Beyoncé lleva unos años -al menos desde 2014, cuando llevó como atrezzo de su gira Mrs Carter un neón gigante que rezaba “Feminist”- autonombrándose como feminista. A partir de ella también han surgido numerosas reflexiones sobre el feminismo pop, una compleja deriva del feminismo que ha llevado tanto a la inclusión de los lemas del feminismo en los bienes de consumo como a la expansión de sus problemáticas allende la academia. Mientras antes las feministas nos declarábamos como tal solo en espacios protegidos, ahora es, gracias entre otras cosas al feminismo pop, una palabra que va de boca en boca. Con el peligro de su banalización: pero al menos es un tema candente. Su feminismo es simple: igualdad entre hombres y mujeres. Y poco más. Se le ha acusado de oportunismo, otros de evolución (en 2008 cantaba aquello de poner un anillo a las mujeres solteras como objetivo vital -¿hoy habría dicho: “Todas las solteras, haced lo que os dé la gana”? No sé).
Ahora Beyoncé prueba con el anticolonialismo. Para ello, entra en una casa sagrada, el Louvre, y se muestran con su pareja, Jay Z, repensando figuras del arte en un videoclip cuidadísimo y estéticamente impecable. La lectura rápida es sencilla: ¿dónde están los colectivos racializados, “los otros”, en la concepción del arte? Pasean y bailan por el museo: el color de su piel resalta en contraste a todos los blancos de los cuadros. Se parece, en cierto modo, al conjunto de obras de 1989 de las Guerrilla Girls, que denunciaban el escaso número de mujeres artistas que tenían su lugar en el espacio museístico. La Tate Gallery compró 12 piezas de una tirada de 50. Poco ha cambiado desde hace 28 años con respecto a la presencia de mujeres de museos, pese a que la pregunta de las Guerrilla Girls sigue siendo de plena actualidad. Pero sí que ha calmado conciencias de los curadores de la Tate.
¿Qué impacto tendrá este tipo de mensajes críticos con el eurocentrismo y la hegemonía blanca? Posiblemente ninguno. En apariencia, Jay Z y Beyoncé exageran las formas de representación denigrante de colectivos afroamericanos en EEUU, especialmente a través del Hip-hop y el peor cine: con luces azules y magenta, vestidos de mafiosos, remarcando su adscripción a suburbios y a grupos de poco fiar. Tal es la interpretación de Vanity Fair, por ejemplo.
El asunto es que ellos no son unos negros cualquiera. Son de los seres más ricos del planeta, lo que los aleja de las formas de opresión que experimentan colectivos racial izado. El dinero pasa por alto su color de piel. Su videoclip es sinónimo de ostentación en nombre de una causa bastante seria. Rodar un día en el Louvre cuesta 15000 euros. Contratar a todo el elenco de bailarinas, coreógrafas, iluminadores, cámaras, directores de arte, etc., no lo sabremos. Pero da igual, el dinero, para ellos, no importa. Y entonces, ¿qué importa? ¿El supuesto mensaje subversivo de entrar a un museo -que también se ha vuelto pop- y enfrentar imágenes del arte clásico con la de negros -mediante un sencillo juego de opresor-oprimido? En el intento de ser críticos, de exponer sin aristas la problemática de la exclusión de la historia del arte al “otro”, caen en su repetición: la de la narrativa del museo como lugar de conservación, de legitimación y de despotismo no solo ante determinados colectivos, sino también formas de expresión. El mensaje de The Carters, el nuevo nombre del dúo Jay Z y Beyoncé, es el del sueño americano, el de la superación y la mejora de condiciones con el esfuerzo, también la ostentación y la opulencia, típica en las formas de hacer de los blancos. La exposición de estereotipos es una simplificación de formas de gestionar la discriminación racial. En el feminismo pasa igual: no se trata de que las mujeres tengan ocasión o que se les “permita” hacer “cosas de hombres”, o que se “ceda” el espacio a las mujeres, sino de que haya una reformulación de qué significa lo masculino y lo femenino, que se desligue el “ser” del “hacer”. En la repetición de lo peor del mundo blanco -también heterosexual, norteamericano o europeo- no queda clara la crítica, sino quizá la secreta afinidad electiva. Es decir, quizá lo que han conseguido es la inauguración del racismo pop.
Por eso titulo el texto “el trasiego de élites”. Alcanzar una élite no debería significar repetir los gestos elitistas, sino desintegrarlos hasta su núcleo. Así se establece una alianza con el museo como institución, donde solo se encuentran las piezas que historiadores del arte y marchantes han decidido que deben ser arte, y han construido no solo la historia del arte, sino también la de la humanidad, a través del discurso de los que sí pueden entrar al museo. Jay Z y Beyoncé, además, pueden entrar como les da la gana y para hacer lo que les da la gana.
El debate velado que más me interesa es el que versa sobre el significado del museo, quizá porque hace unos días, gracias a una amiga, descubrí el que ha hecho el Museo del Prado. Es un vídeo facilón: utiliza una música tipo banda sonora (que ya nos entre fácilmente a la oreja y nos lleve a grandes aventuras épicas) , con un toque mínimal y una melodía que bien podría ser de Amèlie, con un discurso intenso, pero vacío, sobre el museo.
https://www.museodelprado.es/visita-el-museo
Juega, además, con lo políticamente correcto de la representación étnica y racial, así como de edades y género. Es todo muy polite. Tanto, que rezuma justo lo que se han convertido estos museos: un desfiles de hits y selfies, donde el visitante va sin saber muy bien por qué, pero sobre todo para decir que ha visto Las Meninas, en Madrid, y La Gioconda, en el Louvre. En un mundo lleno de imágenes, éstas desde luego han renunciado a la capacidad de activar el pensamiento con la mirada. Activan la cámara de los móviles y claudican ante su enigma. Los museos, que son templos que conservan el arte aunque nadie sabe muy bien para qué, ni por qué, ni piensa qué mensaje se legitima con esas imágenes que ya casi nadie ve, se legitiman en obras como la de Beyoncé como espacios que ya no ofrecen resistencia, sino acomodamiento. No hay negros en los museos, al igual que no hay mujeres o hay discapacitados que se pintaban como burla de su deformidad, porque nunca han tenido acceso a la narrativa que se esconde tras la lógica de los museos, que les da su sentido. Si se tiene que conquistar el espacio del museo, tendrá que ser poniendo en tela de juicio la misma idea de arte como algo supremo, sagrado y solo accesible para una élite. Como a la que pertenecen Jay Z y Beyoncé.
[Todo esto por no hablar, de nuevo, de la falta de reflexión sobre la tonalidad, que es un producto de jerarquización del sonido muuuuy problemática. Para el que le interese:
Pues sí, como en el fondo soy millenial y me gusta más un debate que a un tonto un lápiz, me sumo a la polémica del vídeo de “Malamente” (que se puede ver aquí, aquí o incluso ¡aquí!), pero para añadir algo que he visto poco nombrado: el esencialismo y la cruda industria cultural.
Pero empecemos por el principio. El vídeoclip de “Malamente” ha echado nuevamente leña a la discusión entre Noelia Cortés y Raúl Guillén sobre el “antigitanismo” de Rosalía en 2017. Quizá tengo que ir más atrás. Rosalía es una cantante de 25 años que publicó en 2017 Los Ángeles (Universal Music). Lo abre “Si tú supieras compañero”, que mezcla música y textos de Enrique Morente, Carmen Linares y hasta ¡Conchita Piquer! Coplas, cantiñas y alegrías complican su canción de apertura, tal y como muestra el casi anónino Javi en su blog pequeños incidentes. La Niña de los Peines aparece cuando canta “Día 14 de abril”, una revisión de “El carretero (Llévame por caridad)”. Manuel Vallejo pasea con su tango actualizado de “Catalina”. Manolo Vargas con su “Eran las dos de la noche” reaparece espectral en “Nos quedamos solitos”. “Por mi puerta no lo pasen” revisita “En la verde oliva canten”, de Antonio Chacón. Y así pasan por su disco una gran lista de nombres de cantaores e intérpretes flamencos de la tradición más arraigada. Es fascinante sumergirse por las referencias que toma: estoy segura de que muchos no habían escuchado en su vida muchas de estas canciones del repertorio. De hecho, se ve en muchos comentarios de youtube, donde usuarios reconocen que han llegado ahí por Rosalía. Quizá es que yo no he crecido en la cultura flamenca y no soy ninguna especialista (no sé si lo soy de nada), pero a mí eso me parece una ganancia para abrirnos a la escucha de una música que solo visitan especialistas, aficionados, y una multitud de gente acotada en un territorio donde este repertorio es habitual. A mí me fascinó, al igual que lo hizo y hace Rocío Márquez o Niño de Elche, como bien cita Raúl Guillén.
Pero Noelia Cortés respondía así: “Hay gente que afirma que con Rosalía el flamenco está llegando a más gente, a un mundo que nunca se interesó por esta expresión artística. Y puede que tengan razón, pero planteemos por qué para conocer el flamenco se tiene que promover a través del blanqueamiento (payificación) de nuestros elementos culturales, prestando atención ahora a lo que siempre ha estado ahí. ¿Por qué para que se nos mire tenemos que aceptar un sucedáneo despolitizado del flamenco que es la máxima expresión de nuestra resistencia? ¿Por qué sólo se puede llegar a nosotros a través de la atención a una simbología que niega lo gitano en su expresión? ¿No será que vivimos en un mundo tan racista y antigitano que la única forma posible de existir es blanqueando nuestros símbolos y nuestras vidas, con el descaro de decir que Rosalía ha revivido y revolucionado el flamenco?”. Creo que hay un argumento problemático de base: que Rosalía o quien sea abra la puerta al flamenco -quizá no lo consiga, en realidad- no implica ni se deriva de que Rosalía quiera hacer flamenco. Justamente, la evidencia de la mezcla de géneros en su música es lo que habla de su distancia con respecto a la petición de purismo que desprende de la crítica de Cortés. La banda canaria Fran Baraja y la Parranda Blus Band hizo lo propio con la música canaria, con la “Isa Majoreska”, el “Zurrock del Gofio” o “Sorondongo”, incluidos en Parranda Power (Multitrack, 2014). Nadie les dijo que no estaban respetando la cultura canaria: la estaban llevando a su lenguaje. Vayamos a un ejemplo más conocido: Silvia Pérez Cruz, en su disco Granada (Universal Music, 2014) hace una versión aflamencada de “Que me van aniquilando” de Enrique Morente. Pero nadie esperaba ni de unos ni de otros que hicieran isas ni flamenco, sino que cantasen a su forma, que es híbrida, que es lo que nos gusta de ellos.
El mismo problema ha tenido el nuevo videoclip-canción de “Malamente”, presentado a finales del mes de mayo. Pero ahora no se la acusa principalmente de hacer un flamenco híbrido (es decir, no puro), sino de apropiacionismo cultural y falta de respeto a símbolos e iconos gitanos y andaluces. Bueno. Lo que se esconde tras este argumento es un esencialismo. El esencialismo consiste en considerar que ciertas propiedades deben mantenerse para que algo sea lo que es, así como aceptar que hay propiedades “necesarias” y otras “contingentes”, es decir, que las “necesarias” deben ser así y no de otra manera para que ese algo sea lo que es, mientras que las “contingentes” son añadidos que pueden matizar tales propiedades necesarias. Así que cuando a Rosalía se le acusa de que se burla de Andalucía porque usa acento andaluz y expresiones dialectales siendo catalana, es esencialismo: se asume que solo los andaluces pueden hacer uso de esa forma de hablar porque es lo que los hace andaluces. Esto explica por qué muchos españoles se ríen cuando yo, que soy canaria, digo “guagua”: hay una asunción de que lo que yo hablo es un español “gracioso”, “distinto” a su español. Como si el español fuese uno y hubiese una forma mejor de hablarla de forma esencial. Puede haberla de forma acordada, discutida y reflexionada. Pero no esencial. ¿Qué tengo contra el esencialismo? Luego os lo cuento. Sigo destripando argumentos. También se ha acusado a Rosalía de “antigitanismo” por utilizar desde su privilegio de pertenecer a una comunidad no oprimida rasgos, formas de hacer y símbolos gitanos desde una perspectiva “cool”. Rosalía puede ser banal y puede intentar hacer moda de elementos propios de la cultura gitana, pero eso no es antigitanismo. Se llama capitalismo. Al igual que hace unos años (los millenials más jóvenes no lo recordarán) El Corte Inglés comenzó a vender pañuelos palestinos e imitación de botas Doc Martens o -ejemplo para los más jóvenes- en los últimos meses H&M vende camisetas de I’m a feminist o muchísimos colectivos se lucran de una imagen deformada de Frida Kahlo como si fuese un icono feminista, Rosalía ha desubicado esos elementos y se los pone y ya está. Hay que enfadarse con las formas de absorción del capital, que permiten este tipo de apropiaciones. Pero no es antigitanismo: si hubiese llegado hasta ahí, habría algún tipo de posición política fuerte. Lo que me sorprende es que colectivos como Manos Limpias o el Centro Jurídico Tomás Moro, que llevó a juicio a Javier Krahe en 2012 por su vídeo de “Cómo cocinar a un Cristo” (1977), no se hayan llevado las manos (¿limpias?) a la cabeza por la cantidad de símbolos religiosos utilizados a la ligera por la cantante. Quizá es otra muestra del poco calado político de Rosalía. Javier Krahe era más rudo: hoy le habrían metido en la cárcel, víctima de la ley mordaza, por canciones como su ¡Ay, Democracia! Rosalía, sin embargo, está intacta. Aunque lo que ha hecho tiene un gesto político implícito: la de abrir un debate sobre los propietarios de rasgos culturales. Incluso de aquellos que no se incluirían fácilmente en la cultura, como la moda “choni” y el ambiente “poligonero”, lejos aún de poderse integrar con las pieles de visón y las copas de champán de algunas premieres de ópera a las que he asistido con vaqueros y camisetas de Rick and Morty. No sé si, en mi caso, era por molestar o por apropiacionismo.
En fin, que por qué me molesta el esencialismo. Pues porque la atribución de propiedades es arbitraria. Se le imponen desde fuera al objeto de estudio sin que se justifiquen por él mismo. No derivan necesariamente de él. La asunción de que existe algo así como el “gitanismo” que, presuntamente, es banalizado por la privilegiada catalana Rosalía, es la simplificación de una realidad cultural bien compleja: tanto por el lado de los gitanos -ciertamente oprimidos por la sociedad española actual- como por el contenido del videoclip-canción de Rosalía, que no pretendía ser marca de lo gitano y sí lo es, con más o menos intención, de los sistemas de reproducción del capital. Esto es como cuando se dice que todos los alemanes son unos cabezas cuadradas. Hermosa afirmación para reducir la multiplicidad de 80 millones de personas. Vivo en el extranjero y ya no doy pábulo a afirmaciones que dicen que todos los españoles somos esto o aquello. Porque no me identifico, porque no me define y porque es esencialista. Y porque tiene un punto racista. ¿Y qué pasa con el apropiacionismo cultural? Pues que pasa en la cultura desde que surge, o sea, desde que existe civilización. En lo que sí estoy de acuerdo, y creo que es la única opinión de fondo de todas las que he leído por ahí, es la de Rafael Buhígas, especialista en la materia, entrevistado por Lorena G. Maldonado para El Español: «”Pese a perseguir y marginar al gitano, se utilizan sin pudor elementos de su vida cotidiana»». Y sigue «“Está perjudicando a los gitanos […]: saca a la palestra las mismas ideas rancias de siempre”». Pero, como les decía, esto tiene que ver con la falta de calado político del marco en el que se incluye Rosalía, y no -al menos solamente- con los símbolos que elige, que banaliza. Al igual que, como explicaba en mis artículos sobre reguetón, se pasa por alto muchas veces la letra porque se vende un producto que apetece ser bailado y se asume un dualismo inicial, es decir, que hay una distancia entre el baile (algo solo corporal) y el contenido (que está en la mente). A Rosalía no se le puede acusar de la marginalización de los gitanos, en la que estamos todos enfangados por nuestros silencio, es decir, por nuestra complicidad. Solo que ella ni reflexiona sobre ello, sino que lo estetiza. Así nos enseña la industria cultural a manejarnos con sus productos: como bienes de consumo en un kiosko, donde cada cual puede elegir lo que quiera de forma descontextualizada y sin reparar en el dolor que ha forjado la historia para que llegue a ser eso. Buhigas volvía críticamente** sobre el esencialismo: » «Así, mediante el sincretismo y la mezcla, se intentan romper las líneas de sangre y la pureza para acabar con ese otro al que se detesta”»: de acuerdo con la figura del «otro detestado» que solo es reclamado como producto, deformado y alienado de su complejidad, no decuerdo, como se imaginarán, en eso de «romper las líneas de sangre y pureza». La caída en la sangre y en la pureza nos puede llevar muy fácilmente al fascismo. Así de brutal lo expreso. Porque entonces la separación entre el otro y nosotros, estrategia fundamental de las políticas de exclusión, pasa por crear argumentos de aniquilación racial o étnica. Y con esto no quiero caer en buenismos de «todos somos iguales» o «todos somos igual de diferentes». Esas frases son vacías. Lo que digo es que tras algunas lecturas de productos culturales y prácticas artísticas se cuelan creencias políticas que, en otro contexto, atentan seriamente contra aquello que parece que se intenta defender. Las «líneas de sangre y pureza» implican constituir una separación entre los otros y nosotros basadas en principios biologicistas que esconden la moralina de lo auténtico y lo verdadero, frente a lo falso y lo ilegítimo, lo híbrido y lo heterogéneo. [Off the record: algunas críticas señalaban que Rosalía usa en vano la referencia a Undebel, dios gitano, en caló, lengua que mezcla el romanó con el español, cuya raíz es sánscrita. Uno de los cantos más conocidos a Undebel es de Diego El Cigala, nacido en Madrid. Pues eso].
Así que la discusión va mucho más allá. Que nadie piense, por tanto, que su escucha es genuina, o auténtica o que “hay verdad” (término usado hasta la saciedad en la última edición de Operación Triunfo) en lo que cae en las fauces de la industria cultural, que es casi todo. Ninguno estamos libres de pecado (ya lo decía Walter Benjamin: «Hay que ver en el capitalismo una religión, es decir, el capitalismo sirve esencialmente a la satisfacción de las mismas preocupaciones, penas e inquietudes a las que daban antiguamente respuesta las denominadas religiones»).
** Addendum: como el propio Buhigas me ha hecho notar en un amable email, él no defiende, como podría parecer en el texto de la entrevista, algo parecido a la «pureza y la sangre», sino que alude a (y cito) «lo que decían las leyes antigitanas desde la Pragmática de Medina del Campo con los Reyes Católicos[, c]uya intención era «romper las líneas de pureza y sangre para acabar con una dinastía bárbara como la representada por los egiptanos [gitanos]»». Yo, en la redacción original, había entendido que su crítica al racismo gitano derivaba en una defensa de la pureza gitana, también a mi juicio esencialista y racista. Nada más lejos de la realidad. He decidido, no obstante, dejar el fragmento prácticamente como lo escribí originalmente, ya que creo que es justo mantener la historia de los textos (solo tratando de dejar claro que Buhigas no defiende esa posición), pero también porque creo que en la final línea entre la conservación de formas culturales y la hibridación del capital se encuentra el peligro del fascismo que explico más arriba. Es decir, creo que la reflexión a la que nos llevaría el problema de la «pureza y la sangre», así como la radical diferenciación de «los otros» frente a «nosotros», podrían llegar a legitimar procesos fascistas de aniquilación racial y étnica más o menos explícita (como recientemente hemos visto en Italia con la negativa a recibir al Aquarius).
Hace 53 años, la Ópera de Köln, abría por primera vez sus puertas a Die Soldaten, cinco años antes del suicidio de su autor, Bernd Alois Zimmermann. Este año 2018 se cumple el 100 aniversario de su nacimiento y, de pronto, algunos teatros y salas de concierto se han agobiado y se le ha programado más que nunca. Aunque sea por el compromiso del aniversario, se agradece ver sus obras en salas de concierto donde normalmente la contemporánea brilla por su ausencia. También la casa de la ópera de Köln se quiso sumar a este aniversario, con una revisión contemporánea de la ópera del profesor de composición local, con una apuesta ambiciosa.
Muchos comentadores (dentro de los pocos que en general son) de la obra de Zimmermann señalan que esta ópera tiene dos aspectos de ruptura con el canon, fundamentalmente. Por un lado, a nivel formal, desbarata la lógica escenográfica temporal y espacial. Aunque hay una historia más o menos lineal, se ve constantemente interrumpida por microescenas. El compositor hablaba de la «forma esférica del tiempo» [Kugelgestalt der Zeit], donde todos los puntos temporales se vinculan entre sí a la misma distancia del centro. Esto es evidente, especialmente, en el último acto, donde se cruzan momentos que han sido claves en toda la ópera y se van entretejiendo y también destruyendo. El segundo aspecto es el tema, aunque aquí no hay consenso. La ópera va, dicho en breve, de la decadencia de Marie, una joven que se nos muestra, al principio de la obra, como enamoradiza y a la espera del amor verdadero, como en muchas de las óperas tradicionales. Después de tener tres líos con tres soldados, es tomada por una fresca y termina violada y pidiendo por las calles, sin ser reconocida ni por su propio padre. Y en la interpretación de la historia es donde está la chicha del montaje de la Ópera de Köln y también los mayores puntos de conflicto. Mientras que algunos autores consideran que Zimmermann se distancia del sufrimiento de la víctima y se concentra en la crítica a los soldados, mostrándoles como auténticos garrulos, brutos y desalmados, otros consideran que el compositor alemán trata de dar voz a la víctima, mostrando lo arbitrario de su condena social.
En el montaje de Colonia están presentes, a mi juicio, ambas posturas. Pero, antes de analizarlo con más detalle, trataré de ser objetiva en la descripción de la concepción escenográfica. La propuesta de Carlus Padrissa, de La Fura dels Baus (algo que no es ni casual ni baladí ante tal Kugelgestalt der Zeit de la que hablábamos antes) es un escenario circular, donde la acción sucede en todos los espacios del escenario. Éste rodea al público, sentado en sillas giratorias para poder ver aquello que quieran. Las «paredes» de la esfera son grandes televisores, que proyectan vídeo-instalaciones que se modifican en vivo, a veces de forma casi analógica, pues una cámara grababa por ejemplo cómo botellas se llenaban de agua o manchas de pintura que se realizaban en la esquina inferior izquierda de la orquesta; y otras eran reproducciones de vídeos creados previamente. El cambio del contenido de las «paredes» era frenético y de lo más interesante a nivel visual, pues se creaban texturas que a veces se podían entender como una especie de recreación del mundo interior de los personajes, otras comoo parte de un discurso independiente que añadía capas de complejidad a la historia. Los actores y cantantes entraban y salía del escenario circular, se colaban en la zona de la orquesta, entre el público, en dos andamios situados a la derecha y a la izquierda. Era imposible ver toda la sucesión de elementos a la vez, justamente como parece que Zimmermann construye su obra: como un cruce frenético de situaciones. De hecho, al principio, la escena entre las dos hermanas, sucedía a espaldas del público, que teníamos que girarnos en aquellas sillas para ver la escena: la prioridad ya no la tiene la audiencia, sino el espacio. También la escena de la violación de Marie tenía lugar a la izquierda del patio de butacas. El que miraba, tenía que asumir el peso de su visión. La decisión de mirar, de pronto, nos obligaba a tomar partido porque, además, no podíamos hacer nada. Sino sólo mirar. Al menos mirar.
Los estímulos múltiples y constantes hacen a la pieza abrumadora y, en varias coasiones, superaba totalmente nuestras capacidades. Esto, que conste, lo digo en el mejor sentido. Demanda una concentración y entrega absoluta. El ritmo frenético es inmisericorde, y Padrissa supo aprovecharlo de forma brillante. Pese a esta catarata de acciones, todos los elementos estaban meticulosamente pensados. Era sutil y enriquecía al libreto (a veces un poco ñoño) y a la música, que es -perdonen la selección de este adjetivo, no se me ocurre otro mejor- una maravilla. Y aquí viene lo que es menos objetivo: creo que Padrissa quería claramente posicionarse en su escenografía frente al machismo y, en concreto, actualizando la mirada de Die Soldaten a través de los sucesos contemporáneos. La obra comienza con un grito de «No es no» [Nein heisstnein] de dos mujeres que imitan las formas de FEMEN, se representan escenas como las que pudo vivir la víctima de La Manada (cinco hombres abusando de una mujer, algo que dudo que los alemanes hayan captado así), o la violación de Marie como derivada de la presión de su pareja. Algunas referencias, quizá por pecar de obvias, como FEMEN, chirriaban por comparación al fino engranaje que se tejió en toda la concepción escenográfica, pero prefiero que haya un esfuerzo por entender la pieza desde la actualidad que tentar un inmaculado viaje al pasado como si nada hubiera sucedido. También la cuestión nacional se puso sobre la mesa: la española, claro, surgió en la escena de la taberna, donde una pantomima de bailaores flamencos pusieron en escena una visión un tanto casposa de la españolidad, exagerando hasta el esperpento el papel de la andaluza (Katerina Giannakopoulou). La francesa estaba constantemente presente: Marie iba vestida con ropa interior con la bandera francesa, y todo su vestido, de lo más pomposo, se basaba en esos colores. Cuando la violan, la penetración es, en realidad, sobre la bandera francesa que tapa su pubis. No hace falta, supongo, explicar la metáfora. El final también es condenatorio: Padrissa ahorca a los soldados, algo que varios minutos. La lentitud del final nos hace convertirnos en espectadores activos de una matanza que, de alguna forma, estamos deseando que ocurra. Hemos visto la peor cara de los ahorcados. La confusión moral es tremenda. Quizá es eso lo que mejor defina Die Soldaten.
El nivel de los cantantes, que empezó muy desigual, fue mejorando según avanzó la obra. Al principio, escuchamos a Emily Hindrichs (Marie) un tanto fuera de contexto, con un color de voz mucho más cercano a otros repertorios, abusando de vibrato y de sobreteatralización. Sin embargo, su actuación fue quizá la que experimentó un cambio mayor. Faltó constantemente complicidad con su padre (Fank van Hove), que no terminó de meterse en el papel de forma convincente, un tanto exagerado en sus maneras, aunque vocalmente muy correcto. Algo mejor fue su trabajo con su hermana Charlotte (Judith Thielsen), aunque Thielsen se sintió en exceso cómoda en su papel de secundaria. Martin Koch (Desportes), comenzó con una voz irregular y más bien cursilón, algo que consiguió matizar hasta convertirse en quizá uno de los más despreciables del elenco (lógicamente, en lo teatral). Nikolay Borchev (Stolzius) estuvo muy plano durante toda la representación, claramente eclipsado por Dalia Schaechter como su madre. La gran sorpresa fue la excelente interpretación de Oliver Zwarg (Eisenhardt) que, pese a su corto papel como predicador, fue rotundo e imponente. Es la única voz claramente posicionada a favor de las mujeres y desprecia a los oficiales. No importa que esto se justifique por la educación religiosa de Zimmermann, lo fundamental es el rol que Zwarg le supo otorgar en ese contexto. Era la única voz de la esperanza y de la necesidad de reivindicar la obviedad de que ninguna mujer se encuentra plenamente cómoda en los roles otorgados por las esturcturas patriarcales (Eine Hure wird niemals eine Hure, wenn sie nicht dazu gemacht wird).» De hecho, la cuarta escena del 1 acto, cuando se enfrenta a los tres oficiales (algo que sucedió entre el público y la orquesta) fue tremendo. Deseé que sucediera algo así cada vez que vemos atrocidades en algún acto público: levantarnos de nuestros asientos e increpar al culpable. Por su parte, mientras la condesa (Sharon Kempton) estuvo extraordinaria, especialmente en la escena en la que se encuentran Marie, su hermana Charlotte y ella en casa de las hermanas, que se convirtió en este montaje en un salvaje cunnilingus colectivo; su hijo (Alexander Kaimbacher) estuvo bastante flojo y poco concentrado, como sin dirección en su personaje.
Lo mejor, sin duda, fue la orquesta. Dividida en cuatro (orquesta general y tres ensembles a los lados y tras el escenario) , fueron dirigidos magistralmente por François-Xavier Roth. Pese a las dimensiones monstruosas de la orquesta, la pensó desde el principio como grandes conjuntos de cámara, algo evidente, por ejemplo, en el Nocturno II del tercer acto, de una delicadeza inenarrable o en el solo del violín segundo. Destaco especialmente el arduo e impecable trabajo de la percusión, fundamental en la obra, que terminó contagiando muchas formas de hacer del resto de instrumentos. Es una música brutal, como el contenido del libreto, y, sin embargo, Roth consiguió crear grandes espacios de expresión, explorando sutilezas que revelan mucho del contenido pero solo se dan en lo musical. De hecho, la concepción circular del tiempo es fundamentalmente algo intramusical, pues vuelven una y otra vez motivos, temas y construcciones, como un collage de sí mismo, en la obra, que nos hacen intuir o anticipar momentos en la obra, así como ver de pronto la complicidad entre sucesos aparentemente separados. Esa comprensión profunda y detallada de la obra le otorga la dignidad que merece y la devuelve a la vida constatando su rabiosa actualidad.
Cuando acabó, quería que volviera a empezar. Supongo que ese es el mejor resumen de mi crítica. Cuenta algo nuevo, renueva la obra y no la exotiza ni cae en lugares comunes. Y eso, en los tiempos que corren, es quizá el mejor homenaje que se le puede hacer al compromiso artístico de Zimmermann.
Marzo se cerraba en Berlín con un comienzo de primavera algo ficticio, pues no acaba de llegar en términos de temperaturas y días soleados, y una nueva edición de los Festtage de la Staatsoper, que este año tienen lugar del 24 de marzo al 2 de abril. Tuvo entre uno de sus platos fuertes el concierto del 29 de marzo dedicado a Debussy, en el que se interpretaron dos rara avis del repertorio del compositor francés: la Fantasía para piano y orquesta y Le martyre de San Sébastien por Staatskapelle Berlin, bajo la batuta de Daniel Barenboim en la Berliner Philharmoniker.
La Fantasia, aunque fue compuesta entre 1889 y 1890, nunca fue estrenada en vida del compositor, sino justo un año después de su muerte. A día de hoy, sigue siendo excepcional escucharla. Incluso la solista, Marta Argerich, era la primera vez que la tocaba. Así que aplaudo la valentía de desafiar al canon (aunque aún queda mucho por hacer), como hizo el propio Debussy con su música. Y especialmente en esta obra. Aunque sigue los tres movimientos habituales del concierto, el tratamiento de los temas y la forma no es se corresponde con lo que se espera de él. Un tema casi infantil abre el concierto, con un excelente solo en el oboe y la flauta. La calidez y buen gusto del viento madera será un elemento constante en el concierto, a diferencia de otras secciones, aunque no necesariamente por un problema de los músicos, sino por falta de ensayos. No estaba claro el criterio en la dirección de frases, ni del vibrato (exageradísimo en el solo de violín del segundo movimiento, especialmente cuando luego pasa al resto de voces solistas), ni había complicidad entre secciones que tenían que retomar o concluir algún fragmento (como por ejemplo, los descoordinados finales del arpa con respecto al piano en términos de dirección melódica). En general, la obra estuvo correctamente interpretada, algo insuficiente cuando se tiene frente a los oídos una orquesta de la categoría de la Staatskapelle. Había poco cuidado en la creación de atmósferas y exploración del color y capas sonoras, que se manifiesta como fundamental en la música del compositor francés. Se interpretó como si fuese un concierto romántico más, o incluso peor, como uno de Rachmaninov, con esa tendencia facilona a lo gustoso. Lo único que salvó plenamente es el comienzo del concierto gracias al buenhacer del viento madera, como ya he dicho, y el del segundo movimiento, que tocó con la punta de los dedos lo que parece que la música de Debussy esconde, que es, entre otras cosas -no lo olvidemos- una anticipación a los cambios fundamentales en la música en el siglo XX. El aplauso iba a llegar de todas maneras, pero orquestas de este nivel no deben contentarse solo con eso: justamente el gran nivel técnico debería estar al servicio de buscar algo más que un concierto «bonito». Algo de la mala conciencia por un concierto bonito vino en la propina, que consistió en una interpretación entre Barenboim y Argerich de «Pour L’égyptienne», de Épigraphes antiques. Es una pieza que expone, como pocas hasta la fecha, el problema de lo estático en la música: y ese fue el núcleo de la interpretación. Un regalo que volvía a reconciliarnos con el Debussy más transgresor.
La segunda parte fue una versión reducida de Le martyre de San Sébastien Maria Furtwängler (nieta del director de orquesta) como narradora y a Anna Prohaska, Anna Lapkovskaja y Marianne Crebassa como solistas. Sucedió, como se pueden imaginar, algo similar a lo que había pasado en la Fantasía: poco trabajo de fondo sobre la obra, pero con un agravante, a saber, la intervención poco afortunada de una muy mala noche del coro de la Staatsoper. Vibrato descontrolado, inseguridad en las entradas, incomodidad ante el efecto de coro spezzatto que construye Debussy. También las intervenciones de Anna Lapkovskaja y Marianne Crebassa fueon algo modestas. A mi juicio -no me cansaré de decirlo- con un exceso de vibrato que empañaba el trabajo a dúo. Sin embargo, hubo momentos brillantes, como el fragmento «Il Est Mort», de gran inestabilidad armónica y difícil ejecución en términos de tensión; así como las intervenciones, desde fuera del escenario, de Anna Prohaska. También salvo los tímidos intentos de construcción tímbrica entre los vientos, que quizá protagonizan las partes más delicadas armónicamente. El viento madera y metal, y especial el oboe, la flauta y el contrafagot solista estuvieron excelentes.
El gran regalo de la noche fue la excelente interpretación de Maria Furtwängler, que llevó sobre sus hombros buena parte de la tensión y peso narrativo de la obra pese a tener que hablar en francés, que no es su lengua materna. También eso fue sobresaliente: su dicción fue de lo más convincente y no empañó en absoluto el contenido. Su coordinación con la parte instrumental fue excepcional y la orquesta supo reaccionar al potencial interpretativo que Furtwängler puso sobre el escenario. Lo he dicho en otros textos: creo que es imposible seguir el ritmo de Barenboim y dar buenos conciertos. No hay tiempo para estudiar ni para tomarse en serio que la música es otra cosa que sumar conciertos y giras. Pienso en la versión de Abbado de 2003 (sin narrador) en el Festival de Lucerna y es que parece casi otra obra.
Así que Furtwängler fue, a mi juicio, la verdadera directora del conjunto, pues fue ella la que marcó las líneas de fuego de la obra y se hizo cargo de sus intensidades.
Claro que fue un buen concierto, pese a mis letras críticas. Claro que son obras con pocos referentes, que es una valentía enfrentarse a ellas. Pero no bastan solo las buenas intenciones. Quizá este tipo de conciertos a medio gas deberían servir para preguntarnos cuál es el sentido de seguir haciendo conciertos hoy, que tenemos acceso a todo tipo de plataformas con excelentes versiones de todo. No se trata de crear fuegos de artificio para convencer, sino de no quedarse en la superficie de las obras. La fama ya está hecha, ahora hay que legitimarla. Si no, a la luz de la media de edad presente en los conciertos de música clásica, en menos de medio siglo quedará poco público que esté dispuesto a pagar por conciertos que no ofrezcan algo más, donde interpretar obras de autores muertos signifique darle vida cada vez a sus esquinas secretas, y no tocar de forma intachable pero sin aliento unas notas escritas en un papel petrificado.
La tercera y cuarta de las grandes citas del MaerzMusik tuvo como protagonista a Terre Thaemlitz, un artista multidisciplinar y defensor y divulgador del pensamiento y la praxis queer. El pasado 19 de noviembre presentó, junto al ensemble zeitkratzer el «estreno» de su pieza Deproduction, dividida en dos partes: la primera, titulada “Names Have Been Changed” y la segunda “Admit It’s Killing You (And Leave)”.
Aunque, aparentemente, no mantenían relación entre ellas a nivel construccivo, supuestamente se relacionaban porque ambas ponían en cuestión formas de vida (y tiempo) heteronormativas. Pongamos en juego tal punto de partida. La primera parte consistía, básicamente, en una representación sonora de un muelle durante un día completo. Quizá hay otra explicación u otra interpretación posible, pero los recursos sonoros y lumínicos no daban lugar a dudas. El contrabajo, los cellos y el viento (dos trompas, un trombón y un clarinete) creaban el efecto del mar. La cuerda con un motivo repetido constantemente, que sugería –haciendo referencia a la tradición– al vaivén de las olas. El viento, por su parte, creaba el colchón armónico que obedece al continuo sonoro de un paisaje similar. El pianista, con objetos, imitaba el sonido de las gaviotas y otros seres, así como esa indeterminación del barullo de un muelle, a la que se sumaba la percusión. La electrónica era casi anecdótica, pese a lo prometedor del inicio, que parecía que iba a incidir de alguna forma en el decurso temporal de la pieza. El propio Thaemlitz, junto al percusionista y una de las chelistas, sugería con un texto ininteligible de los trabajadores y transeúntes. A veces gritaban, a veces se reían, a veces parecían borrachos sobreviviendo al día. ¿Será la crítica al tiempo heteronormativo ese paso del tiempo sin más, donde hay un elemento y que pasa pese a nosotros, como el movimiento de las olas –o de la naturaleza en general– frente a la variabilidad y vulnerabilidad de los habitantes de paso? Quién sabe. Pero a nivel sonoro la cuestión era mucho más cercana a lo que hacían los impresionistas fascinados por la modificación que la luz provoca en las formas, que pintaban obsesivamente una y otra vez algún edificio, que con una reflexión política. Y, sí hay que ponérsela como una costra, es que quizá la obra no había logrado su objetivo.
La segunda parte comenzaba con una frase que se repetía en toda la pieza como una letanía, a saber “„So these people are very religious / And then apparently, they’re very anti-gay / Excuse me, they’re very pro traditional family / Which is under attack by gay people just being around / Hahahaha”. Esta frase viene de una burla que el cómico Paul F. Thomson llevó a cabo cuando, en 2011, se debatía en Estados Unidos sobre el matrimonio gay. Una empresa de comida rápida, un equivalente de McDonald’s, donó miles de dólares apra apoyar una campaña anti-LGTB. Por eso, Thomson señaló que «[Chick-fil-A are] apparently very anti-gay. Excuse me: they’re very pro-traditional family. Which is under attack by gay people just being around. Like, just the idea of them is corrupting families, where they’re like, ‘Wait, there’s another way!?’ And then [the] families break apart”. Thaemlitz se ha posicionado en numerosas veces en contra de la familia, de los niños y, en términos generales, del amor llamado “amor romántico”. Su postura personal se sitúa cercana a la pansexualidad. Considera que la mayoría de las situaciones de violencia y dominio vienen justificadas por el amor, que establece relaciones de poder tóxicas. Así lo manifestó en la introducción de su Lovebomb (2003), de la que luego hablaré:
“Un elemento clave del amor es la justificación de la violencia. Es un hecho que la mayoría de la violencia proviene de personas que conocemos. Internalizamos la relación familiar incapaces de explicar el amor que une. […] Pregúntese, ¿de qué manera las relaciones sociales de «familia» o entre «amantes» facilitan comportamientos que son inaceptables en otros entornos? Ciertas relaciones sociales presuponen la presencia del amor, y es ese amor el que nos permite pasar por alto las opresiones de los vecinos agradables que golpean a sus cónyuges, los padres que golpean a sus hijos o los sacerdotes que molestan a sus congregaciones. Al final, el amor postindustrial es solo otro dispositivo ideológico que facilita una división entre el espacio «público» y el «privado», y es cómplice de la base de esa división en la desigualdad y la exclusión. El proceso mismo de encontrar un compañero no es tanto una búsqueda de la persona correcta como una exclusión de las multitudes”.
[Mi traducción]
La segunda parte, por tanto, era más amable con la propuesta que prometía la descripción de la pieza, como crítica con el sistema heteronormativo y, en concreto, a la derivación del tiempo a partir de él (como la constitución de una linealidad donde uno de sus puntos álgidos es la familia o donde se nos puede «pasar el arroz»). El texto era claro y comprensible durante casi toda la pieza, algo que lo convertía en un elemento rítmico. A nivel musical, fue muchísimo más rica que la primera parte. Mientras que la primera quedaba atada a ese continuo imitar de las olas yendo y viniendo, la segunda parte fue explorando las posibilidades que da la aparente neutralidad de decir un texto tan cargado políticamente con un tono neutral y terminarlo con una risa forzada. Su trabajo de distensión y creación de tensión, con algunos momentos muy sobresalientes, puso en entredicho el resto de sus obras programadas en el festival por una sencilla cuestión: ¿es el arte explícitamente político más potente y más efectivo que en el que aparentemente no tiene pretensión política o que no lo declara? Lovebomb, al lado de esta pieza, resultaba ñoña, naïf, y solo apta para aquellos que van a un concierto y quieren salir con la conciencia tranquila de que no están cediendo al gusto burgués. Con una técnica de collage pobre y una imagen que recurría a la provocación fácil, es una obra que, simplemente, ha envejecido mal. Más que revolver consciencias, esta obra hace un flaco favor a otros artistas trabajando muy seriamente en arte político no reducible a eslogan y pantomima.
[Off the record: eso de que deproduction es un estreno, como se prometía en la programación, es simplemente falso. Se estrenó en 2017 en ladocumenta 14, un festival que estuvo lleno de contradicciones por su dudoso trato a los espacios griegos destinados a refugiados y la exotización de los mismos, así por proponer –lo sé de primera mano– unas condiciones extremadamente precarias a sus trabajadores].
A los hípsters les va, claramente, la música contemporánea. Es cool ir a un concierto “cultureta” (he leído por ahí también cooltureta) y tomarse una cervecita hablando de las obras completas de William Faulkner, como en Amanece que no es poco. Por eso, con Thaemlitz se tranquilizan porque supuestamente ven arte político y no se dedican solo al hedonismo. Los hipsters se entusiasmaron con la computer music de Mark Fell que siguió el 19 de marzo a Deproduction. Llegó al escenario con su mochila, la dejó a un lado de la mesa, presentó su pieza mientras trabajadores recogían los instrumentos y cacharros usados por zeitkratzer y se fue, no vaya a ser acusado de repetir los usos de los conciertos tradicionales. Pero su propuesta era pobre y limitada: motivos eran variados rítmicamente de una forma bastante previsible tras un par de secciones que se iban sucediendo. El sonido atronador y la falta de trabajo en otros parámetros, como la dinámica o el timbre, llevaban a una obra plana, muy por debajo de las propuestas de drone y otros géneros que parten del trabajo con ordenador. Él promete en varios lugares que propone una temporalidad «post-husserliana» (sea eso lo que sea, no lo tengo muy claro y él tampoco lo aclara, ¡cómo no sabe la gente lo que es la temporalidad post-husserliana!) -creo que no se mete en el jardín de la fenomenología por prudencia- y el trabajo cíclico. Lo cierto es que, en términos estrictamente sonora, su propuesta se reduce a microvariación de ritmos desplazando el acento de su patrón rítmico. Y ya está. Por tanto, lo que sugiero es que no hay que tener miedo de ser algo menos cool si se quiere explorar la escena verdaderamente transgresora e interesante de la contemporánea: pero entiendo que están en juego otras cosas, como garantizar público joven.
A Lovebomb, que se puedo escuchar el pasado 21, le precedieron dos obras de Ashley Fure, de la que ya hemos hablado aquí, interpretadas por el Sonar Quartet. Anima (2016/2017) es una obra para cuarteto extendido con el uso de transductores. La idea de fondo es similar a la que trabajan otros compositores (¡e incluso teóricos!) sobre el materialismo sonoro. Pienso, por ejemplo, en Frec 3 de Hèctor Parra, donde se centra en la fricción y en el rozamiento para generar la sonoridad, en contacto directo con el material y las diferentes cualidades que puede generar, solamente audibles mediante unos micrófonos que reproducen lo que permanece oculto al oído en una escucha habitual. Sin embargo, en Anima había más buena intención que una obra redonda, en la medida en que no se logra el diálogo entre las voces, y queda más bien la sensación de una construcción por bloques. Lo que sí creo que es potentísimo es el carácter coreográfico de la pieza, especialmente destacado en los violines. Quizá la mejor pieza de la noche y, junto al Prelude to the Holy Presence of Jan d’Arc de Eastman que comenté aquí, de las mejores del festival, fue Wire and Wool, para cello solo y electrónica en vivo. Un epicentro, representado por el cello, era rodeado desde múltiples perspectivas y recursos por la electrónica, creándose una complicidad entre ambos elementos rica en texturas y colores, una línea de trabajo que habrá que seguir de cerca en la joven compositora.
Este MaerzMusik rezuma mala conciencia, no sé muy bien porqué. Pienso, y pensaba allí constantemente, en aquel verso de Brecht (de su “A los hombres futuros”), en el que reza “ ¿Qué tiempos son éstos, en que es casi un crimen hablar de los árboles porque equivale a callar sobre tantas maldades?”. Nos hemos confundido. Hemos olvidado que hablar de los árboles, en ciertos momentos, puede ser un acto político. Hablar del tiempo, también, sin necesariamente cifrarlo desde un posicionamiento explícitamente político. En una época en la que se exige que toda creación humana tenga un rendimiento y una función, el empeño de algunas propuestas artísticas de mostrar otras experiencias posibles, de dar herramientas para pensar desde focos alternativos a aquellos ofrecidos por el conocimiento cotidiano y desvelar heridas sociales es ya una posición política. No hace falta curarse en salud. El tiempo, dividido entre el de ocio y el productivo, hace tiempo que pasó a ser una cuestión del capital. Es fundamental arrebatárselo desde su cuestionamiento. Que el MaerzMusik no lo olvide, que no se enmascare, que no deje de ser lo que prometía ser. Ahí está su resistencia.