por Carlos Rojo Díaz | Sep 15, 2017 | ENTREVISTAS, Música |
“Lo único que realmente me importa ahora mismo como compositor es la ópera”
En febrero del año 2015, Mauricio Sotelo estrenaba en el Teatro Real de Madrid su ópera El público, basada en la obra teatral homónima del poeta granadino Federico García Lorca. Hoy, con motivo del reciente lanzamiento del DVD que contiene la representación de aquel estreno, hablamos con Sotelo sobre su creación más extensa realizada hasta la fecha.
1. ¿Cuál es el origen de El público, de Mauricio Sotelo?
El origen es un encargo de Gerard Mortier, que, en el momento en el que le nombran director del Teatro Real de Madrid (Mortier era el típico intendente, una persona muy creativa), tenía la idea de crear una ópera sobre El público, de Lorca. Yo creo que esta idea ya la tenía desde hacía tiempo por varias razones: por ser Lorca una figura en la literatura española, europea y universal; por ser El público una obra polémica, como es una historia de amor homoerótica; por ser una especie de teatro dentro del teatro; y también porque, en lo musical, daba pie a la introducción de la tradición oral, de elementos del flamenco.
Aunque El público, de Lorca, es una obra de su último periodo, es decir, no es una obra con elementos claramente folcloristas, sí existen ciertos ecos de su folclorismo y, por mi trabajo con el flamenco, Gerard Mortier pensó que la persona adecuada para hacer El público sería yo. Sinceramente, yo tenía otro proyecto que proponerle, un proyecto en el que llevaba trabajando ya muchos años. Él me escribió (siendo aún director de la ópera de París), nos reunimos y me dijo que ese proyecto era muy interesante pero que lo que él quería era llevar a la ópera El público, de García Lorca.
De manera que el inicio de esta ópera es un empeño de Gerard Mortier. La idea es suya y toda la propuesta y el arranque es gracias al visionario que fue Gerard Mortier.
2. ¿Es su primera experiencia en el género? ¿Cómo valora hoy este trabajo?
No es mi primera experiencia, pero sí es mi primera ópera grande. Mi primera ópera fue De amore (1995), una ópera de cámara encargo de la Bienal de Múnich. Así que El público es mi primera ópera de gran formato, tiene una duración aproximada de dos horas y media.
He de decir que la experiencia para mí como compositor no puede ser más intensa y más alentadora, en el sentido de que me atrevería a decir que lo único que realmente me importa ahora mismo como compositor es la ópera. Yo, a partir de ahora solo escribiría óperas con algunos interludios tipo: un cuarteto de cuerda o alguna obra para orquesta. Desde luego estoy muy fascinado con el género y muy fascinado con los instrumentos.
Y hay algo muy importante: los cantantes. Hoy en día son muchos los compositores que se olvidan del instrumento. Después de las experiencias de vanguardia y de compositores maravillosos como pueden ser Helmut Lachenmann, ahora un compositor joven, que no tiene ni la estatura de Lachenmann ni el posicionamiento ético o filosófico de Lachenmann, se pone a aporrear una guitarra. Yo creo que es que no sabe escribir para la guitarra. Con las voces pasa lo mismo, creo que para escribir ópera hoy en día hay que conocer muy bien las voces dentro de lo que se llama Stimmfach, o sea el sistema alemán de clasificación de las voces. Por ejemplo, en una soprano. Hay una diferencia enorme entre los diferentes tipos de sopranos (Lyrisher Koloratursopran, Dramatischer Koloratursopran, Soubrette, Lyrischer Sopran etc.), o entre los diferentes tipos de roles que hay en la ópera, y hay que conocer muy bien la literatura, los registros de las voces, el carácter, el color de las voces, donde está el passaggio. Todo eso es un mundo que para mí es absolutamente fascinante, hablando solamente de las voces.
Sin olvidar todo lo que se abre a la colaboración con otros artistas en el plano escénico, un mundo que ha avanzado muchísimo, no solo en cuestiones técnicas sino también en cuanto a planteamientos artísticos. Hace 30 años, era impensable ver las puestas en escena que se ven hoy en los teatros europeos o en algunos teatros americanos, las propuestas escénicas han avanzado mucho tanto artísticamente como técnicamente. Es un mundo apasionante.
3. ¿Cómo se compone una ópera con un texto tan complejo?
Es realmente muy difícil. Yo pasé del absoluto entusiasmo inicial al recibir el encargo a la desesperación absoluta (risas). Adaptarte a un texto así es muy difícil, de manera que el camino ha de ser muy claro.
Mi cometido, en primer lugar, era dejar hablar al texto. Esto es, encontrar un lenguaje musical que permitiese la comprensión del texto; encontrar líneas que permitan que el texto sea inteligible para la audiencia, eso es lo más difícil. El texto cantado es difícil de entender. Pasear recitando el texto, siguiendo el ejemplo de Schubert, es un método que adopté mientras estaba en Berlín en el Instituto de Estudios Avanzados (Wissenschaftskolleg zu Berlin), que fue donde compuse la ópera. Lo que hacía era leer pasajes del texto en voz alta con distintas entonaciones, como si fuese un actor más que un compositor, y luego buscaba el metrónomo de ese texto. Posteriormente, lo grababa y luego transcribía ese texto, medio hablado medio cantado (entonado digamos), dándole vueltas hasta encontrar un color en el perfil melódico del texto que permitiese al texto hablar por sí mismo. Mi intención como compositor era: neutralidad absoluta e intentar siempre permitir que el texto hablase. Esta ha sido una tarea muy difícil, la de que el compositor intervenga en el último momento.
En segundo lugar, cuando ya había conseguido unas líneas inteligibles, a través de la armonía y la orquestación, creaba en torno al texto un ambiente psicológico que ayudaba a traducir la intención del texto. Teniendo en cuenta que el texto no tiene una intención directa, es un texto abierto, surrealista, que propone mundos. Es como un multilayer, hay distintos planos en el texto que se superponen.
En resumen, la dificultad era, por un lado, conseguir un texto inteligible y, por otro, dotarlo de un aura que permita captar esa pluralidad de planos que el propio texto propone. Una tarea muy difícil y que espero haber conseguido en cierta medida.
4. El subtítulo de la ópera es “Ópera bajo la arena”. ¿Por qué este subtítulo?
En el mundo de El público, el propio Lorca habla del teatro al aire libre y del teatro bajo la arena. Quiero leer aquí un breve párrafo de un texto del libretista Andrés Ibañez, que clarifica estas dos ideas:
“Aunque en líneas generales de la historia son fáciles de seguir o de intuir, El público sigue siendo una obra elusiva y difícil, y es probable que querer descifrarla del todo sea un empeño imposible. Es de vital importancia el conflicto entre el teatro al aire libre (teatro burgués, fácil de seguir y complaciente con los gustos convencionales), el teatro bajo la arena (radical, crítico y revulsivo) y algo más, la idea de que la identidad no es algo que pueda ser fijado y aislado, sino una especie de continuo y de sueño en el que los límites aparentes del sujeto se tornan líquidos y evanescentes.”
El subtítulo de la ópera hace referencia, pues, a esa concepción lorquiana del teatro bajo la arena, crítico y revulsivo.
5. ¿Qué similitudes cree que existen entre el contexto en el que Lorca escribió la obra de teatro y el contexto en el que Sotelo escribe su ópera?
Sí, hay que situar un poco el contexto de las dos cosas. Piensa que estamos en un momento en el que todos los compositores, en los años 50 (empezando por Boulez), rechazaban la ópera como género burgués y convencional. Y ahora, todos los compositores, sin excepción, están componiendo para el género. Incluso el propio Boulez en el momento de morir estaba escribiendo una ópera, György Kurtag está escribiendo una ópera para la Scala de Milán, y también todos los compositores de las últimas generaciones. Es un género revisitado por muchas motivos, yo creo que hay un cierto renacimiento del género.
Por supuesto, una ópera sobre un texto así es extremadamente provocadora, y el contexto mío también lo es. Un musicólogo de Granada, Pedro Ordóñez, está escribiendo e investigando sobre el contenido político, sobre la relación del flamenco en El público. Porque, en el teatro, un guitarrista flamenco y un percusionista delante de la escena son un elemento visual predominante; la guitarra, el flamenco, están delante y encima de la propia orquesta. En la convención burguesa de lo que es el teatro de ópera, son elementos que molestan. En una de las pausas de una de las representaciones, una conocida política salía diciendo: “¡Pero bueno!, ¿cómo nos ponen esto en el Teatro Real? ¡Esto que lo pongan en un tablao!” En ese momento se lo comenté a Arcángel y, con la habitual guasa que tienen los flamencos, dijo: “No te preocupes, maestro, esta señora no tiene ni idea. Primero, no tiene ni idea de flamenco y, segundo, tampoco tiene mucha idea de ópera. Porque a ver, dígame, en un tablao ¿dónde vamos a meter a tanta gente como somos aquí?”
Así que, solo ese elemento de diferenciación entre la música culta (entre la ópera para un público burgués) y lo popular (algo para las clases bajas o que no tiene cabida en un teatro de ópera) es un conflicto muy actual: la diferenciación de clases. Con lo que todos estos elementos son también elementos que tienen un contenido sociopolítico y que provoca rechazo a determinadas personas o entre ciertas capas de la sociedad.
También el que fuese un tipo de público, ya no solamente un público joven, sino también más abierto. Yo he visto en el teatro (porque fui a todas las representaciones) a parejas de jóvenes emocionados llorando cogidos de la mano, me refiero a parejas de homosexuales, identificándose con el mensaje de la ópera, muy emocionados por todo lo que aquello significa. Que, aunque estemos en el siglo XXI (en la España del siglo XXI), creo que todavía hay elementos que no solamente molestan, sino que conmueven tanto a unos como a otros. Y creo que el momento no es más idóneo ahora, porque nuestra sociedad está pasando un momento muy difícil de identidad, la sociedad civil está muy avanzada en derechos, pero también hay un sector muy reaccionario.
Además, ha habido muchísima prensa, no solo crítica musical sino muchísima prensa a favor y en contra de este montaje. Eso ha provocado también que tuviésemos un éxito de público inusual, desde luego único en una ópera contemporánea y también dentro de las óperas de repertorio. Según los datos, hemos tenido un total de 11.697 espectadores, y un 88% de ocupación en ocho representaciones. Ese porcentaje significa que, de media, hemos tenido representaciones por encima del 90%. A la última representación asistieron los Reyes, hecho del que se hicieron eco revistas como Paris Match y otras revistas del corazón francesas e italianas.
Ha habido una repercusión social que no tiene que ver únicamente con el hecho musical sino con todos los elementos de los que hablábamos: sociopolíticos, sobre el contenido de El público, sobre el contenido de la obra de Lorca y sobre lo que significa la figura de Lorca, uno de los muchos asesinados y aún hoy también desaparecidos.
Y tenemos los asesinados en la guerra todavía y todavía hoy la polémica es si se pueden rescatar, si no. Son elementos importantes todavía en la España del siglo XXI, en la que ciertos temas todavía crean grandes conflictos sociales. Además el contexto en el que se encuentra España ahora mismo, con todas las tensiones que hay, las tensiones sociales, y con todos los elementos que hay también de nacionalidades, como el propio conflicto con Cataluña.
Ayer volví de Croacia. La última vez que estuve en Zagreb (el 4 de abril de 1993, con un estreno en la Bienal de Zagreb), la ciudad estaba en guerra. Y yo veía a la gente, chicos como los que ves en la Esmuc [Escola Superior de Música de Catalunya, donde Sotelo es profesor de composición], sin una pierna, o sin las dos, sin un ojo… El hotel en el que estábamos alojados se convirtió en un hospital de campaña, y hablamos de Centroeuropa, esto sucede aquí, y ha sucedido hace muy poco. Con respecto a este tipo de tensiones, los políticos son de una irresponsabilidad tremenda, porque en cualquier momento las cosas pueden irse de las manos. De ese conflicto no estamos libres, como el que sucedió en la España de Lorca. Lamentablemente, la historia se repite en momentos históricos distintos. Ahora vivimos un momento delicado, y no solo por temas como la homosexualidad, porque creo que España es uno de los países más avanzados a este respecto o con una sociedad, en parte, más tolerante.
por Marina Hervás Muñoz | Ago 20, 2017 | Críticas, Música |
Fotografía bajo copyright de Javier Cotera para el FIS
Dentro del Festival Internacional de Santander (FIS), el pasado 16 de agosto se acogió el estreno absoluto de la última obra de Tomás Marco, La isla desolada, que pone música a un texto de Luciano González Sarmiento. Se trata de una cantata profana, como él mismo la subtitula, para narrador (Manuel Galiana), mezzosoprano, que asume el rol de Sombra (Marina Rodríguez Cusí), tenor, en el rol de Crespúsculo (Eduardo Santamaría), dos pianos (Gustavo Díaz-Jerez y Javier Negrín), percusión (Antonio Domingo y Pedro Terán) y coro (Camerata Coral de la Universidad de Cantabria). Raúl Suarez se encargó de la dirección coral y José Ramón Encinar llevó la batuta del conjunto.
El texto que sirve de base a La isla desolada se resume de la siguiente manera: “Estructurada en cinco episodios, la isla desolada es una descripción del hombre en su ocaso (Crepúsculo), su soledad (la isla) y el agónico dilema de vivir o morir (Sombra), resuelto por la opción de vivir reconstruyendo la vivencia amorosa desde el mar de las Nereidas”. Sin embargo, nada de eso se evidencia en la escucha, donde más bien aparece, por un lado, un texto abigarrado, excesivo (la abundancia de palabras «biensonantes» rozaba la pedantería), recargado y con poco calado narrativo y, a nivel musical, un horror vacui compositivo que impide entender la estructura de la cantata, pese a su división -artificial a mis oídos- en cinco partes (más introducción).
La música de esta cantata es de Tomás Marco y de muchos otros: se cuelan en su composición muchos rostros conocidos: Stravinsky, Satie, Glass, Gesualdo, Bach, etc. No lo oculta, solo hay que tener los oídos abiertos para ir siguiendo estos préstamos estilísticos. Sin embargo, eso provoca que su voz se desvanezca, sin saber muy bien dónde está Marco en esa reunión de amigos. Y, al mismo tiempo, esta técnica de collage provoca que se difuminen los posibles hilos conductores, resultando en una pieza -simplemente- deshilachada: no funcionan la mayor parte del tiempo las transiciones, ni la unión de voces, ni la lógica constructiva. Dicho en breve: no se entiende nada, incluyendo la unión música-texto. Destacan, por interpretación (tocadas con mucho gusto y delicadeza) y construcción (las únicas con personalidad idiomática y verdaderos pilares de la pieza), las partes de piano y percusión. Sin embargo, vimos a un coro inseguro, con problemas en los agudos y más necesidad de empaste, aunque es muy meritorio que un coro amateur se enfrentase a esta partitura, de gran complejidad por esa lógica de collage que la caracteriza. Enfrentó notablemente los exigentes glissandi a los que se le expuso. No era de esperar, por el contrario, ver comprometidas las voces solistas. Mientras que Santamaría estuvo correcto pero con un vibrato, a mi juicio, inapropiado en esta pieza, Rodríguez mostró su incomodidad en el poco cuidado de los finales de las frases. El trabajo dinámico de ambos, además, fue prácticamente inexistente, manteniéndose en un cómodo binomio mezzoforte-forte. Es una lástima que el FIS haya limitado en esta edición su programación de contemporánea a esta pieza, poco representativa, a mi juicio, de lo mejor de la composición española actual.
por Marina Hervás Muñoz | Jun 25, 2017 | Críticas, Música |
El pasado 18 de junio se cerraba conjuntamente esta edición del ciclo Sampler Sèries y del Sonar. Ya el año pasado hubo esta unión entre el público fijo del Sampler y los abonados al Sónar (aunque no todas las modalidades del pase incluían el concierto en L’Auditori). Y, al igual que el año pasado con Become Ocean de Luther Adams, claramente la selección del programa tenía una intención de atraer a un público poco acostumbrado, en general, a pisar L’Auditori y, en particular, conciertos de música contemporánea, por más que el Sónar se subtitule como “festival de música avanzada”. Lo que sucede aquí es una cuestión de marketing que habría que considerar con calma. En cualquier caso, el resultado fue un concierto anodino y con muchas carencias. La primera, las dos piezas de Nico Muhly, Quiet Music y Four studies for keyboard and two violins, dos obras que toman el lado más cursi del minimalismo (aunque Muhly denuncie una y otra vez que en él no caben etiquetas). Quiet music es una obra esquelética que solo a duras penas intenta crear rupturas en un discurso plano de acordes con escaso interés, interpretada por el propio Muhly con muy poca direccionalidad. Four studies for keyboard and two violins es, salvo el segundo movimiento, una obra que se queda con lo peor del romanticismo: frases sencillas que conectan fácilmente con el mundo emocional del oyente con alguna disonancia para crear la ficción de que la música, como dice Jacques Attali, debe tranquilizar el caos previamente creado por ella misma. Fue interpretado con una afinación poco precisa para las exigencias de la partitura y un vibrato excesivo innecesario. El teclado, con un volumen por debajo de los dos violines, disminuyó aún más su presencia hasta lo anecdótico. En la misma línea, escuchamos New Piece for Ayumi de Richard Reed Parry, sobre la que la violinista explicó que es una obra sin tempo fijo. El tempo viene dado por la respiración de algún asistente voluntario. Fue seleccionado un hombre de la primera fila que marcaba con su mano la cadencia de sus pulmones. Aparte de que Ayumi Paul no fue,muy exigente con la precisión siguiendo la mano del oyente, la pieza carecía de interés alguno a nivel musical, pudiendo pasar perfectamente por el esbozo de una obra futura. Paul mostró dificultades para afinar las partes más agudas y prácticamente el trabajo dinámico no estuvo presente en la pieza. Electric Counterpoint for electric guitar and tape, de Steve Reich, es una pieza que, pese a sacarle entre 25 y 30 años a las que componían en programa, demostró a mitad del concierto que lo moderno no es una cuestión cronológica. Aart Strootman no terminó de sentirse cómodo, aunque tuvo buenos momentos. La exigencia rítmica le hizo dejar de lado otros elementos, como la dinámica -algo fundamental en la versión de Mats Bergström y que permite el juego de lo mecánico y lo orgánico. Por último, cerró Death Speaks de David Lang. Esta obra intenta unir el mundo indie con el uso de la voz no impostada con el de la clásica. Se supone, además, que se inspira en los Lieder de Schubert que, en su mayoría de una forma u otra, tratan de la muerte. El resultado de la pieza es, en general, una demostración del horror vacui, pues la voz se mantiene y llena todo el espacio sonoro, algo cuestionable a nivel constructivo, pues no permite que la obra respire. Además, la interpretación resultó muy plana a nivel dinámico y hubo muy poca conexión entre los músicos, pese a formar parte de una banda estable, stargaze.
Hay dos cosas que creo que se encuentran detrás de esta programación. Por un lado, la necesaria reflexión de los compositores que deciden componer con los recursos de la tonalidad como si nada hubiera pasado. No se trata aquí de caer en el tópico del fankfurtiano Adorno -y trágicamente mal traducido- de que ya no se puede hacer poesía después de Auschwitz. La mayoría de los compositores que trabajan con los recursos de Muhly, donde también -aunque en otra liga- puede estar Glass o Nyman, tienen como herramienta teórica cosas como que, en un mundo donde lo que prima es la fealdad, la música tiene que conseguir la ardua tarea de recomponer la belleza sonora. El problema es que la fina línea entre lo bello y lo cursi o lo manido en los asuntos musicales suele ser muy fina. La tonalidad ha quedado dañada desde que en la vanguardia se pusieron en jaque mate sus cimientos, y esta música solo remarca sus fisuras. Por otro lado, estas obras que intentan unir lazos con la música popular urbana, como dicen los musicólogos, tienen el peligro de no estar ni en un lado ni en otro. Pero no por decisión propia, sino porque no hay fuerza en el trabajo compositivo. Algunas obras que no tienen tantas pretensiones del mundo del rock han sabido hacerlo hace décadas, sin intención de parecerse a nada, sino mostrando en sí mismas cómo muchas de las propuestas del mundo académico y del popular (la verdad es que no encuentro categorías mejores) ya se tocan. Solo hay que pensar en la electrónica o en el noise. Creo que esta colaboración entre el Sonar y el Sampler Sèries, que hace que se llenen las salas de L’Auditori destinadas habitualmente al Sampler, tiene que replantearse ser menos amable con el público del Sónar y arriesgarse con el programa que suele caracterizar el interés de los que somos fieles a las citas del Sampler. En esta propuesta se perdió algo de lo mejor de lo que suele ofrecer Sampler Sèries: no dejar a nadie indiferente, hacer que el oyente salga de los conciertos con muchas preguntas y su compromiso con las nuevas propuestas más rompedoras.
por Marina Hervás Muñoz | Jun 8, 2017 | Críticas, Música |
Junio se abría con una sesión de Sampler Sèries en la Fundación Miró, que acogía tres estrenos y la recuperación de una obra dedicada a los intérpretes de la noche, Crossing Lines. El concierto se abrió con Trio i Aurora del jovencísimo (lo enfatizo porque es de mi edad, ¡qué remedio!) Fabià Santcovsky. El peso de la obra recayó completamente sobre el clarinete, enmarcado por la percusión y el piano. En general, el trabajo melódico estaba basado en dos planos: por un lado, una construcción sinuosa y serpenteantetécnicamente marcada por unos exigentes multifónicos (es decir, hacer sonar dos notas simultáneamente) del clarinete bastante bien resueltos; y, por otro, en melodías tartamudas, como una suerte de balbuceos, que quedaban en manos del piano y la percusión. Eso generaba un punto de introversión en la melodía del clarinete, frente a la exterioridad del piano y la percusión. Esta tensión entre caracteres estuvo bien lograda en el primer movimiento (Aurora), fue más forzada en el segundo (Trio). La delicadeza inicial con la que se construyó los dos planos melódicos se desvaneció en el segundo movimiento, con planos excesivamente bruscos en el clarinete.
Fixacions II, de Carles de Castellarnau, fue una de las grandes sorpresas de la noche, aunque se trata de una obra compuesta para CrossingLines hace cinco años, cuando el ensemble comenzaba a despuntar. Es una pieza con un trabajo micrológico de la percusión, construida de forma fragmentaria. La fijación que da título a la pieza habla de un doble gesto de su concepción: por un lado, porque parece el material, al ser tan pequeño, está fijo y, por otro, porque la precisión rítmica parece que hay un pulso permanente, que es fijo. Lo interesante y potente de la obra es que ambos gestos hacen que se cierre sobre sí misma, con un carácter irónico, como el que sabe que en realidad no hay nada fijo, y que todo lo que se presenta como tal o es una mentira o una burla. Fue especialmente brillante el papel de Feliu Ribera, en la percusión, que llevaba al mismo tiempo el peso de la pieza pero también su dirección.
Oliver Rappopport presentó su obra de estreno Blue II, una pieza que crecía poco a poco, cuyos elementos constructivos era, a là Kandinsky, el paso del punto a lo lineal y las vueltas esporádicas a lo puntillista. Había dos planos que a veces no llegaban a dialogar del todo, el del piano y la percusión, con un carácter violento, y el de los vientos, con un talante más delicado. También por bloques aparecía la forma de la pieza, que exigía la renuncia a lo orgánico. Para conseguir este efecto de contrastes, los miembros del ensemble demostraron su absoluta atención y sensibilidad por el trabajo del control de la tensión y del nervio interior de la obra.
El concierto finalizó con el estreno de una obra para no olvidar: Cells 2, de Hèctor Parra. La melodía del piano, magistralmente interpretada por Neus Estarellas, estaba siempre presente, como una suerte de fantasía, recordaba a un lenguaje pasado, pero al mismo tiempo reconvertido, pues nada puede volver como si no hubiera pasado nada desde su desaparición. El piano era portador de lo olvidado, como si viniera de muy lejos. Pensaba a menudo en aquello que Walter Benjamin (quizá la conexión entre Parra y Benjamin sea un terreno por explorar para valientes) nos contaba, que “las obras de arte pueden compartir con determinados hechos naturales [que] esta presencia, que sería lo cercano en ella, lo familiar, revela ser sólo la apariencia consoladora que ha adquirido lo lejano, lo extraordinario” . En contraste, la percusión tenía un carácter primitivo, muy corporal e irracional, como eso que intentó hacer incansablemente el primer Stravinsky pero sin la mística cultural. El resto del trabajo melódico se caracterizó por la radicalidad en las tesituras (algo especialmente brillante en la flauta, interpretada por Laia Bobi), que creaban un marco de tensión creciente con esa lejanía cercana del piano, es decir, entre lo salvaje y lo intimista (quizá como se ha tenido que volver el ser humano desde que el siglo XX le contara que el progreso prometido no iba a llegar nunca).
por Marina Hervás Muñoz | May 16, 2017 | Críticas, Música |
El ciclo Sampler Sèries afinazó los lazos entre L’Auditori y Arts Santa Mònica con un concierto doble de Nou Ensemble y Frames Percussion, que cerraba el dúo de Axel Dörner y Ramon Prats. La primera parte, de la que se encargaban los integrantes de Nou Ensemble Myriam García Fidalgo, al violoncello, José Pablo Polo, a la guitarra al David Romero-Pascual clarinete bajo y Carlota Cáceres percusión, consistía en una revisión de hits y grabaciones de música pop más o menos explícita.
La primera de la obras era Ritual I :: Commitment :: BiiM de Jessie Marino (1984). Era una obra de extrema sencillez constructiva, apenas el diálogo entre el tambor y la luz que sale del propio cuerpo del tambor. Al principio, la luz y el sonido convergían, pero poco a poco iban separándose sus caminos, hasta que en la que sería su tercera parte la luz llega a adelantar la emisión sonora. La segunda, aún no nombrada, consistía en la reproducción de un éxito -para mí irreconocible- pero que bien podrían ser los Backstreet Boys o los N’sync. Aunque la interpretación fue tan aséptica como parece que exige la obra, su delgadez y esquelética construcción no prometía mucho más que lo que allí se expuso.
La siguiente obra del programa, de Camilo Méndez San Juan (1982) fue Volpi/Formentera, donde se exploró en micropiezas las sonoridades de guitarra eléctrica y el clarinete bajo. La fricción de las cuerdas de la guitarra era imitado por el clarinete bajo, que terminó atrayendo gran parte de la atención precisamente por el abandono de su habitual sonoridad. La construcción estaba basada, fundamentalmente en el juego entre la continuidad del plano sonora y pequeñas incursiones en él. Excelente trabajo el del dúo entre Polo y Romero-Pascual, con gran atención a las micromodificaciones del color.
La tercera pieza fue el estreno absoluto de Alberto Bernal (1978), con Ritratto senza voce – Billie Holiday. La obra consistía en el trabajo tímbrico de diferentes instrumentos de percusión en un acelerando creciente. Mientras se proyectaba la imagen de Billy Holiday y en grandes letras el texto de “Strange fruit”, el himno contra la violencia hacia los negros. Musicalmente, fue la obra más interesante de esta parte del concierto, con un excelente trabajo de la conservación de la tensión con el mantenimiento del pulso y el trabajo de aprovechamiento de las resonancias de los cencerros. Sin embargo, no se logró un verdadero diálogo con la imagen de Holiday y los discursos del visual y de lo sonoro no llegaron a converger.
También de estreno se vistió Germán Alonso (1984) con Ever get the feeling you’ve been cheated?, que es una obra que trabaja el popurrí desde su inicio con la marcha imperial de Star Wars y electrónica que imitaban sonoridades típicas del heavy metal. El trabajo con los instrumentos tradicionales fue tipo efectista y no terminaban de conseguir establecer relaciones fructíferas entre ellos. La electrónica (a medio camino entre Masonna y el trabajo vocal de “it’s gonna rain” de Steve Reich, por ejemplo) que irrumpía en la obra solo dialogó en sentido enfático con el clarinete bajo, acaso la voz más lograda.
El refrito entre pop y “música académica” llegó con Born to be wild de David Lang (1957) (y Steppenwolf) que más que una obra en sentido estricto se trató de un arreglo del famoso temazo que llenó de sonrisas a nostálgicos y a mí me hizo sospechar -como me pasa a menudo- de que no debo ser tan nostálgica como se esperaba, pues me pareció predecible y sin especial gracia, pese al esfuerzo de Cáceres en su interpretación de hacer de aquello algo interesante. Carolyn Chen (1983) presentó su Adagio, una obra que abre grandes preguntas teóricas. Se trata de una negación de la escucha al público, Los tres intérpretes-performers escuchan a Bruckner en unos cascos y gesticulan lo que se supone que exige lo sonoro. La tutela de la escucha que les impone y la reducción de lo que pasa en los auriculares a sus rostros que gesticulan siguiendo estereotipos son los dos rasgos que definen esta propuesta, aunque precisamente la estereotipia limita sus posibilidades: no termina de ser radical y cae en la posible identificación entre lo que suena y un cierto afecto que se transmite. Nadie sonríe de forma tan exagerada escuchando música.
Gagliarda, de Francescoo Filidei (1973), el cello se convertía en un instrumento de percusión. Lástima que no lo radicalizase: los momentos de frotación del arco parecían sacados de otro mundo. Esta primera parte se cerró con 1,2. 1,2,3,4 de Gavin Bryars, en la que cada intérprete, con sus cascos, iba tocando fragmentos de hits de Mozart, Juan Luis Guerra, The Beatles o el clásico de “Las mañanitas”. Se trataba de una visita a Europeras 3&4 de Cage en versión cuarteto, donde lo interesante es la ausencia de relación entre intérpretes y construcción musical.
La segunda parte estuvo dominada por completo por Le noir de l’etoile, de Gerard Grisey, (1946-1998) que se tocaba por primera vez en Barcelona. Los integrantes de Frames percussion, que se colocaron creando un semicírculo en el que el público quedaba en el centro, dieron cuenta de una delicada interpretación, haciendo gala de un gran trabajo de contención de las fuerzas dinámicas y de plasticidad del tempo. Esta obra cuestiona algo que está en el corazón mismo de la filosofía y de la música (que se separaron de forma violenta en el Renacimiento), a saber, cómo suena el universo. Aristóteles nos contaba que el universo eran unas esferas que estaban en contacto entre sí y que, al rozarse, emitían un sonido. Era la armonía de las esferas. El de Grisey es un universo lleno de luces e intrigas, que vuelve a esa pregunta que se hacían los griegos al mirar al cielo y nos la devuelve a los oyentes, que abandonamos la sala deseando que algo del universo que nos acompaña sonase, de alguna forma, como Grisey propone.