacia todos los puntos cardinales. Y, realmente, los sonidos antiguos y los nuevos cantan, o más bien hablan –aún sin palabras, y tienen mucho más que decir que aquellos embelesados, encaprichados, mudos (el público, yo). Así encuentra esta música, que no es ni antigua ni nueva, un refugio en esa habitación sobria– lo sobrio dura desde hace mucho, ya que las posibilidades disponibles fueron desperdiciadas, las promesas fueron incumplidas – asilo, al menos, por un poco de tiempo.

Tiempo, que en la composición 4 Rooms (for/four Rooms – por/cuatro habitaciones) se transforma repentinamente en por-cuatro tiempos que son algo completamente diferente al tiempo ordinario estipulado: el primero es pasado o recuerdo, cuya música puede tener varios siglos de antigüedad; el tercero es el futuro o la espera, que se dirige hacia adelante, avanzará eternamente y cumplirá sus promesas. El segundo es evidentemente el presente, aquí y ahora, donde la música suena, para perderse al mismo tiempo que aparece. El cuarto es, sin embargo, el tiempo atemporal, su detención, nunc stans, la interrupción sin entumecimiento, ya que lo temporal se desarrolla de manera infinita en el espacio (él mismo descompuesto) expandiéndose hacia dentro de forma imprevisible y sinuosa: y en algunos –pocos- momentos de éxito, que son más un suspenso que una parálisis, como lo que pasa cuando se cierran los ojos, y es aquí donde se consigue: la música.

Igual que un trenzado fino de inmunerables hilos frágiles y fuertes al mismo tiempo se tensan las voces de cuerdas y arcos, de la nostalgia, de atriles y los cuerpos de los instrumentos en cada uno de sus registros a través del espacio, el transcurrir y el tiempo atrapan cuidadosamente a una araña en su red de nylon. Sin palabras cantan los coros de todas las tribunas, sin palabras canta un coro de una sola voz, que se dibujan el uno al otro. Como sólo puede ser en un ensamble de solistas (los cuatro solistas son, en el mejor sentido, stars arriesgadas cuando se trata de la música y no tanto de gestos virtuosos).

Al principio los sonidos y las notas bajo la luz de las linternas en esa suerte de sala de cámara industrial penetraban distanciadamente, será apreciable algún día antiguo para oídos taponados : la diferencia interna o, mejor dicho, más interna de una música que es mucho más que la suma de voces.

Tomando cada uno de los pasos de su transcurso por separado se abre una anatomía sonora, igual que en el brazo disecado de la pintura de Rembrandt, diseccionada meticulosamente, inspeccionada de manera prometedora.  Consonancias superponen y rompen, contrariamente [a lo esperado], el sonido. No son disonantes debido al asco, tampoco al escalofrío o al espanto. Si no porque los sonidos individuales así lo quieren, y este comportamiento intransigente y profundamente deseoso de libertad es –sencillamente- conmovedor.

La resonancias de precisamente aquellos movimientos musicales alcanzaba al oído en lo más profundo, la puñalada del pizzicato se introducía a través del tímpano en regiones recónditas olvidadas de la conciencia, provoca un retumbar profundo

silencio

Sensi! Lo he reconocido y lo he sentido: ella, la música sin palabras nos recuerda que no se pierda el lenguaje. Cuanta fuerza va a costar todavía poder dar palabras suficientes a la constante fragmentación de cualquier pensamiento terminado. Eco, resonando en el oído de Narciso petrificado, para el conocimiento posterior significa hundimiento, y así terminó el concierto –¿duró sólo algunos segundos o una eternidad muy dichosa? – ¿se ha desintegrado todo esto en los acordes finales, o no?

Texto original en alemán de Martin Mettin,

Phd y profesor asistente en la Universidad Carl von Ossietzky

de Oldenburg, Alemania

Traducción de Marina Hervás Muñoz

Mahagonny no llegó a su ascenso. Kurt Weill en la Staatsoper de Berlín

Mahagonny no llegó a su ascenso. Kurt Weill en la Staatsoper de Berlín

 

 

Foto de Matthias Baus

Ficha técnica

Hay algo de esta ópera, en cierto modo tan actual, tan viva, que no ha estado presente el pasado 9 de abril en la Staatsoper de Berlín. Aún no detecto qué es lo que no ha terminado de funcionar. Fue una representación que deja a los asistentes fríos, pese a haber pasado musicalmente por un montaje de música que nos acompaña a menudo. No podemos terminar de sentirnos identificados con nada de lo que pasaba en el escenario. Quizá fue eso: quizá fue que la escenografía no estaba a la altura de la calidad de la partitura. En muchas ocasiones, se asemejaba a los malos montajes escolares. Las escenas se sucedían entre dos cortinas de cadenas metálicas lo cual, visualmente, al inicio, era muy convincente pero que terminaba entorpeciendo el discurrir de la acción y, sobre todo, aportaba poco al contenido de la obra (algo no permisible a estas alturas de la historia de la escenografía). El centro del escenario lo presidía una suerte de espejo enmarcado, que hacía, de cuando en cuando, las veces de puerta y de estrado. También el escenario terminaba en dos espejos. Algo que podría haberse calificado de meramente decorativo si no fuera porque, en un momento dado, Jenny lo utilizó para crear formas caleidoscópicas con su cuerpo. Lo cual me desconcertó más: si los espejos tienen un protagonismo, o parece que lo tienen, en el sentido esceanográfico, ¿porqué no usarlos a conciencia? ¿qué sentido tienen elementos situados en lugares tan llamativos si sólo casi por casualidad adquieren un sentido dentro de la acción? Bien, esto nos llevaría por otros derroteros que ahora no vienen al caso. Tampoco el vestuario fue convincente. Los hombres iban vestidos como gentlemen  de los años 30. Las prostitutas y Leokadja Begbick iban vestidas, no obstante, de manera estrafalaria. El contraste con los gentlemen era excesivo y, además, innecesario. Lo estrafalario de las damas era, simplemente, kitsch, una suerte de pastiche de un estilo glam venido a menos. Que fueran prostitutas y, según la interpretación del esceanógrafo, Leokadja Begbick una suerte de madame, no justifica ese atuendo de la diferencia, donde los varones tienen derecho a estar en el mundo de lo normal y ellas, sin embargo, en lo anormal, lo extraordinario. Precisamente son las mujeres, en esta obra, las que muestran el problema social, el veneno del paraíso que prometía ser Mahagonny. Con esto no hago una interpretación à la Adán y Eva, donde la mujer trae todos los males al mundo (según el relato de asiduos a Intereconomía…), sino que la mercantilización del cuerpo de las mujeres como pilar de la economía de la ciudad es una de las claves críticas de la pieza. Es decir, las mujeres en Mahagonny representan lo que más crudamente es el ser humano. Y si no, que se lo digan a las mujeres asesinadas, a las putas de los mundiales de fútbol, a las lapidadas vivas, etc. Por eso, apartarlas de la normalidad, como si eso fuera diferente a lo que son esos hombres con chaqueta que se tapan sus partes nobles con el bombín antes de entrar al prostículo, es una ideologización (si me permiten) del rol femenino. Ellas van disfrazadas, evidentemente. Para que pueda ser posible el distanciamiento y para que tengamos la tranquilidad que nos ofrecen otras plataformas para pensar que eso no va con nosotros y que ese tipo de cosas sólo existen en un marco teatral: luego la vida no puede ser más dura. Con este planteamiento, se está haciendo un flaco favor a Mahagonny. Como dice Th. W. Adorno, atento crítico de esta pieza (que reseñó en su estreno), lo absurdo en Mahagonny «es real, no simbólico». Para él, en Mahagonny se muestra, como en Kafka, el mundo burgués de la administración llevado hasta su límite: todo es anarquía, salvo la regla que lo cambia todo. Está prohibido no tener dinero. ¿No es eso acaso, como ya sabía Quevedo, lo que mueve la lógica de la normalidad en el modelo capitalista? ¿No eres normal, no entras en el juego si y sólo si tienes dinero? Si no, que se lo pregunten a Grecia, por citar un ejemplo reciente. Mahagonny es un como si, una especie de pacto con el público en el que se juega  a ver qué pasaría si, de pronto, el mundo se convirtiera en un paraíso organizado en torno a una única regla. Según Adorno es, precisamente, este momento de juego el que hace que se alumbre de manera precisa las grietas de lo real, donde la distancia entre el pacto y lo que pasa después de salir del teatro se une. Por eso, musicalmente, Mahagonny es una suerte de montaje, de crítica a esructuras musicales (no podemos verlo aquí, pero se pasa por toda la historia de la música en la obra de Weil), de construcción de esas reglas del juego que terminan siendo las de la vida misma.
Wayne Marshall, al que no conocía con la batuta, sino ante las teclas blancas y negras, estuvo excelente. Mahagonny es una obra muy exigente a nivel rítmico y de color orquestal, y consiguió el carácter irónico que pide la pieza sin caer en una suerte de ridiculización de sus motivos. Según Adorno, Mahagonny utiliza (él dice, igual que Mahler), «la fuerza explosiva de lo inferior para destruir lo mediocre y hacerse partícipe de lo superior». Es decir, Weil, y esto lo entendió Marshall, se sirve de songs, de jazz, de cabaret, sumados a cantus firmus, ostinatos, duetos de sabor arcaico, etc. sin que nada sea lo que parece. La Moon of Alabama, por ejemplo, no es ni una canción de pop, ni de blues, ni de jazz, ni es tampoco nada estándar de la música de ópera. Sin embargo, ella, y su símbolo lunar, es uno de los hilos conductores del libreto.
Los cantantes fueron bastante irregulares. Los roles protagonistas no brillaron en absoluto y tuvieron algunos problemas vocales bastante serios. Gabriele Schnaut no tenía muy claro, o no parecía que lo tuviera, la vocalización ni la dirección de la voz, y en varias ocasiones la orquesta la superaba en volumen, y no precisamente porque la orquesta no fuese cuidadosa con las dinámicas. A nivel teatral, dejó también bastante que desear. Forzada, ruda, y simplista. Del dúo de Jonathan Winell y Tobias Schabel, salvamos a Winell, que estuvo a nivel vocal y teatral espléndido, con algunos momentos muy brillantes. Adriane Queiroz fue una Jenny muy atractiva. Teatralmente fue muy convincente, tenía momentos, por así decir, magnéticos. Lástima que, a nivel vocal, sólo destacó a partir del segundo acto. Por su parte, Christopher Ventris nos gustó vocalmente, pero teatralmente fue bastante lánguido. Su resignación, el final de su personaje, se atisbaba desde el principio. De resto, el coro fue excelente, especialmente las voces masculinas. Sus vocalizaciones daban en el clavo con la intención musical.
Aún no sé qué es, aparte de la escenografía y el vestuario, lo que no me convenció de la representación. Creo que, simplemente, flotaba en el aire la falsa creencia de que la música contemporánea es menos seria que la tradicional. Tenía la sensación, todo el tiempo en aquel patio butacas, de que la asunción del montaje musical que es Mahagonny le impide ser una gran obra, como si Rossini fuese otra cosa que montaje (pero nadie pondría en duda su grandeza sin miedo a los críticos más feroces). No es que no hayan sido serios, no quiero quitar el valor del trabajo de las horas que han invertido en este proyecto. A lo que me refiero es que se no se pensaron las últimas consecuencias de la pieza de Weil, que no terminó de darse pábulo a los problemas que se abren con él. Quizá es eso: que parecía que sólo pasaban por su música y el teatro de Brecht de puntillas, como si adentrarse más fuese abrir heridas desagradables para todos.

por Marina Hervás