[Especial Festival Mixtur] Mix-tour 1

[Especial Festival Mixtur] Mix-tour 1

El pasado domingo terminó la quinta edición del Festival Mixtur. Fueron diez días llenos de actividad tan incesante como provechosa.

El jueves 21 de abril cambié mi rutina vespertina. Monté la bicicleta y me encaminé, Meridiana arriba, al concierto inaugural del Festival Mixtur. Pedaleaba de prisa ante la preocupante aproximación de la hora esperada. Poco antes de las siete aparqué y me adentré en el laberinto rojizo de la Fábrica de Creación Fabra i Coats, buscando angustiado un letrero que me condujese. Después mi preocupación se vería resuelta y mi desorientación explicada: había entrado por la puerta trasera. Pese a todo, llegué con suficiente antelación al concierto inaugural a cargo del Ensemble Diagonal. La disposición del espacio ya comenzaba a dar las primeras anacrusas silenciosas: la altitud del techo, las tonalidades azules, el mobiliario reciclado y la amplitud de las salas eran un preludio helado; vaticinio de esa frialdad tan característica de la modernidad epigonal del nuevo milenio. El movimiento calculado y sombrío del personal aparecía congelado en la pléyade de sombrillas que decoraban la estancia. Entramos en una sala enmarcada por pesados telones negros; allí esperaba un escenario brevemente alzado al que flanqueaban micrófonos, instrumentos y altavoces. Tomamos asiento y se atenuó la luz. Al punto me extrañó la delgadez del público, que no superaba a las 60 personas según observé. Poco a poco fueron aflorando las sospechas: se había levantado un proscenio infranqueable y enmascarado aún antes de la entrada de los músicos. Cuando subieron a la palestra sentí que estaban más próximos al horizonte que a las gradas. La ficción aterrizó sobre nosotros con el peso de lo sacro y entendí que estábamos en un mundo de tundras infinitas, como imaginadas por la mano de Rothko.

El Ensemble Diagonal interpreta con una precisión apabullante. Comenzaron con Air Pressure (2011) de Sivan Cohen Elias, una obra que explora timbres frenéticamente, con una urgencia de variedad en las combinaciones instrumentales y un desarrollo vertiginoso; los intérpretes parecen prolongaciones del instrumento, meandros oscuros de la exploración sonora y gestual que guían los instrumentos. La coherencia parece dada por las relaciones que mantienen entre sí los retazos mínimos de material simbólico-sonoro. Termina con una abrupta exclamación silenciosa, que en cierta forma remite a Partiels de Grisey. En seguida, un contraste abismal con Como vengono prodotti gli incantesimi? (1985) de Salvatore Sciarrino. con su avance gradual basado en una discretización del tiempo, una continuidad ligada a un redescubrimiento de la respiración, una amplificación de la boca y el aliento. Si a las primeras dos obras las distinguía la oposición, a las composiciones de Ugurcan Öztekin (Ars morendi, 2016) y Antonio Juan-Marcos (El afilador, s.a.) las emparentaba la semejanza.  Ambas se movían en un ámbito de lo aéreo, continuo y suave, y comparten una cierto tratamiento homogéneo de la textura.

Silence must be (2002) de Thierry De Mey causó revuelo en el público, y no sin razón. La directora Rut Schereiner encara rotundamente al público y declara el pulso de su corazón, que guiará los ritmos silenciosos de la obra. La marcación del compás se convierte pronto en un aliciente para la emergencia del sonido imaginado, un sonido despierto en la intimidad de cada individuo que observa la dura coreografía del director. Pronto el gesto se relaja y ondula, se indefine temporalmente y provoca nuevas lecturas. Enseguida regresa a la dimensión de la expectativa rítmica con una palmada que preconiza la interacción del gesto con unos sonidos de percusión grabada. En este momento la tensión es máxima: el oyente queda maravillado con la precisa síncresis entre el gesto y el sonido. Finalmente el ademán vuelve emanciparse evocando timbres y texturas, en conjunto con una ampliación del campo espacial y el desenvolvimiento corporal. La conclusión del concierto fue Ka III (2007/2016) de Luis Naón, en la cual volvió a participar el elenco completo junto con la presencia acentuada de un actante: la electrónica. La obra corresponde a una revisión del séptimo número de un ciclo de piezas titulado Cycle Urbana. Esta pieza en particular se inspira en un concepto de la mitología egipcia: Ka es a la vez una especie de alter ego adscrito a cada individuo y una presencia de la fuerza divina mantenedora del orden universal. A esta figura se suma la importancia de dos números místicos (el 5 y el 7), y una serie de conceptos clave: el cuerpo, el aliento, la vibración, las batallas y las profundidades de lo desconocido. La electrónica intercede en todo el devenir sonoro, lo modifica, lo extiende.

Apenas hubo una breve pausa para respirar antes del siguiente concierto. Pequeños enjambres taciturnos circulaban por la cafetería y los corredores. Se extendía un silencio gris y amplio por las latitudes de la estancia, un silencio catedralicio. Esta fue una impresión general que dominó los primeros días de actividad: una continuo sostenimiento del aura mística. En cierto sentido es este pacto ficcional el que acredita esta música en tanto que evento; es necesaria la creación de un entorno hermético, casi monástico. El aislamiento y la desolación, el enclaustramiento iniciático, el sutil secretismo sonoro: todo ello se conjuga para la conformación de un ambiente propicio. Era el ecosistema perfecto del misterio.

 

El Caso Makropulos: el tiempo y la música, en la Deutsche Oper de Berlín

El Caso Makropulos: el tiempo y la música, en la Deutsche Oper de Berlín

El pasado febrero la Deutsche Oper de Berlín estrenó su montaje de El caso Makropulos (Vec Makropulos) de Leoš Janáček, un compositor aún por descubrir seriamente en España. Esta obra, de 1926, dialoga con las mujeres protagonistas de la ópera de Puccini, pero también -y no sólo por el rol femenino, también musicalmente- con Lulú, de Alban Berg. Janáček prescinde de Leitmotive evidentes, y trabaja con la creación de estados emocionales. Es decir, sus Leitmotive, si es que los podemos seguir llamando así, hacen referencia más a situaciones, no a personajes. Expande el uso de lo tonal sin participar en ninguna de las escuelas predominantes por aquellos años y alcanza su fuerza expresiva con una orquesta llena de timbres, sobre todo  en los contrastes entre los agudos y los graves y cromatismos muy acusados. En Cultural Resuena  tuvimos la oportunidad de conocer el montaje el pasado 27 de abril. Se trata de una escenografía bastante sencilla, sin ambiciones, que no trata encontrar una complejidad interpretativa que haga que la obra y tal interpretación diverjan. Más bien había una intención clara de potenciar lo que ya estaba en la música y en el libreto sin grandes florituras. Esto es de agradecer cuando se sabe de la fina línea entre hacerlo bien, sin excedentes, y pasarse de listo.  Pero empecemos por el principio.

La historia conjuga líos amorosos y problemas de herencia de varios personajes que confluyen en una mujer con muchos nombres, todos ellos con iniciales E. M. Estos diferentes nombres se los ha ido poniendo Elina Makropulos, hija del alquimista Hieronymus Makropulos, que probó con ella una pócima que permitía vivir al que la bebía 300 años. Elina, en el momento de la ópera, tiene 337 años. En el último acto, cuando es descubierto su secreto, aparece la reflexión fundamental de esta ópera, basada en un texto de Karel Čapek: ¿cómo se vive en un mundo donde la gente muere y el tiempo pasa cuando se sabe que no se envejece? Esto, a nivel vital de la protagonista, es importante, por supuesto, pero lo es más a la luz de las reflexiones teóricas que había dejado Nietzsche sobre el tiempo. Su Zaratustra, que no de forma casual es también en cierto modo un alquimista, un mago, como Makropulos, hace una pregunta que es su imperativo ético: ¿Seríamos capaces de repetir una y otra vez lo vivido, seríamos responsables de nuestro pasado como para hacerlo siempre presente? Ese es uno de los núcleos del eterno retorno. La responsabilidad, en alguien que sabe que no va a morir en el mismo margen del resto de los mortales, se cifra de manera diferente. Por eso E. M., que al final de la ópera ha dejado de saber quién es y se enfrenta a todos sus yoes, prefiere morir y no repetir su juego con la eternidad. Se da cuenta de que lo que en sentido abstracto sería abrazado por muchos humanos, la posibilidad de no envejecer, se vuelve problemático cuando se ven todas sus aristas. Querríamos vivir para siempre, sí, pero no ver morir a los nuestros. 

También Bergson andaba por estos años pensando el tiempo. Las experiencias de la primera guerra mundial y los efectos de la creciente industrialización iniciada en siglo XIX hicieron que el tiempo se tomase muy en serio, ya no como un asunto matemático (es decir, en sentido formal) sino desde una perspectiva vital. Por eso Bergson se dedicó a pensar el temps dureé, el «tiempo duración» durante muchos años. El aspecto que más nos interesa aquí es su definición en la que señala que «la duración es el progreso continuo del pasado que corroe el porvenir». El «progreso continuo» del pasado rompe con la idea, quizá intuitiva, de que el pasado «pasa», de que se da de una vez para siempre, que queda ahí y configura el presente de manera irrevocable. Junto a Bergson, estaba Benjamin, que en numerosas ocasiones pensó cómo elaborar el pasado -es decir, asumía que el pasado es plástico y aún por trabajar- para hacer del presente. Así rezo su VI Tesis sobre el concepto de historia:

Articular históricamente el pasado no significa conocerlo “tal como verdaderamente fue”. Significa apoderarse de un recuerdo tal como éste relumbra en un instante de peligro. […] El peligro amenaza tanto a la permanencia de la tradición como a los receptores de la misma. Para ambos es uno y el mismo: el peligro de entregarse como instrumentos de clase dominante. En cada época es preciso hacer nuevamente el intento de arrancar la tradición de manos del conformismo, que está siempre a punto de someterla. Pues el Mesías no sólo viene como Redentor, sino también como vencedor del Anticristo. Encender en el pasado la chispa de la esperanza es un don que sólo se encuentra en aquel historiador que está compenetrado con esto: tampoco los muertos estarán a salvo del enemigo, si éste vence. Y este enemigo no ha cesado de vencer.

Musicalmente, Janáček habla de todo esto, se inserta plenamente en una generación preocupada por el tiempo en un sentido enfático, vital, y no meramente como un elemento formal que se rellena. E. M. sufre porque todo en ella es un pasado sin futuro, y tiene que desprenderse de lo que parece que nos hace únicos: nuestra identidad. Que se cambie de nombre no es baladí. Según las reflexiones de Benjamin, en el nombre se recoge la fuerza del lenguaje. En la historia se ha ido perdiendo el nombrar originario, según él, el divino, en el que la cosa correspondía a su nombre, en la medida en que en el lenguaje cotidiano la cosa mantiene una relación arbitraria con su nombre. El momento en que se nombra a un bebé, comienza su camino como ser humano nombrado y nombrador. E. M. prescinde de eso, es decir, renuncia a una parte de sa, lo que lo vconvierte, en el fondo, en una nadie. 

La escenografía, inicialmente, dividía en dos el escenario, de tal modo que en una parte acontecía el presente y en la otra se sucedían escenas del pasado. Sin ser una idea brillante ni muy elaborada, era lo suficientemente efectiva como para que se comprendiera el entretejido temporal de la obra Lo mejor, aunque suene muy crudo: no molestaba. Pero el peso caía sobre los personajes, un riesgo que sólo se debía asumir si se estaba muy seguro del éxito de su capacidad teatral. Vimos a un parco Seth Carico como Dr. Kolenaty, en contraste con una estupenda Jana Kurukova como Krista, un frío pero convincente  Ladislav Elgr como Albert Gregor, una actuación fría y calculada como su personaje, es decir, muy adecuada de  Derek Welton como Jaroslav Prus, una mejorable intervención de Gideon Poppe como Janek, al que le faltaba fuerza y creerse su personaje, que no terminó de intergrarse en el elenco y a un Vivek, interpretado por Paul Kaufmann ausente, en cierto modo prescindible. Robert Gamill como Hauk-Sendorf hizo de sus intervenciones de lo mejor de la noche, a un altísimo nivel interpretativo y vocal. Siendo el personaje más devastador de todos, porque situa en un presente imaginario el pasado ya casi olvidado de E.M. y supone un giro musical radical con la integración de las castañuelas pero sin sonido español como sugiere el texto (algo realmente interesante, pues rompe con una tradición en la que se imaginaban «colores exóticos» para lugares considerados periféricos de la Europa avanzada y respetada, a saber Francia, Italia, Austria y Alemania), dio a la escenografía y al montaje un giro cualitativo.  Evelyn Herlitzius, en el papel protagonista, aumentó en calidad según avanzaba la obra, demostrando en el tercer acto porqué se había guardado todo su potencial hasta entonces. Allí sacó todas sus cualidades vocales y teatrales, que sólo había apuntado anteriormente. Su presencia era toda elegancia y buen criterio, incluso cuando E. M. se da cuenta de su destrucción cuando se averigua el secreto de su edad. Para exponer su relación con el pasado, David Hermann, el encargado de la escenografía, puso a varias mujeres parecidas vestidas con trajes de otras épocas, para hacer entender al público las diferentes identidades de E.M. Muy simple y probablemente insuficiente para esta complejidad, sobre todo por una coreografía plana y sin demasiada gracia. Sin unos protagonistas con tanta fuerza, y sin esa música que corta el aliento en muchas ocasiones, deliciosamente bien interpretada por la Orquesta titular de la Deutsche Oper  bajo la batuta y el buen gusto de Donald  Runnicles, esta crítica no sería tan generosa con la escenografía, que no explotaba prácticamente la riqueza del texto, sino se limitaba a explicitar sus lugares comunes. Como ya señalé, esto no es problemático mientras no moleste. Imperdonable fue, sin embargo, la simpleza de la conclusión final, en la que E.M. se invierte para convertirse en «me» (yo en inglés, en este contexto) rompe precisamente con la complejidad de la multiplicidad de identidades, que cuestiona la unicidad del yo. Ahí se sobrepasó esa fina línea que hablábamos al principio: la que separa lo sencillo del pasarse de listo. 

[Especial Festival Mixtur] Mix-tour 1

Con motivo del estreno de «Las obnubilaciones ontológicas» en el Festival Mixtur

LAS OBNUBILACIONES ONTOLÓGICAS
De Manel Ribera Torres.
Obra para acordeón microtonal.

Estreno: Viernes 22 de abril de 2016 a las 19:00h
Sitio: Fabra i Coats-Fabrica de Creación
Marco:Festival Mixtur
Ciudad:Barcelona
Intérprete:Fanny Vicens (Acordeón microtonal).

En mis viajes montado en eso que todavía osan llamar tren, en el que suelo pasar en total unas cuatro horas, a diario…  aparte de algunos sonidos percutidos de ventana y otros rugosos, aunque ambos provocados por “mi fase rem” (no hablo precisamente de la nota mi, ni del tono re menor) y en un extraño equilibrio entre la contemplación mundana y la aristotélica, suelo tener alguna que otra obnubilación; generalmente portadora de gran revelación poética, que en un frágil romance con la creación (quizás eso que percibe el cerebro si lo imaginamos como un sentido más, osaría decir una idea musical, pero a estas alturas no se si nadie sabe ya lo que es eso, o que debido a los relativistas nadie tiene valor de decirlo), dieron a luz a esta miniatura, que será parte de lo que vislumbro como una larga obra.

La primera obnubilación, de proveniencia muy cotidiana, me llevó a pensar como era el ser y la vida en el pasado. Si era mejor o peor, y en qué sentido. Una clásica divagación de ministro de bar, como dicen en mi pueblo, y así durante todo el trayecto de Manresa a Barcelona en Renfe. El trayecto en cuestión dura lo mismo ahora que en 1940, dicho y corroborado por múltiples personas mayores, de ahí la obnubilación. Además la misma línea cubría muchos más pueblos que ahora, cuyos habitantes adolescentes y otros no tanto, se han quedado totalmente aislados suspirando por una moto, una bicicleta o por un patinete en el peor de los casos. Curiosamente la bicicleta se ha puesto de moda en Barcelona por el motivo obnubilacionalmente inverso al de cualquier de los susodichos pueblos.

A esto le añado la segunda obnubilación , menos cotidiana y más histórica. Vamos del tren al tiempo de los carruajes. En los últimos dos años ha aparecido en la musicología un torbellino tan arrollador, que ha arrasado prácticamente con todo estudio anterior acerca del barroco y el clasicismo y me ha hecho preguntar si hasta hace poco, no ha sido esa parte de la musicología  a la música lo que la ornitología es al pájaro. Hablo del hallazgo de los sistemas compositivos de la ahora bautizada “Courtly Music” (1650-1820), o lo que comprendería más o menos el período que va entre Corelli hasta el primer Beethoven, para entendernos.

Gracias sobretodo a Robert Gjerdinguen y Giorgio Sanguinetti, ahora podemos saber fidedignamente que componer era (al menos  en su providencia ulterior), enlazar esquemas o sobreponerlos, a los que se les aplicaba las disminuciones que posteriormente desembocarían como entrando en un embudo, en las especies i los modi, dejando siempre espacio para la inagotable juventud e inmortalidad de la  imitatio. Me pareció muy acertado pues, pensar que en realidad todas las obras operando bajo ése influjo, serian como variaciones de una misma obra cuyo catálogo y posición de esos esquemas existirían en un supuesto “Schematicon”, como una obra flotante o una obnubilación musical, que cayó en desuso, olvido y desvanecimiento casi por completo al ser una tradición de enseñanza oral, desconocida por casi todos durante el s.XIX y hasta hace bien poco. Como dice Borges en El sueño de Coleridge , «Acaso un arquetipo no revelado aún a los hombres, un objeto eterno (para usar la nomenclatura de Whitehead) ingresando paulatinamente en el mundo». Y en esa admirable imaginación, que de tan preciosa tiene que ser  cierta; debo suponer que el Schematicon decidió ingresar en el mundo también a través de  mí.

E aquí mi tercera obnibulación: Si ahora estamos en el apasionante camino de encontrar las relaciones de ésa época entre esquemas, affetti , retórica, instrumentación y género, pensé; ¿porqué no usar eso trasladado a mi mundo y mi lenguaje? El músico de corte del XVIII era un músico práctico y es por lo tanto el “Schematicon” un arquetipo que funciona a la perfección dentro de un sistema temperado de 12 notas por octava de partición igual, y pensé: ¿porqué no con 24 o 48 o con la serie de harmónicos?. Así fue como confluyó este choque con mi mundo enfocado a una lutheria de nuevos instrumentos  para su uso microtonal al componer, choque que prometía apertura, la proliferación de relaciones y posibilidades sonoras casi infinitas, como una música sobre música, con cierta nostalgia pero insinuante, sugerida quizás también por el tren, pues hay que matizar que no todo deben ser obnubilaciones metafísicas como me gusta creer, cabe la posibilidad más tangible de que el hecho de viajar en el tren de espaldas a la dirección de éste, tuviera algo que ver, en esa posición que quedas viendo todo el paisaje nuevo alejándose de ti, en vez de venir hacia ti , como si existiera el futuro en forma de un pasado ya inasible…

Para terminar, un excurso: yo no conocería la palabra obnubilación, ni el arquetipo de no ser por mi amigo Manuel Rodeiro, quien en su libro (todavía no publicado) Dia triumfal,  una preciosa Pessoíada entre otras mil cosas, se ha convertido en su  templo más sagrado.

‘Tres estrofas sobre el nombre de Sacher’ de Dutilleux en la Konzerthaus de Berlín

‘Tres estrofas sobre el nombre de Sacher’ de Dutilleux en la Konzerthaus de Berlín

Sigo siendo entusiasta con la propuesta de «2x hören» de la Konzerthaus de Berlín, como indiqué en un artículo anterior. Pero lo que vimos el pasado 4 de abril fue poco menos que una desfachatez.  En este caso, le tocaba el turno a la obra de 1976 Trois Strophes sur le nom de Sacher de Henri Dutilleux.

La obra fue compuesta a petición del chelista Mstislaw Rostropovitch, que quería regalarle un conjunto de piezas de compositores de la época al director y mecenas Paul Sacher. Por eso, algunas de las obras tienen como material,  en algunos momentos, la transcripción musical del apellido del director, eS-A-C-H-E-Re (D), es decir, mi bemol, la, do, si, mi y re. Segun explicó Christian Jost, estas seis notas se tomaban como material de la misma forma en que Schönberg tomó los doce tonos para componer sin la sujeción jerárquica a un tono fundamental, que es la base de la técnica dodecafónica. Esta explicación, no obstante, es por un lado errónea y, por otro, oportunista. Es errónea porque lo que Schönberg hacía con las serie de doce tonos construida para cada caso no tiene nada que ver con lo que hizo Dutilleux. La utilización de esas seis notas no tiene sentido como ‘serie’ ni es el único material que aparece en la pieza (ni en el primer movimiento, donde en realidad se usan iniclamente esa secuencia de notas), algo que contradiría en esencia lo que schönberg proponía. Su referencia es, claramente, la ‘firma musical’ que ya desde Bach, al menos, aparece en las composiciones. De hecho, en el caso del compositor alemán, se estudia como ‘motivo BACH’. Por otro lado, fue oportunista porque quería convencer al oyente no especialista mediante un criterio de autoridad, en este caso, la de Schönberg. Todo esto tuvo su guinda con la interpretación un tanto gratuita, antes de escuchar por segunda vez las Tres estrofas, las Variaciones sobre Sacher de LutoslawskiRostopovitch le pidió a doce compositores que escribieran algo para Sacher. Por tanto, hubiese tenido sentido tocar toda esa música o ninguna más. La explicación fue que Lutoslawski también recurrió a la fórmula de la fimra musical Sacher. Las diferencias cualitativas entre una obra y otra no fueron menciodas y, dada la diferencia en la concepción de ambas, era imposible encontrar entre ellas algún diálogo, aunque fuese de forma subterránea.

Algo pasaba con estas Tres estrofas. Si en la última ocasión las explicaciones fueron de gran interés y realmente giraron el punto de vista de la pieza de cara a la segunda audición, en la última velada brillaron por su ausencia la precisión y la claridad. Tanto como Jost como el solista,  Johannes Moser, se dedicaron a divagar y a dar información absolutamente innecesaria y vacua sobre los chismorreos en torno al círculo de Paul Sacher. Mi interpretación es que, por algun motivo desconocido, se programó una obra que resultaba demasiado corta y, para justificar el precio de la entrada de los asistentes, había que llenar el tiempo , que pareciera que se decía algo interesante y profundo.  Si me quejo de desfachatez es porque en ningún momento se atendió a elementos verdaderamente constituyentes de la obra que permitieran aprender a escuchar de una forma diferente la pieza, porque el diálogo rezumaba egocentrismo de los interlocutores -algo que, al menos a mí, me resulta por completo aburrido y, si me apuran, maleducado- y porque, de fondo, existía la creencia de que el público no sabía nada y que cualquier cosa nos convencería. Fue evidente la falta de preparación de la sesión por parte de Jost.

La obra de Dutilleux es una obra irregular, con momentos muy brillantes, como algunas elaboraciones melódicas, pero que enseguida se desinflan. Es el caso, por ejemplo, de la segunda mitad del tercer movimiento, en la combinación entre momentos percutidos y una melodía trepidante; o de la melodía del segundo movimiento, que pierde interés apenas unos segundo después de su presentación motívica. Moser destaca por ser un músico con un sonoro rotundo y su precisión. Aunque en general su interpretation fue brillante, hubo momentos en los que tuvo que salvar problemas de afinación con un vibrato poco justificado o con la resignación, como en una cita de Bartok en el primer movimiento, que contiene una octava y que no cuadró ni una sola vez. Otro aspecto del que él mismo se vanagloria es del exceso de teatro de su interpretación musical. Especialmente en el Lutowkslaski el gesto de su cara y su lenguaje corporal trataban de imponer una especie de historia con sentido a lo que estaba tocando. De este modo participa en la creencia -cargada de ideología- que intenta justificar la música contemporánea diciendo que aunque suene ‘rara’ o ‘mal’, en realidad puede ser inmediatamente comprendida si se percibe esa historieta interior, como si fuese eso lo que comparte con la tradición, como si la extracción de esa supuesta historia interior fuese lo que en la música tradicional, pongamos por caso Mozart, es valioso.

Maerzmusik 2016 (III): Bernhard Lang y ‘The Cold Trip’

Maerzmusik 2016 (III): Bernhard Lang y ‘The Cold Trip’

El pasado 13 de marzo le llegó el turno a la Monadologie XXXII (parte uno y dos) o ‘The Cold Trip’, que es parte de un proyecto realizado desde 2007 2014 por Bernhard Lang que se constituye por 30 obras o ‘Monadologías’. La primera pieza fue interpretada por Sarah Maria Sun, en la voz, y el cuarteto de guitarras Aleph  y, la segunda, por Juliet Fraser, en la voz,  y Mark Knoop al piano. Ambas partes, además, fueron compuestas expresamente para ambas cantantes, que estuvieron impecables, es decir, mostraron la especificidad de sus voces para una composición como esta.

La obra de Lang eran las primeras, hasta ahora en el marco del festival, que trabajan un problema temporal específico en la música: la repetición. Muchos de ustedes estarán de acuerdo conmigo en que la repetición es quizá la categoría fundamental de la música. En la música tradicional (pensemos, por ejemplo, en la forma sonata), porque la repetición significaba la afirmación del tema después del alejamiento del mismo en el desarrollo o, dicho metafóricamente, la ‘vuelta a casa’, a lo seguro. Era lo que dotaba de identidad a una pieza, lo que la hacía reconocible en su material y en su estructura. A partir de las vanguardias, algunas propusieron, como el dodecafonismo -en cierto sentido- y el serialismo (por ejemplo) la ruptura de la expectativa, es decir, la negación de la repetición. Otras, sobre todo el minimalismo, probaban la paciencia del auditorio y también las microvariaciones que terminaban siendo repeticiones no literales de un mismo elemento musical. A veces, la repetición era tan radical que se reducía a una sola nota.

Pues bien, Bernhard Lang juega con todo esto, pero también dialoga con la música pop, los medios electrónicos de reproducción vocal, el jazz y, sobre todo, con la base de esta obra: el Winterreise, de Schubert. No sólo porque los textos están tomados de los lieder (aunque traducidos al inglés y renovados -como en la segunda parte, que habla de la emoción de tener un email en el número XIII ‘Die Post’). Según Lang, lo interesante es que Schubert no piensa el tiempo linealmente, como sí lo hacía Beethoven, sino cíclicamente. Pensemos, por ejemplo, en el famoso acompañamiento del lied Margarita en la rueca. Para él, las desviaciones de la repetición son sólo para causar confusión, pero no por una variación en la concepción temporal. Lang piensa las estructuras como mónadas (de ahí el nombre de las piezas), es decir, como estructuras independientes y completas por sí mismas que entran en loop.

La propuesta de Lang es pura frescura. Su originalísimo trabajo de la voz, que juega con diferentes registros (susurrado, impostado, tipo pop, tipo country, imitando sonidos -como el de los cuervos en su personalísima versión de Die Krähe), abre una multitud de posibilidades nuevas de composición. Conjuga a la perfección ese intento schubertiano de captar, en la propia voz, la esencia de la historia (como en el famosísimo Erlkönig, entre muchos otros), es decir, donde la voz se identifica plenamente con aquello que cuenta, es forma y contenido al mismo tiempo; y el distanciamiento emocional mimetizando la voz electrónica o el bucle de los djs. Es decir, Lang da una nueva perspectiva dentro de una relación desgraciadamente aún maltratada por la musicología y la industria de la cultura: la que separa el mundo -por otro lado con una frontera cada vez más difuminada- entre la música ligera y la culta. Asume la riqueza que el mundo de lo ligero tiene que aportar a la culta y trae al mundo de los vivos a la culta desde su torre, a veces tan alejada de la gente normal. Lang entiende e incorpora en su música de forma reflexiva que hoy el mundo, por ejemplo, ya no se comunica y se expresa erótico-festivamente (si me permiten la expresión) con cartas y palabras bellas, sino con whatsapp y, en muchos casos, bailando reggaeton y otras lindezas en discotecas a las tantas de la mañana. A nivel técnico, además, Monadologie XXXIII se muestra como una pieza  inagotable, en especial en la primera parte. El jugo que saca al cuarteto de guitarras (una formación, por otra parte, bastante rara) es apasionante y, sin miedo a ser tecnicista, un exposición (no pedante) de las posibilidades en todos los parámetros musicales que pueden extraerse de la guitarra, a veces un instrumento que se ha limitado -a diferencia de otros, como el violín (piensen en el Concierto de violín de Ligeti– por parte de los propios compositores.

En resumen, la pieza de Lang muestra una originalísima forma de dialogar con el pasado, no sólo con su contenido, eligiendo los textos del Winterreise, sino también a nivel formal, exprimiendo lo que ya estaba latente en el propio Schubert. La obra de Lang nos invita a pensar en Schubert como uno de los inciadores de ese largo camino que explotó en el siglo XX, el que revisaba la fuerza y omnipresencia de la tonalidad y lo que se derivaba de ella, como la construcción armónico-formal. Estos primeros pasos, como él propone, se dan en la repetición: él lo toma como modelo y lo estira. Lo estira tanto que junta el pasado con el presente, donde la repetición se ha metido por los poros de nuestra vida acústica diaria. Si no me creen, piensen en cualquier canción pop, cuya estrutura se repite hasta la saciedad (saciedad que el marketing nos enseña a saber evitar y llegar a disfrutar). O piensen en los ruidos habituales de su vida: el pingping de los mensajes del móvil, el nionio de las ambulancias, del chuchu de la cafetera. Un día tras otro. Lo normal es la repetición. Porque cuando algo no se repite, parece que llega la catástrofe. Ya lo dice el dicho, más vale lo conocido que lo malo por conocer. Lang habla de todo esto pero nos invita a la catástrofe, nos invita a salirnos de lo normal pensando con él la persistencia de la repetición. Lang nos invita al peligro de que todo sea diferente. Es decir (y esto es un guiño para los lectores de Leibniz), abre las ventanas de las mónadas.