«Europeras 3&4» de John Cage en el Festival de nuevo teatro musical ‘Infektion’ en la Staatsoper de Berlín (I)

«Europeras 3&4» de John Cage en el Festival de nuevo teatro musical ‘Infektion’ en la Staatsoper de Berlín (I)

Hay algo fantástico que ofrece este festival y de lo que deberían tomar nota programadores para futuros eventos, y es que Infektion ha devuelto a la vida obras semiolvidadas de compositores como Stokhausen, Cage o Feldman; y, además, a precios asequibles (¡incluso eventos gratuitos!). No obstante, en este caso, las buenas intenciones no son suficientes, y la calidad de Europeras 3&4 de John Cage y Originale, de Stokhausen (que ha sido lo que hasta ahora hemos cubierto desde Resuena), ha sido -por decirlo de manera cortés- bastante mejorable. Eso, o yo no he entendido nada, que es bastante probable. En este caso, hablaremos de las piezas de John Cage.

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Europeras 3&4 (1990) se grabó por primera vez en 1993 por la Long Beach Opera (California), bajo la batuta del discípulo cagiano Andrew Culver. Estas dos piezas fueron compuestas entre las Europeras 1&2, compuestas para la ópera de Frankfurt y la Europera 4 escrita especialmente para el pianista Yvar Mikhashoff. La idea de Europera 3 es muy sencilla de fondo: seis cantantes cantan sus arias favoritas de Gluck a Puccini (escogidas por ellos mismos), dos pianistas tocan en tiempos determinados de manera aleatoria extractos de ópera y seis djs pinchan (en el lenguaje de hoy) fragmentos de óperas en vinilos de 78 rpm. Todo a la vez. A veces hay flashes de luces. Los silencios se determinan también de manera aleatoria. Como señala J. Prichett aquí, la pieza está pensada como un móvil de Calder: «los elementos formales están dados, pero una vez que la mano del artista los deja sueltos, el viento toma el control y los hace danzar». Son múltiples las reflexiones que propicia la pieza. En primer lugar, el horror vacui, algo muy logrado por en la propuesta de la Staatsoper. La saturación de sonidos, la indescernibilidad. Esto abre una cuestión: ¿realmente es deseable que sea indescernible, que se forme una masa sonora de diferentes eventos? Desde luego, en esto es una obra que supera al oyente: es imposible oírlo todo. Lo normal es que el oyente aficionado a la ópera se instale en aquello que conoce, aparte de que la selección de arias en la versión de la Staatsoper fue bastante recurrente el top ten de highlights. Pero no debe ser, al contrario de lo que sugiere Peter P. Pachl de NMZ online, que el oyente tenga que estar atento a ver qué es lo que puede reconocer, como si aquello fuese una fiesta de sociedad.  Ahí pierde su fuerza. Parece que tenemos que aceptar que no hay un tipo de escucha ni una posible interpretación «más» adecuada, como aquello que pedía Adorno, «una intepretación verdadera» que él entendía como una suerte de «radiografía de la obra». Algo que sí parece básico, aunque no sabemos hasta qué punto se exige en la obra, es que los cantantes canten bien. Entiendo la dificultad de cantar cuando suenan muchas otras cosas simultáneamente, pero la afinación y el gusto brilló por su ausencia, lo que hizo merecedores a algunos momentos del calificativo de «genocidio musical». En segundo lugar, vemos cómo, en realidad, John Cage está poniendo sobre la mesa la artificialidad de los popurrís de ópera, que hacen que el resultado sea un batiburrillo desocntextualizado destinado a que se luzca el divo de turno. Esto sigue existiendo, y las galas de éxitos de ópera se coronan siempre con un sold out. Cgae lleva esto al extremo en esta pieza, que se basa en llevar al extremo ese batiburrillo. El problema, y esto tiene que ver con la puesta en escena, fue que se asumió ese momento tan peligroso en el arte contemporáneo del «todo vale», donde es evidente que no se sabe ni porqué ni para qué se hacen las cosas. Por ejemplo: los djs hacían un ruido extraordinario al guardar los vinilos de nuevo, algo totalmente innecesario y prueba del ideológico «total, como todo es un lío sonoro, algo más no importa». Pero sí importa, al menos yo no tolero escuchar cualquier cosa. Los cantantes miraban en un papel dónde tenían que situarse cada vez y el minuto en el que tenían que entrar. Aí va otro ejemplo, en el que me concentraré. Los cantantes tenían un rol, o eso parecían indicar por su ropa y maquillaje. De resto, se dedicaban a pasearse por el taller (Werkstatt) de la Staatsoper sin ton ni son. Una mujer vestida de hombre con la misma gracia y buen hacer que en las fiestas del patrón de un pueblo perdido (Katharina Kammerloher), otra vestida con un vestido de noche como se ven en las tiendas más horteras de los turcos que viven en Berlín (Narine Yeghiyan), una especie de arlequín de una comedia del arte venida a menos (Torsten Süring), una especie de cowboy de paquete apretado y botas, un ¿leñador? (quién sabe) y una chica vestida con un disfraz que -nadie sabe porqué- hacia de loca (Carolin Löffler). En realidad, casi todos tenían que asumir el rol de estar medio pallá. Esto, al principio lo interpreté como si la intención fuese que representasen una suerte de obsesión por su parte, por lo que tenían que cantar. Pero no. O sí. No lo sé. No se entendía nada. ¿Por qué iban con ese atuendo, qué aportaba a la obra? ¿por qué se comportaban de ese modo? Muchas veces prestaba más atención a que la cisne-loca no se cayera encima de mí o, simplemente, se cayera y se partiera la crisma en uno de sus escarceos en el límite de la plataforma que hacía las veces de grada y de escenario. Si, como propone Prichett, la idea es que Europera 3 traiga al escenario el Roaratorio (de ‘roar’ – rugido, trueno, vociferar en inglés) que sugiere James Joyce en su obra Finnegans Wake 

Pulsa para ver un ejemplo del texto de Joyce

«What clashes here of wills gen wonts, oystrygods gaggin fishygods! Brékkek Kékkek Kékkek Kékkek! Kóax Kóax Kóax! Ualu Ualu Ualu! Quaouauh! Where the Baddelaries partisans are still out to mathmaster Malachus Micgranes and the Verdons catapelting the camibalistics out of the Whoyteboyce of Hoodie Head. Assiegates and boomeringstroms. Sod’s brood, be me fear! Sanglorians, save! Arms apeal with larms, appalling. Killykillkilly: a toll, a toll»
, un libro imposible de traducir a la lengua de Cervantes, donde se juntan ruidos y sensaciones de manera simultánea e independientes a la vez. Si bien cada personaje, con aquellos atuendos, parecía sugerir un mundo, el mundo de sus arias y a todo lo que remiten (no es baladí que se canten precisamente arias, que tienen tanta historia -de la propia obra y la de los seres humanos- y tanta política detrás), todo se quedó en una mediocre puesta en escena que le hizo un flaco favor a todas las posibilidades de la pieza de Cage. Si, como dice Prichett, Europera 3 tiene que ser una fiesta, yo me fui de allí con la sensación de que iba a tener resaca de las malas porque me habían dado garrafón en grandes cantidades.

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Europera 4, por su parte, es una pieza mucho más corta, de 30 minutos, que frente a la densidad de Europera 3 es mucho menos ambiciosa. La idea es la misma, pero esta vez lo interpretaron dos cantantes, un bajo y una soprano, sólo pinchaba una mujer, esta vez en una gramola, y el piano tocaba extractos. Hay algo en lo que, quizá, me he ido volviendo menos tolerante: que una obra se convierta en una bufonada. Y eso pasó en esta ocasión. Los discos de la gramola estaban rayados a propósito, de tal manera que el sonido se colgaba y la calidad era bastante mala, aparte de los defectos técnicos propios de un reproductor tan antiguo. Esto hizo reír al público al menos diez minutos, con esa risa infantil que nos provoca la caída de alguien o los momentos escatológicos que se reducen al caca, culo, pedo, pis. El disco enganchado captó la atención y rompió lo poco que se había construido de la pieza y, desde mi punto de vista, fue una simplificación radical de las muchísimas posibilidades de diálogo que tienen las dos piezas. Nos trataron como si fuésemos oyentes simplones, y les devolvimos una confirmación. Prichett, que habla del momento de la pérdida de calidad de lo sonoro como de su fragilidad y del recuerdo que le evoca a su mujer escuchar esa música borrosa, que le lleva a estar con su madre haciendo la colada mientras escuchaban aquellos vinilos, en esta representación se vuelve burdo, bruto y de muy mal gusto. Por otro lado, de nuevo, los personajes no tenían sentido. Ella iba vestida de un traje de época del siglo XVIII, del cual se desprendió en el primer tercio de la obra para quedarse en enaguas (¿por qué? no lo sé. No tiene sentido nada, ni el traje ni las enaguas) y él como un protagonista de Saturday night fever sin presupuesto. Al menos, a nivel vocal, estuvieron mucho mejor que sus compañeros de Europera 3. Al menos afinaron. Si en algo había que hacerle caso a John Cage es, quizá, en sus notas sobre Europera 4, cuando escribe que «played so as to be suggested rather than heard». Esa sutileza de la sugestión brillo por su ausencia, siendo sustituida por la violencia de una mera de suma de partes.

Esta pieza, que tendría que ser un poco macarra (Según Cage: «durante 200 años nos han mandado los europeos sus óperas. ¡Ahora se las devuelvo todas!») y llevar a la reflexión sobre la primacía y sentido de la ópera europea en el mundo, que ha tenido un rol tan fundamental en muchos núcleos sociales del viejo continente, mediante la reflexión de un outsider como es John Cage como norteamericano y como músico combativo, se convirtió, a mis ojos y a mis oídos, en un quiero y no puedo.

Ficha técnica


A vueltas con el seminario a propósito de Transient senses, de Alex Arteaga.

A vueltas con el seminario a propósito de Transient senses, de Alex Arteaga.

Fotografías de Marina Hervás

Antes de lo importante: en este artículo (corto por el formato de la web) sólo apunto algunas de las líneas que, desde mi punto de vista, resultan problemáticas. Hay que tener en consideración –¿tengan piedad de la que escribe!- que resumir dos días de discusión en este texto es titánico, y que siempre resumir es traicionar. Lo que busco es seguir pensando juntos y alcanzar nuevas conclusiones y, sobre todo, que me tiemblen los cimientos. Mi postura teórica se encuentra bien distante de la de Àlex Arteaga, y mi vocabulario y jerga está en otra constelación. Por eso, pido por adelantado disculpas si los conceptos y líneas de problemas no han sido debidamente marcados. Por supuesto, son bienvenidas las críticas de la crítica y las sugerencias.

 

 

Alex Arteaga estudió composición, filosofía y arquitectura. Es profesor del máster de Sound Studies en la Universität der Künste de Berlin. Y, ahora que ya hemos hecho un repaso ortodoxo al curriculum, vamos a lo que ahora nos ocupa: su obra.

En este artículo trataremos de poner en diálogo lo que se discutió en el seminario en torno a Transient senses, organizado por la Fundación Tàpies, la Fundación Mies van der Rohe y en Goethe Institut, celebrado los días 28 y 29 de mayo de 2015 con Alex Arteaga, Lluís Nacenta, Gerard Vilar, Susanne Hauser y Dieter Mersch; y una entrevista-conversación que tuvimos el placer de hacer a Arteaga. Transient senses consiste en una serie de micrófonos que, colocados en las paredes del pabellón Mies van der Rohe, captaban el sonido exterior. Éste era procesado en torno a una programa creado ad hoc que genera unas gráficas entre dos umbrales, marcados por Arteaga y su equipo como “de -1 a -6”. El resultado de este proceso se escuchaba por unos altavoces especiales, a los cuales había que aproximarse significativamente para poder escuchar algo. Al agotarse determinadas franjas temporales concretas, los altavoces callaban. Y volvía a empezar el proceso de nuevo. Así en un bucle infinito. Esta instalación se complementaba –o se terminaba de hacer- con una grabación realizada por Arteaga del material sonoro de horas intempestivas mañaneras y nocturnas, un texto y un foto-vídeo del pabellón expuestos en la Fundación Tàpies.

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Las influencias fundamentales de Arteaga son, en esencia, de la fenomenología. Desde la tradición de Husserl-Merleau Ponty hasta Francisco Varela, Evan Thompson y Eleanor Rosch en los 90, pasando por otros teóricos que trabajan actualmente en estos temas, como Shaun Gallagher, Ezequiel Di Paolo, Thomas Fuchs, o Dan Zahavi. Su propuesta se apoya, especialmente, en que el sonido no es un objeto, sino medio. ¿Qué significa esto? Pues que a lo que se aspira es a crear condiciones de cognición. Y ustedes se preguntarán, con razón, qué significa cognición y cómo se generan esas condiciones. Vamos a ver si conseguimos desanudar este problema. Cognición, en ese contexto, se amplía a la vida. Siguiendo a Varela, “la vida es cognición”. Arteaga no habla de Wissen o Erkenntnis o algo así, como en la tradición alemana, sino cognición. Arteaga considera la actividad estética como una forma de actuar, incluso de comportarse. Es una forma de engagement, tal y como defendía Evan Thompson. Y esta experiencia se relaciona íntimamente con el concepto de cognición, en la medida en que ésta pretende o busca dar respuestas no predeterminadas por el entorno. Esta no predeterminación se llama “autonomía”, que Arteaga vino a definir más o menos como “un ente que, debido a su organización interna está simultáneamente separado y, al mismo tiempo, en contacto con su entorno; y es capaz de generar sus propias respuestas a las variaciones de su entorno”. Por tanto, y a modo de resumen, la relación entorno-ente como sistema da lugar a la cognición, a la vida. Para distanciarse de otros conceptos de conocimiento, Arteaga defiende la distinción entre “sentido” y “significado”. Parecería que el “significado” ha venido siendo lo que se buscaba en al arte. Esto representa lo cerrado, el momento de explicación de la obra o, usando terminología anterior, el momento de lo predeterminado. A Arteaga le interesa la creación de condiciones para que surja un sentido de la experiencia. Gerard Vilar fue crítico con esto: para él, hay obras que tienen que ver con el significado y no tanto con el sentido. La defensa del sentido de Arteaga tiene que ver con que, para él la estética es, como hemos apuntado, una acción, y no una mera recepción, en el sentido tradicional, o un deleite o algo por el estilo. Esta acción es la de un ente, la de un ser, un cuerpo, un animal, un sistema organizado en un edificio o espacio concreto que se crean y recrean mutua y simultáneamente. Por todo esto, en la discusión sobre el sentido de la “artistic research”, Arteaga se posicionó contra la creencia de que el arte también tiene que producir, en el sentido científico. Para él, no producir es una trinchera contra el capitalismo.

Arteaga piensa, en su instalación, ahistóricamente. Él trata de ignorar la historia y enfrentarse directamente con el objeto, esta vez con el pabellón Mies van der Rohe. La objeción inmediata, y que quedó sin resolver, fue si es realmente posible ignorar la historia. El objeto es historia sedimentada, y no es baladí que se haya hecho todo el seminario en torno a una obra situada precisamente ahí y no en un lugar cualquiera. Pero esto se puede explicar con el trasfondo teórico que defiende Arteaga: que somos autónomos y que, pese a lo heterónomo, nunca dejamos de ser autónomos. Así que es posible, para él, arrancarse la historia y poner ahí la voz de la autonomía. Esto lo dijo, más o menos, así “somos autónomos, no heteronomos, pero eso no quiere decir que estemos libres del entorno. Pero tenemos nombre propio. […] yo soy autónomo, y actuó dentro de un sistema de condiciones donde mi autonomía es una más”. Digamos que, lo importante, es la heteronomía del objeto y no tanto esos términos que usamos los considerados dinosaurios de la filosofía, como la historia y la relación sujeto-objeto. Aún me queda claro, y así se lo expuse a Arteaga, cómo se resuelve en esta maraña conceptual el problema de la libertad, ya que parece que esa autonomía, por mucho que cuente con lo heterónomo, siempre puede alzar su voz. Arteaga defendía el concepto de Kopplung, de acoplamiento, donde lo autónomo entra en relación con lo heterónomo. Así lo expresaba en el texto que estaba en la Tàpies: “»Letting the place emerge through my transit» o “I become with the place». Si no he entendido mal (que es lo más improbable), Arteaga defiende una suerte de comunión con el espacio, en el que éste emerge con mi experiencia, al mismo tiempo que mi experiencia se modifica por estar-en ese espacio concreto. Así es como se comunican autonomía-heteronomía. Todo esto podría ser relativamente aceptable si la teoría y la praxis no se distanciasen. Lo cierto es que la obra de Arteaga, al igual que cualquier obra de arte al uso, incide en el espacio, es decir, no permite que haya experiencia en el espacio, sino una experiencia, que es la que fuerza Arteaga al poner esos micrófonos y esos altavoces que, además, detienen el sonido, paralizan el sentido del adentro y el afuera, porque lo impone un programa de ordenador hecho a priori por Arteaga. Así que ese “I” de “I become with the place” es la clave: para mí, y así se lo expuse –y perdonen mi terminología dinosáurica totalmente fuera de moda, supongo- hay mucho sujeto, y la cosa, el objeto, está violentado. Los visitantes no podemos ser autónomos, si esa es su propuesta, sino parte de la heteronomía, mera expectación de la experiencia de Arteaga. Una de las preguntas se refirió a esto: ¿cómo es posible pensar en la relación espacio/tiempo si ya la propia colocación de los altavoces condiciona los lugares adónde el oyente tiene que dirigirse? Esto se cuestionó también desde una perspectiva más general, bajo la pregunta de si había una recepción ideal de la obra. Arteaga dijo que no, pero al mismo tiempo defendió que su obra quedaba fragmentada sin un Gegenbau –que se puede traducir como un contraedificio- en el que se situasen los textos, la grabación, y el vídeo, es decir, los materiales de la Tàpies. Lo llamó la idea de la posibilidad ideal de la generación de un todo, al mismo tiempo, al inicio de la sesión, hablaba del pabellón como un mero marco, un frame. Esto abre el problema de que parece que hay una idea previa que no se puede alcanzar de ninguna manera por el espectador, que se tiene que conformar con ir a la cosa (hablando con Husserl) a través del fragmento, sin siquiera poder acercarse al todo. En términos dinosáuricos de nuevo, cabría pensar hasta qué punto lo particular, el fragmento, no es un todo en sí mismo. Los materiales de la Tàpies hablaban de eso, no se necesitaba al pabellón, ni al revés. Sobre la cuestión de la recepción ideal hubo, además, algo que me suscitó serios problemas. Según Arteaga y Lluís Nacenta, un acorde en Beethoven sólo se puede captar correctamente de una manera, como acorde x de x tonalidad. Tengo que decir que, desde mi punto de vista, esto se encuentra en las antípodas de mi pensamiento. La crítica romántica pone esto en juego. ¿Por qué es más correcto decir que un acorde se capta correctamente cuando se sabe su “nombre” y no cuando, por ejemplo, se le entiende como armonía del tema, como función o como, por ejemplo, golpes en la puerta del destino? Esto no es un alegato por el todo vale, pero sí una defensa de que ese más allá de la técnica a veces tiene más contenido de verdad. Suponer que sólo el arte contemporáneo abre este tipo de “open-ended experiencie”, como se indicó en la jerga que asumimos todos los allí presentes, me parece bastante problemático, sobre todo a nivel político.

Si asumimos que Arteaga crea la experiencia, vemos también difícil la posibilidad de entender la obra como condición de conocimiento (en ese sentido de cognición-vida), ya que se puede conocer la obra de Arteaga, y no el espacio transformado por lo sonoro. Esto lo marca, sobre todo, la necesidad de detener el sonido, la interrupción, el silencio. El silencio, el momento en el que se detiene el ruido, que es lo afuera que se ha colado al adentro del espacio, es enfáticamente Arteaga, que me impone una detención del sonido antes de que yo pueda experimentarlo de otra manera. Arteaga, al inicio de la sesión, insistió en que, sobre todo, buscaba apuntar la inestabilidad sonora del pabellón. ¿No hace el silencio inducido que el oyente se tranquilice, que asuma que hay un marco, un paréntesis que le recuerde que lo que oye es algo diferente al mero ruido de la vida? ¿No hace el silencio advertir de que el pabellón es inestable, pero forzándolo a serlo? Este asunto del “paréntesis” que, según Arthur C. Danto, es lo que hacía, en la tradición, que el espectador/oyente supiese que, lo que estaba viendo, es una obra de arte, y no algo real, porque si no no podría soportarlo, dio lugar también al debate. Éste se tradujo en la pregunta por el diálogo entre la presentación y la re-presentación. Los silencios hablaban, según se expuso, de que aquello es ficción. Y yo me pregunto: ¿Y no bastaba con lo extraño al pabellón, que son los micrófonos que penetran sus paredes y los ruidos que surgen de los altavoces? ¿No se introduce ya ahí la ficción? El silencio, desde mi punto de vista, es la ficción de Arteaga, es decir, su realidad. Él mismo lo expresó diciendo que, desde su perspectiva, él le decía al visitante del pabellón «shut up and listen!» [¡calla y escucha!], en un alegato (que yo suscribo en parte) por relativizar la simple democratización del arte. Este alegato se dirigía contra la idea, relativamente reciente, de que hay que repensar la institución haciendo partícipe activo al visitante. Un chico joven que asistió al semaninario, que estaba presumiblemente dentro de esta línea, se cuestionó hasta qué punto no sería legítimo que el visitante pudiese mover los micrófonos y los altavoces a su antojo, y hasta qué punto eso que estaba pasando en el pabellón le servía realmente para algo. Este tema está ahora, precisamente, muy de moda en Alemania, con la recepción de Rancière y con textos como los de J. Rebentisch Theorien der Gegenwartskunst. Por hoy no puedo (y me temo que no debo) extenderme mucho más. Pero lo que quería señalar es que en una reconceptualización de lo democrático en el arte, donde parece que la práctica estética, para ser tal, debe ser diferente a la mera experiencia cotidiana, hay un momento de imposición y de apropiación del espacio, así como de la experiencia del visitante que no debería pasarse por alto si, precisamente, esto es lo que se pone en juego desde la teoría.

Por cierto, todo esto sigue. Aquí os dejo la información… “En la segunda fase (18 – 19 de junio, Sónar+D), en la que se tratará suplementariamente el tema de la constitución de objectos sonoros en un contexto auditivo ambiental, participarán Jean Paul Thibaud (Ecole Nationale Supérieure d’Architecture de Grenoble), Rudolf Bernet (University of Leuven) y Xavier Bassas (Universitat de Barcelona). Además, el artista sonoro Lucio Capece realizará intervenciones sonoras en la instalación del Pabellón como extensión del proceso de investigación”. Más, aquí: http://sonarplusd.com/es/activity/transient-senses/

Música, espacio y discusión: El Modern art Ensemble en la Konzerthaus de Berlín

Música, espacio y discusión: El Modern art Ensemble en la Konzerthaus de Berlín

Foto: Sandra Setzkorn

Hace unos días que se inició una discusión sobre en el Facebook de «El compositor habla» con motivo de  una entrevista realizada por Ruth Prieto a Luis Ángel de Benito en la que se pusieron sobre la mesa temas que tienen ya cierta antigüedad pero que siguen sin resolverse. Básicamente, la pregunta por si la música contemporánea tiene interés más allá de los aficionados, los concursos y las subvenciones; por si parecería que hay un rechazo de lo «atonal» (entendido, simplemente, como no-tomal) y por el modelo de concierto actual, que, en términos de Luis Ángel de Benito,
«…ofrece[n] la música en fórmulas pensadas para épocas pretéritas. Entonces nos acuden públicos pretéritos.  Me refiero a nuestros conciertos híper-serios e híper-litúrgicos, que parece que cuando estamos escuchando la Pastoral de Beethoven estamos viendo el Via Crucis o algo así. Ni siquiera en tiempos de Beethoven, ni de Liszt, ni de Brahms, las cosas eran tan estrictas. […] El concierto era un asunto lúdico, y no sacrosanto. La gente vitoreaba y aplaudía cuando quería (hasta cuando Brahms estrenó su Cuarta Sinfonía, el público le hizo repetir el Scherzo). Nosotros aquí hemos decidido que el público pague y calle, y miramos mal a un neófito que aplaude inocentemente después del primer movimiento (¡¡¡Chsssst!!!… ¡¡¡Chssst!!! enfurecidos…). Claro, ése no vuelve más. Pagar para que le riñan las multitudes… Tenemos saborcillo de secta esotérica».
El Modern Art Ensemble ofrece su propia opción para esto, metiéndose sin querer con todos los puntos de la disputa. En un concierto que trataba de explorar, a través de cinco obras rencientísimas de compositores vivos que trataban de explorar lo espacial en música, se plantearon como objetivo era facilitar la «difícil escucha» de estas obras a través de una explicación previa a cada pieza. Esto, desde las gafas de algunos diletantes, sería poco más que un sacrilegio pero, desde mi punto de vista, es algo que urge comenzar a hacer en todos los conciertos, al menos, de música contemporánea. Una pedagogía seria y crítica, claro, pero pedagogía, que dé algunas claves para seguir la construcción de la obra. Además, la pregunta por el espacio musical es uno de los puntos fundamentales hoy en la teoría de la música, lo que hace de esta propuesta áun más atractiva, en la medida en que nos introduce directamente en el problema a través de los oídos.
El concierto comenzó con Diskant (2009), para piccolo, Clarinete en mi, carrillón y piano. Es una pieza de Michael Hirsch (1958- ), el cual, a parte de ser un compositor formado con Lachemann o Schnebel, se dedica a dirigir obras de teatro. Esta pieza se sustenta en el tritono de mi a si, pasando programáticamente desde una música que pretende ser algo que el presentador de esta pieza, Matias de Oliveira Pinto, clasificó como el paso de la mera retórica vacía a lugares cercanos a lo celestial. Como podemos apreciar, la obra se fundamenta en planos hiperagudos y el diálogo del resto de insturmentos sobre una suerte deostinato del piano, que contrasta radicalmente con el tenuto del clarinete. Es una pieza que exige una precisión ritmica extrema, ya que se construye a través de pequeños fragmentos enmarcados por cesuras que devienen temáticas. Parecería que la melodía no puede desarrollarse: lo intenta y siempre cae, le adviene una y otra vez ese ostinato, la fórmula mínima que forma la pieza. Los sonidos que aparecen más allá del ostinato parece que caen y rebotan, como una especie de piedras en un charco El diálogo, la construcción tímbrica, se establece de la siguiente manera: piano-piccolo/clarinete -carrillón. Lo mejor: la tensión acumulada que explota en el fortíssimo del clarinete y la flauta e inicia la contracción de la pieza hacia el momento de su origen, al que ya no puede regresar sin desaparecer.
La siguiente pieza del programa fue Zedekhias’s Tears (2013) para flauta, trío de cuerdas y piano, compuesta por Pèter Köszeghy (1971- ). Está inspirada en el personaje bíblico de Sedequias. Su relación con el espacio se trata a través de un viaje virtual al infierno. Su propuesta se basa en la creación de un eco del sonido mismo a través de una melodía de la nada, que Klaus Schöpp, el presentador de esta pieza, clasificó como un experimento «fino, sensible y minimalista» de lo sonoro.  El violín partía de lo mínimo, con un sonido mejorable para conseguir a ese efecto, más ambiental que constructivo. Precisamente, las irregularidades de lo ambiental hace que, en este caso, lo que abogan por la música electrónica para perfeccionar lo que no pueden alcanzar los instrumentos tradicionales parezca que tienen razón. Pero, el problema, me parece, en este caso está en intentar tocar con técnica clásica obras contemporáneas y lo que aparece, por tanto, es el retraso que existe entre los conservatorios (ya sólo el nombre me da grima) y la producción real. Los instrumentos se van incluyendo con meras notas, con pura individualidad (segun Schöpp, son las lágrimas de Sedequias) que, después, terminan construyendo una línea melódica dilatadísima. Nuevamente la construcción es dual: vemos que el plano sonoro se construye por oposición del violín-flauta con el cello-piano. El clarinete, por su parte, va cambiando de uno a otro. La armonía es también anchísima, Cada instrumento incorpora no exactamente un lugar en la armonía, una función, sino un color al sonido mínimo que presentó el violín, un sonido mínimo que cada vez es menos mínimo y más protagonista, que va creciendo a la vez que destruye su esencia: precisamente esa menudencia. El cello aporta su color a través de efectos (sobre todo sul tasto y glissandi) que destacan sobre los lugares comunes a los que llega l plano violín-flauta, cuyo discurso se agota relativamente pronto y deja de ser interesante, de contar cosas. Igual que en la pieza anterior, después de un momento climático, regresan a la construcción inicial. Eso confirma las tesis de principio de siglo de Bartok, en las que señalaba que la música tenía que buscar oras formas de generas tensiones y distensiones -al estilo de la música tradicional-, aunque éstas ya no se construyeran sobre elementos tonales. Básicamente, venía a decir que había disonancias más disonantes que otras y que sólo un buen tratamiento de los momentos tensionales podrían resultar en una buena pieza.
Tempor (1991), de Gérard Zinstag (1941-), para clarinete, flauta, trío de cuerdas y piano, resultó ser la mejor pieza de la noche a mi parecer, dada la coherencia de su construcción. Es una obra muy estructurada, cntruida en base a tres partes que representan tres formas de comprender el tiempo. Como podemos apreciar, el staccatto inicial marca la pauta de la pieza completa. Se podría decir, que trata de explorar las diferentes maneras de aparecer de una estructura mínima, que se va deformando en su exposición. Esa estructura mínima que se deforma, lo hace de forma diferente en cada instrumento, y se va solapando, hasta perder la robustez del inicio. De esta manera, se introducían los efectos sonoros, que aportaban una gran riqueza tímbrica. Recupera, en cierto momento, la estructura mínima inicial, pero la propia obra le advierte que ha dejado de tener sentido tras su deformación, de tal modo que estos conatos de reexposición se queda en una suerte de ironía de sí misma.
Tras la pausa, el concierto se retomó con Sandschleifen (2003), de Isabel Mundry (1963- ), para trío de cuerdas percusión y piano. A mi parecer, es la obra más débil del programa, con un principio constructivo sólo atractivo al principio, con una melodía jugetona que contrasta con elementos percutivos, pero que consigue a duras penas su propósito, descrito aparentemente por su autora: descubrir bucles de arena y de elementos pictóricos como una casa, un estanque o un árbol según la descripción que hace Karsten Feldman de un cuadro de Sigrid Klemm. La propuesta, que trata de poner en juego lo visual y lo sonoro, se queda en un barullo donde no se entienden los principios constructivos y comienza a pensar muy pronto. La pieza tiene dos partes: la primera era un todo, un caos, la multiplicidad. La segunda arranca del impulso de la primera en el piano, pero el resto de instrumentos se vuelven más efectistas que tradicionalmente melódicos. Lo interesante es justo lo contrario de lo que pretendía la autora: no se visualiza nada, sino que la obra habla en el sentido sonoro inicial del lenguaje, como puro phonos: así es como describe. Se descrbe, en realidad, a sí misma.
Por último, escuchamos Chergui (2012), para flauta, clarinete, violín, violoncello, vibráfono, arpa y piano, de Johannes Boris Borowski (1979- ). Esta obra comparte con la de Mundry su carácter programático. El Chergui o el Sherqui es un viento de Marruecos, por lo que el tratamiento espacial de Borowski se basa en el movimiento del desierto motivado por aquél. Lo que le interesa, es el aparente estatismo del desierto, que en realidad es puro movimiento, puro cambio constante. Los granos de arena son estructuras mínimas que van modificando, poco a poco, el paisaje. Desde este punto de vista, coonstruye la obra sustentándola en el trino, que deriva en una melodía, al ampliarse; o en elemento percutivo al desintegrarse. El trino se construye a partir del semitono con que se inicia la pieza entre el violín y la flauta. Los pseudoretornos al motivo del semitono es como una suerte de marco, de anclaje, de respiración. Los planos nuevamente se dividen en parejas: violín-flauta/vibráfono-clarinete y arpa-piano. El momento más fascinante aparece cuando el arpa se queda en un ostinato de semicorcheas y se solapan notas tenuto con momentos percutivos del resto de instrumentos que contrastan con la repetición incesante del arpa.
El Modern art ensemble demostró que la música contemporánea goza de buena salud. Las obras dialogaban entre ellas: en lo constructivo casi todas eran tripartitas y usaban recursos similares, lo cual situa muy bien el horizonte de la pregunta de lo espacial en la música. Es algo complejísimo, ya que parece que contradice lo que constituye a la música esencialmente: no tener más espacio que el que ocupa la onda sonora, que es más bien puro tiempo. La calidad interpretativa fue excelente, salvo en el violín, y las explicaciones previas un acierto que deberían incorporar más conciertos de esta música que aún nos resulta hostil. Debemos eliminar el via crucis y también a los curas de la música, liberarla de los dogmas y de la institución y sus normas.
El Modern Art Ensemble lo forman;
Matías de Olivera – Director y violoncello
Klaus Schöpp – Flauta
Unolf Wäntig – Clarinete
Theodor Flindell – Violín
Jean- Claude Velin – Viola
Anna Carewe – Violincello
Yoriko Ikeya – Piano
Katharina Hanstedt – Arpa
Alexandros Giovanos – Percusión

 

Port Bou, de Eliot Sharp. Estreno en la Konzerthaus de Berlín

Port Bou, de Eliot Sharp. Estreno en la Konzerthaus de Berlín

 

Imagen tomada de aquí

Port Bou, de Eliot Sharp, es una de esas obras que se quedan grabadas en la memoria musical, aunque no tanto por la calidad insólita de la partitura, sino por la originalidad del tratamiento de lo vocal, que fue extraordinario. Tuvimos la suerte de estar en su premiere el día 25 de abril en la Konzerthaus de Berlín, después de que se estrenase en octubre de 2014 en Nueva York. Según el propio Sharp, para escribir esta ópera (sic) se inspiró en los últimos días que Walter Benjamin pasó en la frontera de España y Francia (en el pueblo de Port Bou), antes de decidir suicidarse, antes de que lo matase la Gestapo o la policía franquista. Walter Benjamin es uno de los filósofos que más influencia tienen en todo el mundo actualmente, aunque en vida fue rechazado en círculos académicos y tuvo dificultades para vivir como crítico literario, y traductor. Fue un personaje de extraordinaria inteligencia y sensibilidad, una de esas figuras que la humanidad debería ser incapaz de perdonarse el haberlo maltratado de tal modo que su solución fue el suicidio.

Se trata de una pieza que, en realidad, se basa en una suerte de libreto que resume las lecturas y las, por así decir, reflexiones musicales que Sharp ha hecho de Benjamin, que básicamente son La tarea del traductor, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica y La obra de los pasajes. No estoy segura de que consiga aquello que proponía: contar esas últimas horas de Benjamin. No es que exija una especie de monólogo sobre el fin de la existencia, pero me parecía interesante ver qué posibilidades daba el enfrentarse realmente a esa experiencia. Al menos, hubiese sido deseable, por ejemplo, algún tipo de alusión a los problemas de las Tesis sobre el concepto de historia, que es el último texto que nos dejó (incompleto), o a esa compleja vinculación entre la propia vida de Benjamin y su trabajo intelectual. Por tanto, la obra me parece una música excelente sobre un texto que poco tiene que ver con la promesa de su compositor. Se entremezclan dos asuntos. Por un lado, la pregunta de cuál sería, si es que la hay, para narrar un muerte anunciada por el propio ejecutor, si cabe musicar algo tan terrible como el suicidio impuesto por gobiernos fascistas. Y si esa música debe ser, efectivamente, en lenguaje contemporáneo o si debe apelar a cosas que movieron a Benjamin, como los cuentos infantiles. ¡Quién sabe si el sonido de una caja de música se aproxima más a esas últimas horas de Benjamin, si insistimos que esa es la intención de la obra! Y, por otro, nos cuestionamos hasta qué punto, con esa música y ese libreto, hace falta realmente Benjamin, si realmente para lo único que aparece  Benjamin ahí es mera cita textual. Y digo mera con todas las consecuencias, porque Sharp pasa de puntillas por lo que Benjamin abre, porque no hay diálogo entre Benjamin y Sharp. Sharp petrifica las letras de Benjamin, no permite que hagan lo que él siempre intentó: que viviesen, que fuesen “programa de la filosofía futura”. Eso sí: musicalmente fue apasionante, un viaje por la maestría, especialmente del trabajo vocal. Nicholas Isherwood es, simplemente, una de las mejores voces actuales. Versátil, preciso, impecable, con un timbre extraordinario. Le falló lo que le falló a la obra completa: algo más de dramatismo, introducir verdaderamente el tema en el marco de la pieza. De ahí que los momentos susurrados que terminaban en una “Scheiße” [=mierda] pareciesen fruto de un loco, y no de un condenado a morir. Aquí pueden encontrar muestras de lo que es capaz de hacer. La música, que la interpretaban William Schimmel al acordeón y Jenny Lin en muchos casos quedaba eclipsada por la fuerza de lo vocal. Fue muy interesante el diálogo con la electrónica y todo un acierto la interacción entre células, que iban apareciendo y desapareciendo a lo largo de las diferencias “escenas”.

Lo peor: el vídeo, hecho por Janene Higgins. Fue, en resumen, una suerte de cúmulo de lugares comunes y estereotipos. Era, además, poco logrado a nivel estético. Sólo la parte en la que se refería al comunismo y a Ascja Lascis tenía algo rescatable, y más por una combinación cromática que por construcción fílmica. Un desastre. Al menos no molestaba en exceso el discurrir de la acción, pero sí que condicionó en algunos momentos la lectura de lo musical con alusiones a los mismos vídeos que hemos visto miles de veces de nazis desfilando o de trenes.

Por Marina Hervás

 

Tarquin, de Krenek, en la Staatsoper de Berlín. Una obra corta de miras.

Tarquin, de Krenek, en la Staatsoper de Berlín. Una obra corta de miras.

Foto tomada de aquí

 

FICHA TÉCNICA

DIRECCIÓN MUSICAL

Max Renne

ESCENOGRAFÍA

Mascha Pörzgen

DECORADOS

Johannes Gramm

VESTUARIO

Isabel Theißen

MARIUS | TARQUIN

Maximilian Krummen

CORINNA

Sónia Grané

CLEON | OFICIAL

Stephen Chambers

ARZOBISPO | TONIO

Grigory Shkarupa

CANCILLER | BRUNO

Jonathan Winell

TÉCNICO DE LABORATORIO | PERIODISTA

Annika Schlicht

El pasado 19 de abril fue la premiere de Tarquin, de Krenek en la Staatsoper de Berlín. Es una ópera pequeña, en su concepción: para seis músicos y cinco cantantes. El libreto, aunque intenta ser satírico con la figura de un dictador en apariencia similar a Hitler, pero con una complicada vida interior, se queda en un texto insulso y a la altura de los peores libretos de la historia de la ópera. La historia va así: Marius, Corinna y Cleon son compañeros de college. Marius y Cleon están enamorados de Corinna, quien parece preferir a Marius. Éste, un chico ambicioso y autoexigente, aspira a conseguir las mejores calificaciones. Pero no es así: las obtiene Cleon. Eso le hace desquiciar y autoprometerse llegar a ser el número uno. Esta frustración personal le lleva a convertirse en dictador, Tarquin. Mientras, Cleon y Corinna desconocen que Marius es Tarquin, y tienen una radio clandestina de resistencia. La policía descubre la radio y así se produce el encuentro entre los tres antiguos compañeros. Corinna le hace recordar el tipo de chico que era Tarquin antes, y hace aflorar a Marius y, con él, el amor adolescente por ella. Cuando todo parece que va a terminar en una bonita historia de amor, el capo de la policía estatal mata a Corinna y Marius queda destrozado por su muerte. Poco después, fallece él también. En fin, todo esto se adereza con catolicismo rancio y espiritualidad religiosa. Según J. Stewart, «It would be charitable to suppose that Krenek was not yet sufficiently acquainted with English to appreciate the awfulness of such lines». Pero, a veces, con un mal texto se puede hacer una gran escenografía. Al fin y al cabo, la música tiene muchos momentos muy rescatables e interesantes. La puesta en escena, a cargo de Mascha Pörzgen, consistía en una especie de laboratorio, donde la historia del libreto se mezclaba con la idea de que estábamos viendo algo explícitamente irreal, como si el público (que íbamos vestidos con la semibata verde típica de los hospitales, que se repartían a la entrada) tuviese que apreciar poco más que un experimento. No sé si eso habla a favor o en contra de Krenek (es decir, puede subyacer la idea de entender su pieza como experimento y no como algo terminado) pero, desde luego, fue un flaco favor para Pörzgen. Esa idea del laboratorio no llegó a entenderse, se integró más bien mal con el contenido de la historia.

La interpretación instrumental fue más que correcta: hubo momentos muy buenos. Lo cierto es que con tan pocos instrumentos es difícil crear grandes construcciones, sin embargo se consiguió, sobre todo, mantener siempre una tensión que no estoy segura que la propia partitura desprenda fácilmente. Lo más flojo fue el clarinete, cuya presencia se vio muy eclipsada por el resto.

Sobre los cantantes: es una pieza exigente. Salvo Corinna y Marius, todos los demás tienen que asumir varios roles. Esto, vocalmente, en una pieza tan corta y en el espacio del Werksatt de la Staatsoper, es todo un reto. Sobre todo porque no hay exactamente un backstage. Es decir, los cambios de atrezzo y de caracterización se incluían dentro del propio discurrir de la historia. Me pareció un acierto, daba que pensar sobre el dentro y el afuera de la puesta en escena.

Sonia Grané, como Corinna, demostró tener una gran voz y de un timbre muy bonito, en el mejor sentido de la palabra de bonito, pero teatralmente tiene mucho que pulir. Muy forzada y excesivamente dramática, tuvo problemas con la naturalidad de sus movimientos. Maximilian Krummen, como Marius/Tarquin, fue quizá uno de los mejores de la noche. Quizá gestualmente un poco exagerado, pero sus exageraciones no desentonaban en exceso con el manierismo de su personaje, un megalómano que va a menos. A Stephen Chambers le faltó un poco de adaptación vocal a lo que estaba cantando, aunque en general estuvo a la altura. Grigory Shkarupa fue un divertido y excelente Tonio, no tan brillante Arzobispo. Jonathan Winell dejó en evidencia los problemas de pronunciación del resto con una excelente dicción del texto narrado. Fue convincente y vocalmente muy potente. Quizá el mejor de los secundarios, que en muchos momentos sobresalía como un protagonista más.  A día de hoy no entiendo el papel de Annika Schlicht como técnico de laboratorio. Su función consistía en explicar al público qué pasaba en la historia, como si no fuese ya suficientemente evidente. Me pareció algo absurdo, innecesario y falto de consideración para con la inteligencia de los asistentes. Eso sí, vocalmente demostró tener una gran potencia y una capacidad dramática que, por desgracia, no pudo explotar demasiado. La hubiese preferido a ella como Corinna.

 

 

 

Por Marina Hervás