por Rubén Fausto Murillo | Dic 30, 2019 | Críticas, Música |
Seguramente la monumentalidad y el constante bordear los límites, son dos de las características de la celebérrima Missa Solemnis que Beethoven compuso hacia el final de su vida. La Missa es una obra de una complejidad técnica inmensa, que plantea a sus intérpretes retos de los que no siempre se sale abante. Por tal motivo, durante muchos años se consideró que la pieza era imposible de interpretar tal y como la había escrito su autor y distinguidos directores como W. Furtwängler, la retiraron de su repertorio.
Nacida de una concepción muy clara por parte de Beethoven, La Missa Solemnis, busca expresar con toda la contundencia posible, su personal concepción sobre lo divino. Es por ello, una pieza no solo ambiciosa en el ámbito técnico, al punto de llevar al límite las fuerzas de los músicos que interviene en su ejecución, si no, sobretodo, emocionalmente, demanda una inmersión absoluta en su mundo espiritual. De tal inmersión, se suele regresar agotado, pues has entregado por un buen tiempo en el escenario, una parte muy importante de ti a tu auditorio. Beethoven es así: te obliga a dar hasta el último aliento de lo mejor de ti.
El pasado 11 de diciembre en el Palau de la Música, tuvimos la oportunidad de escuchar en vivo semejante monumento musical. La ejecución en este caso corrió a cargo de la Orquesta de Cadaqués y del Coro Estatal de Letonia, todos ellos, bajo la dirección de Gianandrea Noseda.
Previo a la lectura de la obra Beethoveniana, tuvimos el agradable gusto de disfrutar de un extraordinario músico, me refiero al clarinetista Martin Fröst, que acompañado por la mencionada orquesta, nos entregó una estupenda interpretación del Concierto para clarinete y orquesta en La mayor, KV 622 de W.A.Mozart. Inteligencia musical, una técnica depuradísima y un desarrolladísimo sentido del espectáculo, son unas de las muchas virtudes que lució Fröst, que lamentablemente se vio acompañado por un burocrático hacer por parte de la agrupación orquestal. Gianandrea Noseda, nos regaló con una lucida coreografía que poco o nada tenía que ver con lo que el escenario estaba sucediendo, lo que ya nos anunció a más de uno lo que estaba por venir.
La Orquesta de Cadaqués es una agrupación que se ha mantenido en gran medida por el decoro profesional de todos los músicos que la integran. Cuando se llega a un cierto nivel profesional, uno no puede menos que dar todo de sí, para que los conciertos funcionen, hay algo de amor propio, de decencia profesional, que es enormemente meritoria en cada uno de ellos. Pese a este empeño, desde los primeros compases de la Missa Solemnis, fue más que notorio que la obra apenas había sido trabajada por Noseda, pues el sonido de la orquesta estaba, si, perfectamente bien equilibrado, si, perfectamente afinado, si, perfectamente todo en su lugar, pero aquello nunca superó el nivel de una buena lectura por parte de unos músicos, que tuvieron que suplir las horas de trabajo conjunto, tirando de su enorme bagaje como profesionales, pues el sonido presentado era anodino, plano y sin cuerpo.
El Coro Estatal de Letonia, tenía más que interiorizada la obra, presentando con una absoluta solvencia tanto técnica como musical, semejante partitura. Caso distinto fue el de los solistas vocales, que lucieron muy desiguales, así el bajo Martin Humes y la mezzosoprano Olesya Petrova, mantuvieron un color vocal adecuado a la obra, luciendo mucho por sus fraseos bien resueltos y su tendencia a generar conjuntos homogéneos cuando la partitura lo reclamaba. Por el contrario, la soprano Ricarda Merbeth sonó absolutamente desfasada de la obra, mostrando una voz en exceso engolada y un vibrado totalmente fuera de estilo, que afectó mucho a su compañero, Josep Bros, que no logró en toda la velada, encontrar su lugar en la obra.
Cuando se trata de obras de semejante envergadura como la Missa Solemnis de Beethoven, presentar un concierto con pocos ensayos, algo absolutamente habitual en la actualidad, resulta en lo que pudimos escuchar el día 11 de diciembre: un coro espléndido, que tiene en su repertorio desde años la obra y que soporta el peso de la obra en su mayor parte; un cuarteto vocal desbalanceado, entre otras razones porque apenas se ha trabajado con ellos, y una orquesta, que pese a los esfuerzos de sus integrantes, que son los que logran resultados profesionales, no logran dar todo lo que podrían.
Se nos prometió el cielo, una obra que nos aproximaría a lo eterno, y nos entregaron más de lo mismo, la nada y mucha, pero mucha, vanidad. Seguimos.
por Rubén Fausto Murillo | Oct 29, 2019 | Críticas, Música |
En estos tiempos de zozobra y desazón, comprobar que las entradas para los conciertos de esta semana, dentro de la temporada regular de la OBC están casi agotadas, tiene el efecto de un milagro reconciliador. Pero ¿qué o quien es el que ha logrado semejante novedad en nuestra ahora sobresaltada vida cultural?, es fácil la respuesta y se llama Rinaldo Alessandrini.
Alessandrini es un caballero italiano de los pies a la cabeza. Inquieto y lleno de energía, nos ha visitado ya en numerosas ocasiones, tanto al frente de su grupo instrumental el Concerto italiano, como en solitario, demostrando siempre un altísimo nivel artístico en sus interpretaciones. Pese a no ser ya el jovencito que era hace 30 años, que comenzó a dejarse ver por casa nostra, ahora a sus casi 60 años, mantiene esa misma vitalidad y entusiasmo que es sello distintivo de nuestro director huésped.
El programa que nos presentó en esta ocasión al frente de la OBC, fue realmente atractivo y permite terminar de entender el éxito de asistencia que ha tenido nuestra orquesta esta semana. Tal programa inició con la famosa Sinfonía n.º 25 en sol menor, KV 183 (173dB) de W.A. Mozart concluyendo, tras una media parte, con el Stabat Mater de G. Rossini. En la parte vocal contamos con las brillantes actuaciones de la soprano catalana Marta Mathéu, la mezzosoprano noruega Marianne Beate Kielland, el joven tenor italiano Enea Scala, y completando a los solistas, el experimentado bajo italiano, Riccardo Zanellato. En la parte coral disfrutamos de la actuación del Cor Madrigal.
La sinfonía mozartina, obra ya de repertorio, escrita por el maestro salzburgués en plena adolescencia (¡¡17 escandalosos años!!), es con mucha frecuencia, considerada una pieza de sencilla ejecución; por el contrario, los contrastes dinámicos dentro de ella son constantes y requieren del intérprete una precisión rítmica que obliga a todo el conjunto orquestal a estar muy pendientes el uno de otro, y en última instancia, es precisamente el director del conjunto, el gran generador de esa comunión musical. Como era de espera, el maestro Alessandrini logró su cometido final, aunando en un todo homogéneo a una orquesta que lució un sonido compacto y muy elegante, lleno de una ligereza y de una gracia que permitió que la obra fluyera como el agua e inundara nuestros sentidos.
El plato fuerte de nuestro concierto, si me permite el símil culinario, era sin duda el Stabat mater del cisne de Pésaro. Obra ya tardía en el catálogo de Rossini y que obedece inicialmente a un encargo realizado en la ciudad de Madrid. Su destino era muy modesto de acuerdo con los planes originales de su autor y solo una concatenación de sucesos, obligaron a Rossini a trabajar en profundidad en lo que sin duda es una obra maestra dentro de la música litúrgica del siglo XIX.
Rinaldo Alessandrini presentó una lectura llena de fuerza y vigor, logrando que la OBC se aplicara profundamente a lo largo de toda la obra. Su larga experiencia como director operístico, le permitió acompañar con mucha solvencia a los cuatro solistas, dando pie a que cada uno de ellos, en sus números individuales, construyeran una línea vocal perfectamente fraseada, sin el agobio de una orquesta que los hostigase, o los llevara a errores en el decurso de su interpretación. Alessandrini es un músico de pura cepa, inteligente y muy sensible, que sabe esperar cuando toca, e intensificar cuando es conveniente.
Tanto el cuarteto vocal, como el coro, se mostraron espléndidos. Los solistas, mostraron cada uno una enorme estatura artística, y tanto en los números solistas como en los de conjunto, nos regalaron con lecturas de muy alta factura. El coro, no defraudó, mostrando un trabajo muy logrado en cada una de sus voces. La potencia y homogeneidad del sonido final, el mimo al detalle y a cada uno de los fraseos y articulaciones marcados en la partitura por el autor, son marcas distintivas de una interpretación maravillosa por parte de esta espléndida coral catalana.
Sin duda alguna, Rinaldo Alessandrini puede decir como Julio Cesar: “veni, vidi, vici” y nos alegramos de que así sea. Seguimos.
por Marina Hervás Muñoz | Mar 6, 2019 | Críticas, Música |
Celebro que una institución como la Orquesta y Coro Nacionales de España se anime a, poco a poco, abrir su programación allende el siglo XIX o, en general, allende el canon eurocéntrico, como parece que se pretendía en el concierto del pasado 1 de marzo, donde se interpretó el Concierto rumano y el Concierto de violín de Ligeti y la Sinfonía 41 de Mozart. Quizá porque aire fresco en la programación encajaría algo más con la renovada y estilosa imagen de esta temporada, que nos promete un proyecto orquestal idem. Aunque, a la hora de la verdad, la programación, salvo algunas excepciones, peca de caer en demasiados lugares comunes, como es el caso de la segunda parte de este concierto que nos ocupa. Aún dudo si hay relaciones ocultas de gran fecundidad entre esta sinfonía de Mozart y las dos piezas de Ligeti o si, como me temo, se utilizó la técnica de convencer al público más conservador con una parte del programa compuesta por un hit y la otra por “extravagancias” contemporáneas. Quizá este modelo -si mis sospechas se confirmasen- no sería necesario con un compromiso firme por la variedad y un proyecto de divulgación más ambicioso. Esto lo exijo, sobre todo, porque es una orquesta que bebe de dinero público, así que entiendo que tendría que estar, por tanto, al día con las exigencias estatales con respecto a la cultura que, entre otras cosas, pasa por entender que la educación y la formación están en la base de lo que se entiende por publicidad de la cultura. Pero ese es otro asunto. Como es la primera vez que escribo sobre la OCNE, me permito esta disquisición. Disculpen ustedes el extravío.
El programa original del concierto contaba con un estreno (Naufragios) de Jesús Rueda bajo la batuta del director principal, David Afkham, que tuvo que delegarla por motivos personales de última hora al joven director Joshua Weilerstein, que cambió a Rueda por el Concierto rumano, tan escasamente interpretado. En general, la propuesta del director norteamericano fue la de buscar un sonido efectista, que funcionó bastante bien en el Concierto, algo peor en el Concierto de violín y definitivamente fue un exceso en Mozart.
El Concert romanesc o Concierto rumano es una obra donde Ligeti, desde un lenguaje aún tonal, visita a Bartok, compositor del que definitivamente se quiere distanciar -sin conseguirlo nunca del todo- solo un par de años más tarde. Fue, a nivel interpretativo, una excelente presentación del director, que se sentía cómodo en el -aparentemente- despreocupado mundo que propone Ligeti, de lo popular no domeñado. En ese sentido, quizá faltó algo de radicalidad en el Molto vivace, donde Bartok se cruza con la reivindicación primitiva de Stravinsky. Pero no es nada fácil: la orquesta se convierte, de pronto, en un gran conjunto de cámara y Ligeti nos anticipa su interés por extraer hasta las últimas consecuencias la tímbrica de los instrumentos orquestales. No es sencillo, entonces, el paso del sonido compacto de los movimientos anteriores -pese a los solos del segundo movimiento- a la separación por capas del último. Aún así, fue una interpretación enérgica y ágil sin caer en banalidades.
Antes del inicio del Concierto, Weilerstein tuvo el detalle -muy agradecido por el público- de explicar brevemente las bondades del mismo en un perfecto español. Propuso que nos acercásemos auditivamente a él como si penetrásemos un cuadro de Pollock. Not bad. Yo lo que destaco es que, ese pequeño gesto, se plantea una cuestión compleja: la paulatina necesidad de romper la jerarquía de espacios y disposición entre el público y los músicos, en romper con el ritual casi religioso del concierto; así como la evidencia de que acercar las obras es algo que debe ser tarea de la institución, no del director. Toda la pieza estuvo marcada por una sensación de cierto desencaje entre la propuesta del solista y la de la orquesta, que estuvo a la zaga de la fuerza interpretativa de Christian Tetzlaff. Tetzlaff mantuvo una idea circular del concierto, es decir, aquellos lugares microscopios que abrió al comienzo del concierto, buscando un sonido diminuto pero clarísimo -¿quizá como mónadas, ese sonido que persiguió Anton Webern durante toda su vida?- que adquirieron todo el sentido en los últimos minutos del concierto, en la cadencia que resume buena parte de los temas que lo construyen. En lugar de explotar el sonido más extrovertido y, si me permiten la palabra, como acto de egotismo (que no erostimo, ojo), como se suele esperar de una cadencia, Tetzlaff creció a base de la acumulación de sonidos, poco a poco, saboreándolos y dándoles entidad propia. Esta circularidad constructiva quedó desangelada por una orquesta algo incómoda, especialmente en momentos clave como en el pasaje de las ocarinas o en el comienzo del último movimiento, donde las entradas tienen que ser seguras y enérgicas para que sea posible el choque de discursos que plantea Ligeti. Quizá los movimientos más conseguidos fueron los intermedios, especialmente en el viento y en la percusión, en especial la lenta construcción de la “Passacaglia” tan heterodoxa en la que consiste el cuarto movimiento. Tras un aplauso más frío de lo esperado (hubo bastante gente a mi alrededor que no aplaudía, supongo que porque aquello les parecía muy raro -algo que no es culpa del público, precisamente-), Tetzlaff ofreció la sonata para violín solo “Melodíai”, de Bartok, uno de esos regalitos del repertorio. La intimidad y delicadeza de la interpretación de Tetzlaff hizo que esa propina uno de los mejores momentos de toda la velada, a la altura de su brillante interpretación de Ligeti. Hubo un móvil de turno que, justo a punto de acabar, decidió interrumpir la atmósfera que es tan difícil de construir. Todo se rompió con aquella llamada inoportuna. Pero, afortunadamente, ya estaba casi todo dicho.
¿Cómo se escucha Mozart después de los mundos que abre Ligeti? Mis sospechas sobre el pastiche de programa se confirmaron con la interpretación de Weilerstein, que optó por un Mozart bastante cómodo. Tanto, que temía que algún fiel del concierto de Año nuevo se pusiera a aplaudir al ritmo del primer movimiento en cualquier momento. Todo lo que podría haber de grande -en términos sonoros, no personales-, de introspectivos o irónico quedó diluido en una amabilidad impostada. Todo el carácter sorpresivo (a là Haydn) del segundo y último movimiento brilló por su ausencia por un dinamismo plano y poca claridad en la dirección de las frases. Sin embargo, agradecí durante todo el concierto una frescura poco habitual en directores tan jóvenes. A Weilerstein le falte, quizá, los años que compositores como Mozart exigen para entender qué demonios buscaba con su música, siempre enigmática, pese a la aparente claridad y evidencia. Justamente, eso es lo que, desde mi punto de vista, hace que movimientos como el tercero no queden como una danza momificada, sino que se muestre el problema, cada vez más patente, del discurrir temporal que luego preocuparían seriamente a Schubert y Beethoven y que finalmente llegue a du disolución con Mahler; o que la fuga final nos haga ver como el sencillo tema inicial cambia de forma hasta lo absolutamente inesperado mediante un juego de deformaciones casi experimentales, como si de un caleidoscopio se tratase.
Notas a la notas: Me gustaría saber a qué se refiere Gonzalo Pérez Chamorro -redactor de las notas al programa- cuando dice que Ligeti es “proteína pura, su música está desprovista de toda grasa” o que “es un genio porque es único”. Deberíamos, creo, dejar de alimentar ese tipo de retratos decimonónicos de “genios” para empezar a plantearnos el reto de hablar sobre música sin divinizar a los compositores, sobre todo cuando eso hace que -como en el caso que nos ocupa-, de lo que se va a interpretar, apenas se redacten dos párrafos plagados de lugares comunes, como “el noctámbulo Adagio se asoma con personalidad, manejando con estilo propio dos trompas y efectos en eco”.
por Irene Cueto | Mar 12, 2018 | Críticas, Danza |
Este año se conmemora el 40º aniversario de la fundación de Hong Kong Ballet, una de las compañías más importantes de Asia, y están de gira por Europa. Ancient Passions x Modern Creations es la arriesgada propuesta que presentaron el 9 y 10 de marzo en el Teatro Auditorio San Lorenzo de El Escorial (Madrid) con las coreografías de Edwaard Liang, Jorma Elo y Fei Bo.
Este espectáculo se divide en tres partes con música, coreografía y diseños diferentes para Sacred Thread, Shape of Glow y Shenren Chang (La armonía entre los dioses y los hombres). Sin embargo, aunque este es el orden preestablecido, en la actuación del día 10 la estructura se cambió de manera que comenzaron por el final. ¿Cuál fue el resultado de esta variación?
El argumento de Shenren Chang trata sobre la espiritualidad. Nos introdujo de pleno en la mística oriental con la música de Wen Zi, inspirada en la música antigua guqin (un instrumento de cuerda chino de la familia de la cítara que tiene un sonido grave) que se escuchó con ostinatos, los cuidados movimientos de los bailarines y el taoísmo del yin y el yang, en el que los polos opuestos están presentes pero son complementarios. De la unión de estos surge el círculo completo en el que se funden el blanco y el negro que los representa, dando lugar a diversas tonalidades grises. La abstracción y el minimalismo estuvo muy presente en esta parte en la que los movimientos estaban (co)medidos en muchas ocasiones y se les confirió determinación a la vez que tranquilidad. Ese círculo completo también simbolizó el principio -no solo de la obra- y el final porque esta primera pieza empezó igual que acabó: las mismas posturas y en el centro la imagen de la meditación y la calma.
Después le siguió Sacred Thread (Hilo sagrado) con música de John Adams, que por la temática y la música con síncopas y contratiempos me recordó Le Sacre du Printemps (La consagración de la primavera) de Igor Stravinsky por la especial predominancia del ritmo. Y al igual que en esta obra, aquí también se trata el tema del sacrificio pero desde otra perspectiva, así como las relaciones o la libertad. La coreografía fue más atlética que la anterior pero también más cercana en cuanto a reflejar las emociones por las que iban pasando los bailarines.
Por último, Shape of Glow (Forma del resplandor) con coreografía de Jorma Elo. Fue la joya de este espectáculo con música de W. A. Mozart y Ludwig van Beethoven. Los intérpretes aparecieron uniformados de negro y azul (con diseños de Yumiko Takeshima), recordando en ocasiones a los gimnastas, en parte gracias a los espectaculares movimientos de brazos que parecen ser una de las señas de identidad de Hong Kong Ballet. Las figuras, los agrupamientos y los desplazamientos encajaban y narraban a la perfección la música, por lo que resultó ser la parte más expresiva de las tres que integran esta obra.
En cuanto a la pregunta que planteé, fue inteligente el hecho de acabar con música clásica, ya que es más cercana al público de estos días. El cambio del orden en el programa fue un acierto porque fueron de menos -expresividad, implicación y emoción- a más. Por lo que Hong Kong Ballet ofreció un espectáculo diferente en el que se fusionan diversos aspectos de escuelas internacionales, al igual que la fusión entre Oriente y Occidente, en un recorrido histórico por la evolución de la danza y el ballet.
por Rubén Fausto Murillo | Feb 20, 2018 | Críticas, Música |
Seguramente estimado lector, alguna vez has recibido un regalo de esos que prometen. La sola vista sobre el paquete perfectamente envuelto anuncia que el regalo será de esos que atolondran los sentidos. Te dispones a abrir el obsequio y sientes palpitar tu corazón lleno de emoción, y tras penetrar en el secreto oculto por tanto adorno, tu alma directamente se va por el sumidero al ver que aquel tan espléndidamente anunciado regalo no es otra cosa más que… un objeto, cosa u articulo más y que además, sinceramente, no sabes dónde vas a colocarlo en tu casa.
Al que escribe, se le quedó cara de ¿de verdad esto es mí regalo? El pasado sábado 9 de febrero al salir del concierto dado por la Orquestra Simfònica de Barcelona i Nacional de Catalunya. Saber que Maria João Pires vendría a tocar Mozart era causa suficiente para llenar, como de hecho sucedió, l’Auditori. Su dilatada carrera la avala como una exquisita intérprete del genio de Salzburgo. Aún recuerdo las tardes que pasé en mis juveniles años de formación en el conservatorio, escuchando sus maravillosas lecturas de las sonatas de Mozart. Esto hacía que el regalo estuviera asegurado, y si además agregamos, que en reciente fecha su agente en Londres anunciará que tras casi 70 años de carrera se retira de los escenarios, la cita era ineludible. Quedan muy pocos mitos vivos para dejar pasar la oportunidad de disfrutar de ellos.
El programa era potente, primero una obra de estreno del maestro Ferran Cruixent comisionada por la FUNDACIÓN SGAE, AEOS y la misma OBC. Deus ex machina es una obra interesante, con un lenguaje atractivo al público, aunque necesitada de más desarrollo en todas sus potencialidades. Nos plantea una serie de reflexiones interesantes sobre lo que el mismo autor denomina “la fascinación por la dependencia humana de la tecnología“. La expresión fue acuñada por Aristóteles, refiriéndose a que dentro de las tragedias griegas, era una maquina quien traía a escena a los actores que, haciendo los papeles de dioses, resolvían el entuerto planteado en la trama de la tragedia. La máquina entonces, se constituía en la portadora de una ayuda resolutiva, externa y divina, en este punto Cruixent se pregunta y nos confronta ante ese constante depender de las máquinas y en concreto, de nuestros móviles, para resolver casi todo en nuestra vida. Utilizando entre otras técnicas el Cyber Singing, los músicos utilizaban durante la ejecución de la obra sus teléfonos móviles donde previamente se habían descargado un archivo MP3 enviado por Cruixent y que es un elemento más de la obra.
Llegó el plato fuerte, el concierto para dos pianos y orquesta núm.10 en Mi bemol mayor KV 365 de W.A.Mozart y junto a Maria João Pires apareció Ignasi Cambra, estupendo pianista catalán que desde hace años trabaja con la maestra Pires en el proyecto “Partitura”. Kazushi Ono inició la ejecución de la obra y ya desde los primeros compases la sensación de “¿es esto mi regalo?” lo impregnó todo. Por un lado la OBC se tomó literalmente como un bolo más la obra de Mozart, cosa nada extraña por cierto (se ve que el Salzburgués es demasiado clásico para el ecléctico paladar de muchos músicos) en una lectura plana y fría del acompañamiento orquestal. Ciertamente, en el plan original de Mozart, el peso de la obra recae sobre los solistas, restando mucho de su habitual papel a la orquesta. Pero lo que se escuchó en la sala Pau Casals esa noche fue algo absolutamente rutinario y casi burocrático. Se creó sobre el escenario algo realmente sorprendente, en una interpretación, dijéramos a tres niveles: en un nivel muy alto, Maria João Pires, mostró por qué es quien es, leyó la obra dándole una musicalidad y una elegancia maravillosas. A una buena distancia de ella Ignasi Cambra, que pese a todos sus esfuerzos nunca logró hacer un todo con la maestra Pires. Se le notaba nervioso, por momentos apresurado y esto, influyó y mucho en su calidad musical. El resultado fue que el dúo de pianos nunca logró cuajar cabalmente y la obra, en su parte solista, quedó muy deslucida, al ser escrita por Mozart para dos intérpretes en igualdad de condiciones. En un último nivel, la OBC que, como ya apunté, trató a la obra de Mozart como requisito más para dar continuidad al concierto, cosa que preocupa y mucho, porque demuestra que cuando el programa gusta a los músicos, logran interpretaciones de primer nivel, cuando por las razones más peregrinas, el programa o alguna obra no les interesa, el esfuerzo es mínimo y la calidad de la misma orquesta, antes maravillosa, es francamente muy deficiente.
La última obra del programa fue la Primera sinfonía en Do menor, Op. 68 de Johanes Brahms. Obra maravillosa, llena de la energía y el vigor de un Johanes Brahms que se sabe poseedor de una maestría absoluta a la hora de trabajar. Todo está perfectamente meditado y contrastado en esta partitura que su autor trabajó durante casi catorce años. De hecho, la obra sinfónica de Brahms en su conjunto es fruto ya de un compositor muy maduro y con muchas obras a sus espaldas, lo que hace harto difícil poder decantarse por alguna de ellas como la mejor. Todas son perfectas en su escritura y todas son un universo perfectamente bien concatenado en sí mismas. La lectura de Kazushi Ono siguió la tónica del concierto, no logramos escuchar la mejor versión de nuestra orquesta, quizás para hacerlo tengamos que esperar un nuevo programa, dijéramos, más inspirador que saque lo mejor de todos. De cualquier manera, pese a que regresé con cara de “vaya, esto fue mi regalo” la oportunidad de haber escuchado a Maria João Pires en su última gira de conciertos, es un hecho a guardar en la memoria, y muchos lo haremos. Muchos le debemos grandes momentos, de esos que no se olvidan.