Decepcionante cierre del ciclo Sampler Sèries y del Sonar en L’Auditori

Decepcionante cierre del ciclo Sampler Sèries y del Sonar en L’Auditori

El pasado 18 de junio se cerraba conjuntamente esta edición del ciclo Sampler Sèries y del Sonar. Ya el año pasado hubo esta unión entre el público fijo del Sampler y los abonados al Sónar (aunque no todas las modalidades del pase incluían el concierto en L’Auditori). Y, al igual que el año pasado con Become Ocean de Luther Adams, claramente la selección del programa tenía una intención de atraer a un público poco acostumbrado, en general, a pisar L’Auditori y, en particular, conciertos de música contemporánea, por más que el Sónar se subtitule como “festival de música avanzada”. Lo que sucede aquí es una cuestión de marketing que habría que considerar con calma. En cualquier caso, el resultado fue un concierto anodino y con muchas carencias. La primera, las dos piezas de Nico Muhly, Quiet Music y Four studies for keyboard and two violins, dos obras que toman el lado más cursi del minimalismo (aunque Muhly denuncie una y otra vez que en él no caben etiquetas). Quiet music es una obra esquelética que solo a duras penas intenta crear rupturas en un discurso plano de acordes con escaso interés, interpretada por el propio Muhly con muy poca direccionalidad. Four studies for keyboard and two violins es, salvo el segundo movimiento, una obra que se queda con lo peor del romanticismo: frases sencillas que conectan fácilmente con el mundo emocional del oyente con alguna disonancia para crear la ficción de que la música, como dice Jacques Attali, debe tranquilizar el caos previamente creado por ella misma. Fue interpretado con una afinación poco precisa para las exigencias de la partitura y un vibrato excesivo innecesario. El teclado, con un volumen por debajo de los dos violines, disminuyó aún más su presencia hasta lo anecdótico. En la misma línea, escuchamos New Piece for Ayumi de Richard Reed Parry, sobre la que la violinista explicó que es una obra sin tempo fijo. El tempo viene dado por la respiración de algún asistente voluntario. Fue seleccionado un hombre de la primera fila que marcaba con su mano la cadencia de sus pulmones. Aparte de que Ayumi Paul no fue,muy exigente con la precisión siguiendo la mano del oyente, la pieza carecía de interés alguno a nivel musical, pudiendo pasar perfectamente por el esbozo de una obra futura. Paul mostró dificultades para afinar las partes más agudas y prácticamente el trabajo dinámico no estuvo presente en la pieza. Electric Counterpoint for electric guitar and tape, de Steve Reich, es una pieza que, pese a sacarle entre 25 y 30 años a las que componían en programa, demostró a mitad del concierto que lo moderno no es una cuestión cronológica. Aart Strootman no terminó de sentirse cómodo, aunque tuvo buenos momentos. La exigencia rítmica le hizo dejar de lado otros elementos, como la dinámica -algo fundamental en la versión de Mats Bergström y que permite el juego de lo mecánico y lo orgánico. Por último, cerró Death Speaks de David Lang. Esta obra intenta unir el mundo indie con el uso de la voz no impostada con el de la clásica. Se supone, además, que se inspira en los Lieder de Schubert que, en su mayoría de una forma u otra, tratan de la muerte. El resultado de la pieza es, en general, una demostración del horror vacui, pues la voz se mantiene y llena todo el espacio sonoro, algo cuestionable a nivel constructivo, pues no permite que la obra respire. Además, la interpretación resultó muy plana a nivel dinámico y hubo muy poca conexión entre los músicos, pese a formar parte de una banda estable, stargaze.

Hay dos cosas que creo que se encuentran detrás de esta programación. Por un lado, la necesaria reflexión de los compositores que deciden componer con los recursos de la tonalidad  como si nada hubiera pasado. No se trata aquí de caer en el tópico del fankfurtiano Adorno -y trágicamente mal traducido- de que ya no se puede hacer poesía después de Auschwitz. La mayoría de los compositores que trabajan con los recursos de Muhly, donde también -aunque en otra liga- puede estar Glass o Nyman, tienen como herramienta teórica cosas como que, en un mundo donde lo que prima es la fealdad, la música tiene que conseguir la ardua tarea de recomponer la belleza sonora. El problema es que la fina línea entre lo bello y lo cursi o lo manido en los asuntos musicales suele ser muy fina. La tonalidad ha quedado dañada desde que en la vanguardia se pusieron en jaque mate sus cimientos, y esta música solo remarca sus fisuras. Por otro lado, estas obras que intentan unir lazos con la música popular urbana, como dicen los musicólogos, tienen el peligro de no estar ni en un lado ni en otro. Pero no por decisión propia, sino porque no hay fuerza en el trabajo compositivo. Algunas obras que no tienen tantas pretensiones del mundo del rock han sabido hacerlo hace décadas, sin intención de parecerse a nada, sino mostrando  en sí mismas cómo muchas de las propuestas del mundo académico y del popular (la verdad es que no encuentro categorías mejores) ya se tocan. Solo hay que pensar en la electrónica o en el noise. Creo que esta colaboración entre el Sonar y el Sampler Sèries, que hace que se llenen las salas de L’Auditori destinadas habitualmente al Sampler, tiene que replantearse ser menos amable con el público del Sónar y arriesgarse con el programa que suele caracterizar el interés de los que somos fieles a las citas del Sampler. En esta propuesta se perdió algo de lo mejor de lo que suele ofrecer Sampler Sèries: no dejar a nadie indiferente, hacer que el oyente salga de los conciertos con muchas preguntas y su compromiso con las nuevas propuestas más rompedoras.

Sampler Sèries en la Fundación Joan Miró: Castellarnau, Parra, Rappoport y Santcovsky con CrossingLines

Sampler Sèries en la Fundación Joan Miró: Castellarnau, Parra, Rappoport y Santcovsky con CrossingLines

Junio se abría con una sesión de Sampler Sèries en la Fundación Miró, que acogía tres estrenos y la recuperación de una obra dedicada a los intérpretes de la noche, Crossing Lines. El concierto se abrió con Trio i Aurora del jovencísimo (lo enfatizo porque es de mi edad, ¡qué remedio!) Fabià Santcovsky. El peso de la obra recayó completamente sobre el clarinete, enmarcado por la percusión y el piano. En general, el trabajo melódico estaba basado en dos planos: por un lado, una construcción sinuosa y serpenteantetécnicamente marcada por unos exigentes multifónicos (es decir, hacer sonar dos notas simultáneamente)  del clarinete bastante bien resueltos; y, por otro, en melodías tartamudas, como una suerte de balbuceos, que quedaban en manos del piano y la percusión. Eso generaba un punto de introversión en la melodía del clarinete, frente a la exterioridad del piano y la percusión. Esta tensión entre caracteres estuvo bien lograda en el primer movimiento (Aurora), fue más forzada en el segundo (Trio). La delicadeza inicial con la que se construyó los dos planos melódicos se desvaneció en el segundo movimiento, con planos excesivamente bruscos en el clarinete.

Fixacions II, de Carles de Castellarnau, fue una de las grandes sorpresas de la noche, aunque se trata de una obra compuesta para CrossingLines hace cinco años, cuando el ensemble comenzaba a despuntar. Es una pieza con un trabajo micrológico de la percusión, construida de forma fragmentaria. La fijación que da título a la pieza habla de un doble gesto de su concepción: por un lado, porque parece el material, al ser tan pequeño, está fijo y, por otro, porque la precisión rítmica parece que hay un pulso permanente, que es fijo. Lo interesante y potente de la obra es que ambos gestos hacen que se cierre sobre sí misma, con un carácter irónico, como el que sabe que en realidad no hay nada fijo, y que todo lo que se presenta como tal o es una mentira o una burla. Fue especialmente brillante el papel de Feliu Ribera, en la percusión, que llevaba al mismo tiempo el peso de la pieza pero también su dirección.

Oliver Rappopport presentó su obra de estreno Blue II, una pieza que crecía poco a poco, cuyos elementos constructivos era, a là Kandinsky, el paso del punto a lo lineal y las vueltas esporádicas a lo puntillista. Había dos planos que a veces no llegaban a dialogar del todo, el del piano y la percusión, con un carácter violento, y el de los vientos, con un talante más delicado. También por bloques aparecía la forma de la pieza, que exigía la renuncia a lo orgánico. Para conseguir este efecto de contrastes, los miembros del ensemble demostraron su absoluta atención y sensibilidad por el trabajo del control de la tensión y del nervio interior de la obra.

El concierto finalizó con el estreno de una obra para no olvidar: Cells 2, de Hèctor Parra. La melodía del piano, magistralmente interpretada por Neus Estarellas, estaba siempre presente, como una suerte de fantasía, recordaba a un lenguaje pasado, pero al mismo tiempo reconvertido, pues nada puede volver como si no hubiera pasado nada desde su desaparición. El piano era portador de lo olvidado, como si viniera de muy lejos. Pensaba a menudo en aquello que Walter Benjamin (quizá la conexión entre Parra y Benjamin sea un terreno por explorar para valientes) nos contaba, que “las obras de arte pueden compartir con determinados hechos naturales [que] esta presencia, que sería lo cercano en ella, lo familiar, revela ser sólo la apariencia consoladora que ha adquirido lo lejano, lo extraordinario” . En contraste, la percusión tenía un carácter primitivo, muy corporal e irracional, como eso que intentó hacer incansablemente el primer Stravinsky pero sin la mística cultural. El resto del trabajo melódico se caracterizó por la radicalidad en las tesituras (algo especialmente brillante en la flauta, interpretada por Laia Bobi), que creaban un marco de tensión creciente con esa lejanía cercana del piano, es decir, entre lo salvaje y lo intimista (quizá como se ha tenido que volver el ser humano desde que el siglo XX le contara que el progreso prometido no iba a llegar nunca).

Hits y universos: Sampler Sèries en el Arts Santa Mònica

Hits y universos: Sampler Sèries en el Arts Santa Mònica

El ciclo Sampler Sèries afinazó los lazos entre L’Auditori  y Arts Santa Mònica con un concierto doble de Nou Ensemble y  Frames Percussion, que cerraba el dúo de Axel Dörner y Ramon Prats. La primera parte, de la que se encargaban los integrantes de Nou Ensemble Myriam García Fidalgo, al violoncello, José Pablo Polo, a la guitarra al David Romero-Pascual clarinete bajo y Carlota Cáceres percusión, consistía en una revisión de hits  y grabaciones de música pop más o menos explícita.

La primera de la obras era Ritual I :: Commitment :: BiiM de Jessie Marino (1984). Era una obra de extrema sencillez constructiva, apenas el diálogo entre el tambor y la luz que sale del propio cuerpo del tambor. Al principio, la luz y el sonido convergían, pero poco a poco iban separándose sus caminos, hasta que en la que sería su tercera parte la luz llega a adelantar la emisión sonora. La segunda, aún no nombrada, consistía en la reproducción de un éxito -para mí irreconocible- pero que bien podrían ser los Backstreet Boys o los  N’sync. Aunque la interpretación fue tan aséptica como parece que exige la obra, su delgadez y esquelética construcción no prometía mucho más que lo que allí se expuso.

La siguiente obra del programa, de Camilo Méndez San Juan (1982) fue Volpi/Formentera, donde se exploró en micropiezas las sonoridades de guitarra eléctrica y el clarinete bajo. La fricción de las cuerdas de la guitarra era imitado por el clarinete bajo, que terminó atrayendo gran parte de la atención precisamente por el abandono de su habitual sonoridad. La construcción estaba basada, fundamentalmente en el juego entre la continuidad del plano sonora y pequeñas incursiones en él. Excelente trabajo el del dúo entre Polo y Romero-Pascual, con gran atención a las micromodificaciones del color.

La tercera pieza fue el estreno absoluto de Alberto Bernal (1978), con Ritratto senza voce – Billie Holiday. La obra consistía en el trabajo tímbrico de diferentes instrumentos de percusión en un acelerando creciente. Mientras se proyectaba la imagen de Billy Holiday y en grandes letras el texto de “Strange fruit”, el himno contra la violencia hacia los negros. Musicalmente, fue la obra más interesante de esta parte del concierto, con un excelente trabajo de la conservación de la tensión con el mantenimiento del pulso y el trabajo de aprovechamiento de las resonancias de los cencerros. Sin embargo, no se logró un verdadero diálogo con la imagen de Holiday y los discursos del visual y de lo sonoro no llegaron a converger.

También de estreno se vistió Germán Alonso (1984) con Ever get the feeling you’ve been cheated?, que es una obra que trabaja el popurrí desde su inicio con la marcha imperial de Star Wars y electrónica que imitaban sonoridades típicas del heavy metal. El trabajo con los instrumentos tradicionales fue tipo efectista y no terminaban de conseguir establecer relaciones fructíferas entre ellos. La electrónica (a medio camino entre Masonna y el trabajo vocal de “it’s gonna rain” de Steve Reich, por ejemplo) que irrumpía en la obra solo dialogó en sentido enfático con el clarinete bajo, acaso la voz más lograda.

El refrito entre pop y “música académica” llegó con Born to be wild de David Lang (1957) (y Steppenwolf) que más que una obra en sentido estricto se trató de un arreglo del famoso temazo que llenó de sonrisas a nostálgicos y a mí me hizo sospechar -como me pasa a menudo- de que no debo ser tan nostálgica como se esperaba, pues me pareció predecible y sin especial gracia, pese al esfuerzo de Cáceres en su interpretación de hacer de aquello algo interesante. Carolyn Chen (1983) presentó su Adagio, una obra que abre grandes preguntas teóricas. Se trata de una negación de la escucha al público, Los tres intérpretes-performers escuchan a Bruckner en unos cascos y gesticulan lo que se supone que exige lo sonoro. La tutela de la escucha que les impone y la reducción de lo que pasa en los auriculares a sus rostros que gesticulan siguiendo estereotipos son los dos rasgos que definen esta propuesta, aunque precisamente la estereotipia limita sus posibilidades: no termina de ser radical y cae en la posible identificación entre lo que suena y un cierto afecto que se transmite. Nadie sonríe de forma tan exagerada escuchando música.

Gagliarda, de Francescoo Filidei (1973), el cello se convertía en un instrumento de percusión. Lástima que no lo radicalizase: los momentos de frotación del arco parecían sacados de otro mundo. Esta primera parte se cerró con 1,2. 1,2,3,4 de Gavin Bryars, en la que cada intérprete, con sus cascos, iba tocando fragmentos de hits de Mozart, Juan Luis Guerra, The Beatles o el clásico de “Las mañanitas”. Se trataba de una visita a Europeras 3&4 de Cage en versión cuarteto, donde lo interesante es la ausencia de relación entre intérpretes y construcción musical.

La segunda parte estuvo dominada por completo por Le noir de l’etoile, de Gerard Grisey, (1946-1998) que se tocaba por primera vez en Barcelona. Los integrantes de Frames percussion, que se colocaron creando un semicírculo en el que el público quedaba en el centro, dieron cuenta de una delicada interpretación, haciendo gala de un gran trabajo de contención de las fuerzas dinámicas y de plasticidad del tempo. Esta obra cuestiona algo que está en el corazón mismo de la filosofía y de la música (que se separaron de forma violenta en el Renacimiento), a saber, cómo suena el universo. Aristóteles nos contaba que el universo eran unas esferas que estaban en contacto entre sí y que, al rozarse, emitían un sonido. Era la armonía de las esferas. El de Grisey es un universo lleno de luces e intrigas, que vuelve a esa pregunta que se hacían los griegos al mirar al cielo y nos la devuelve a los oyentes, que abandonamos la sala deseando que algo del universo que nos acompaña sonase, de alguna forma, como Grisey propone.

El cuarteto y la herida: Posadas, Parra y Haas en Sampler Sèries

El cuarteto y la herida: Posadas, Parra y Haas en Sampler Sèries

El Elogio de la sombra (2012), de Alberto Posadas, es la obra que abría el concierto del Cuarteto Diotima del pasado 6 de abril en L’Auditori de Barcelona, dentro del ciclo Sampler Sèries en colaboración con el Festival Mixtur. Es una obra basada en unos versos de J. A. Valente y, presuntamente, explora las posibilidades plásticas y materiales de la sombra: como superficie, como resto, como marca, como creadora de espacio, etc. A nivel sonoro, encontramos un trabajo minucioso del carácter constructivo del efecto, con especial hincapié en el glissando. A nivel interpretativo, el cuarteto se concentró en un equilibrio absolutamente milimétrico de cada plano sonoro, demostrando así su dominio de lo camerístico y de las dinámicas. La tensión se dirigió al pianíssimo del último tercio, donde los instrumentos son insonorizados; y al final, con el solo de cello, que mostraba la absoluta fragilidad de todo lo construido anteriormente. La obra, según la interpretación de Diotima, quedaba articulada entonces en cuatro grandes bloques dinámicos contrastantes. Siempre tengo mis dudas con que aquello programático que el propio Posadas sugiere que se esconde tras sus obras se escuche, es decir, no sé si en este caso (como me sucede con obras como las del ciclo basado en las pirámides de Egipto) allí había sombras o no, mucho menos la rimbombante promesa del programa de mano (firmado por Vicent Minguet), que rezaba: «Posadas treballa amb un univers sonor que també és una metàfora de la realitat: el filtratge com a sinònim del difuminat, l’espectre acústic desmarxat com a metàfora de l’ombra. Assistim així a la travessia que la memòria recorre des del foc fins a la cendra, de la llum fins a l’ombra. L’elogi, el trobem en la dissolució de les formes, productes efímers de la memòria, i es palesa a través de la repetició difuminada dels gestos». Pero sí que, no sé si a colación de las sombras o no, en general -y de ello se ocuparon los intérpretes- uno de los puntos fundamentales era la paulatina modificación de las células y su extensión por todas las voces, entendidas en este caso como color.

Leaves of reality (2006-2007), una obra de juventud del aún joven y reciente ganador del Premio Nacional de Cultural que otorga el Consejo Nacional de Cultura Hèctor Parra -su primer cuarteto- son miniaturas enmarcadas por el silencio. El hilo conductor en todas ellas es el contraste entre el tenuto de alguna de las voces en contraste con la panoplia sonora del resto. Esta panoplia estaba marcada por los sforzandi. La versión del Cuarteto Diotima fue más dulce que la del Cuarteto Arditti, que se encargó de su grabación en 2007. En Leaves of reality ya se muestra, de una forma más inmediata que en obras posteriores, el interés de Parra por lo matérico. A diferencia de la pieza de Posadas, construida mediante grandes planos sonoros, mediante esos bloques de dinámicas que comentábamos, en esta obra Parra trabaja en y desde lo pequeño, tanto por esa subdivisión silenciosa entre piezas y como por la puntillista construcción melódica. En contraste con lo que el nombre sugiere, no sé si se colaba aquí la realidad o, por el contrario, mundos posibles que, de pronto, irrumpen en lo real, lo inundan con su sonido y vuelven a desaparecer, desbaratando la presunta tranquilidad sonora cotidiana. Más que a «la fragmentació del jo davant la urgència que sentim enfront de l’inabastable o l’extrema paradoxa de la plenitud que provoquen determinats estats fugaços», como sugiere Vicent Minguet, esta pieza me parece que apunta a eso que Walter Benjamin exigía de la filosofía, ser capaz de filosofar desde los posos del té. La música de Parra vibra desde eso pequeño, minúsculo, que pasa desapercibido, pero que unido posee una fuerza arrolladora que solo a duras penas, mutilado, puede calmar el silencio.

El concierto finalizó con el Cuarteto n. 7 de Georg Friedrich Haas, uno de los recuperadores fundamentales del cuarteto de cuerdas de los últimos años (2011). Este cuarteto se basa en una revisión crítica de lo consonante. El trabajo con glissandi era, en realidad, micromodulaciones del sonido que, casi de forma casual, alcanzaban sonoridades que -tradicionalmente- se han considerado como consonantes. ¿Se puede aún hablar de que algo es consonante en un contexto tal de micromodulaciones de lo sonoro? Si algo es tema en este cuarteto, es de la fragilidad de lo que se asume como consonante. El Cuarteto Diotima se concentró en dos aspectos. Por un lado, remarcar la irrupción de lo forte  como elemento de interpelación, como intervención sobre capas más o menos estables, algo que rompía con las lógicas del continuum melódico que prometía la concentración en los glissandi. Y, por otro, su posición fue de oposición frente a la electrónica, como si ésta usurpase, de alguna manera, el legítimo -y diminuto frente a lo tecnológico- de lo humano. Por terminar de glosar las notas de Vicent Minguet, en las que señala que « l’austríac Georg Friedrich Haas tenia clar des del primer momento que els dotze semitons temperats no eren una eina suficient per expressar amb exactitud els matisos finíssims que la música ha de suscitar en l’ànima humana. D’aquesta manera, l’equilibri entre raó i emoció, entre la llibertat expressiva i el càlcul de l’espectre sonor, deixa lloc a una música que, en el cas del Quartet de corda núm. 7, troba en l’electrònica una projecció i una integració perfectes», creo que es fundamental aclarar dos cosas: que ya no estamos -aunque parezca una perogrullada- ni en el siglo XVIII ni en el XIX como para seguir hablando de que la música debe o no suscitar nada en el “alma” humana y, sobre todo, que precisamente lo que muestra Haas es el rastro de una herida: de la que adolece toda la música desde el derrumbe de la tonalidad, en la que toda composición es siempre una afrenta contra la técnica, lo tecnológico, lo formal y el sentido. No hay “integración perfecta” si se trata de música, como la de Haas, que aún tenga cosas que decir.

El club Monteverdi abre sus puertas

El club Monteverdi abre sus puertas

Hay una pregunta que recorre, como un fantasma, las consciencias de todos los programadores de música y, también a los gerentes orquestas y salas de música -clásica: ¿cómo hacer para atraer “nuevos públicos” -sea lo que sea eso- y cómo motivar a la gente joven a que escuche este repertorio? Muchos, en los últimos años, apuestan por la moficiación de formatos: renovarse o morir.

Y en este contexto cabría entender la atrevidísima propuesta de Vox Harmónica que presentaban el pasado 12 de marzo en el Teatro Maldá, el “Cabaret Monteverdi”. Teniendo como hilo conductor un bar de copas y cocktails, los perfiles de tinder o gayromeo como nuevas formas de ligoteo y mucho desparpajo, el sexteto nos ofreció una nueva imagen de Monteverdi. O, quizá, no es nueva en absoluto, sino que hace que el trasfondo de la música de Monteverdi de repente nos siga diciendo cosas a nuestra época. La creencia de que su música es algo “bonito”, “relajante”, etc. le hace un flaco favor a la potencia de la descripción -con sus medios- de la sensualidad, el complejísimo mundo emocional y el amor no necesariamente puro e impoluto, sino atravesado por la carne. Ariadna, Orfeo, Neptuno o Euridice eran, de repente, perfiles de redes sociales de ligoteo y exploraban sus personalidades a través de la música. Se tocaban, se seducían, exploraban su deseo. Y funcionaba maravillosamente bien. Por ejemplo, el Puor ti miro, uno de los hits de Monteverdi -donde el “sí, sí, sí” no es, precisamente, algo casto, sino con mucha probabilidad la expresión del orgasmo-, que casi siempre es cantado como una especie de balada renacentista, aquí se tomó en serio ese lado carnal de la música, a veces en exceso espiritualizada y alejada de su origen, que es lo más terrenal. Es, desde luego, un Monteverdi más fiel que algunas de las versiones más mojigatas del asunto -se nos olvida, muchas veces, que la moral tan rígida en materia amorosa es algo posterior y, especialmente, marcada por nuestro concepto de amor romántico decimonónico- pero no apto para aquellos que esperan un concierto de gente seria y vestidos con frac. Aquí, Monteverdi se canta en vaqueros y con pinta de hipster. Porque es la forma de hacer que la música -en general- no quede como algo petrificado, como algo muerto, sino que tenga algo que decir al presente. Por eso, para los más escépticos: no, no hubo una banalización de Monteverdi. Más bien todo lo contrario. Su gesto de irreverencia, quizá, de con la clave de lo que esconde su música y la protege, precisamente, de aquellos que se creen guardianes de lo que ella tiene de falsamente inmaculado.

Y todo esto, sin perder un ápice de calidad musical. Vox Harmónica lo formaban, para este proyecto, Anaïs Oliveras, soprano, Eulàlia Fantova, mezzosoprano, Mariona Llobera, alto, Carles Prat, tenor, Antonio Fajardo, bajo y Edwin García, tiorba. Destaco, especialmente, el trabajo de Anaïs Oliverdas, con un vibrato delicadísimo y una deliciosa conducción de voces; y la labor de Antonio Fajardo, que demostró grandes dotes para el teatro que, unida a su potencia vocal, hacían de sus personajes algo hipnótico

Esta propuesta es un revulsivo. No sólo revisa la música de Monteverdi, sino que hace una pregunta para todos los que estamos en el mundo de la música sobre la dirección que deben tomar los conciertos. Los músicos interactuaban con el público, invitaban a una copa de cava al empezar -para hacernos sentir dentro del ambiente del bar donde sucedía la escena-, reían, bailaban: se divertían tanto que nos lo transmitieron y tuvieron a todo el público sonriendo de principio a fin. Esto de sonreír en un concierto es algo que se nos olvida a veces en los entornos habituales de clásica, donde parece que el músico, como un funcionario de turno, va, toca y se va, tratando en la medida de lo posible de darle a aquello un hálito de seriedad suprema que siga alimentando la idea de que la música clásica es complejísima, dificilísima, y que sólo se abre para algunos agraciados -algo que no siempre coincide con los que pueden pagar la entrada-.

¡Aire fresco, eso es lo que ha traído el Club Monteverdi al abrir sus puertas! ¡Chin chin!