El pasado 17 de febrero se celebró en la sede de la Akademie der Künste (adK) berlinesa uno de los encuentros organizados por el festival AFEKT. Desde sus inicios allá por el 2001, estos encuentros han promovido la música contemporánea estona, expandiendo sus fronteras más allá de los límites nacionales. Aparte de renombrados compositores estonios, como Jüri Reinvere o Helena Tulve, en esta ocasión contaron también con la participación de la compositora de origen londinense Rebecca Saunders. Este carácter, tanto reivindicativo como aperturista, ha cristalizado siempre en programas estimulantes -que permiten introducirse en música poco transitada y ponerla en valor junto a compositores más consolidados en el panorama internacional-. Como próximas colaboraciones anuncian las de la propia Saunders y Lachenmann para este próximo otoño y las de Märt-Matis Lill o Toshio Hosokawa para 2019.
El Requiem (2009) para flauta, cuatro voces masculinas, cinta y vídeo de Jüri Reinvere abrió el concierto. La obra de este compositor, escritor y ensayista estonio, discurre en un diálogo constante entre las reflexiones del narrador, las imágenes de deportados estonios de la primera mitad del siglo XX y la línea virtuosa de la flauta solista- enriquecida esporádicamente con vaporosas intervenciones de las cuatro voces. Este conjunto cargado de tristeza, lleno de reflexiones sobre el tiempo, la espiritualidad, la impermanencia o la fragilidad de las esperanzas humanas, consigue su propósito en parte. El texto -del propio compositor- y la nostalgia de las imágenes no logran formar un todo con los intérpretes en vivo, que parecen siempre estar en un extraño plano paralelo, que no seduce ni a modo de contraste. La interpretación de la flautista Monika Mattiesen destacó, a pesar de las dificultades, por su intensidad y expresión -al igual que la de los cuatro miembros de los Neue Vocalsolisten, que demostraron mucho mimo y precisión incluso con un papel tan exiguo.-
La propia compositora Helena Tulve, se hizo cargo de sus Klangobjekte en la siguiente obra del programa. Con el silences/larmes (2006), para mezzosoprano, flauta, copas musicales y la mágica campana de viento nacarada –Perlmutt-Windglocke– se abrió el breve repaso por la obra de esta autora. Su interés por el canto gregoriano y mucha música de transmisión oral, así como su familiaridad con lo orgánico, los patrones e impulsos de origen natural y las transformaciones energéticas; no queda solo en los programas de mano. Desde el comienzo de su silences -con texto sobre fragmentos del poemario Hai Kai de la madre Immaculata Astre- Tulve despliega con naturalidad dos melodías hermanas en mezzosoprano y flauta, con el foco constructivo basado en la pura horizontalidad -reforzada por el reflejo lineal de las copas-. Este diálogo trenzado es interrumpido en dos ocasiones por la campana de viento, generando en la primera ocasión un momento de contraste; sin embargo no obvio, sino pudoroso y lleno de lirismo. A pesar de la sinergia en escena, gran parte del efecto logrado fue posible gracias a la destacada interpretación de la mezzo, también miembro de los Neue Vocalsolisten, Truike van der Poel.
La primera parte se cerró con otra obra de Tulve: There are tears at the art of things (2017/18). Estreno absoluto -para flauta, clarinete bajo, arpa y percusión- en la partitura se percibe una evolución estilistica con respecto a la obra anterior. La base inspiradora de la pieza se encuentra en una cita de La Eneida de Virgilio: “sunt lacrimae rerum et mentem mortalia tangunt” (Hay lágrimas en las cosas y tocan a lo humano del alma). Tratada como una revelación humana primordial- y muy unida también al mono no aware japonés- de esta cita, y también de un epitafio de In a Dark Time de Thodore Roethke a modo de cierre, hace surgir Tulve el paisaje sonoro de su obra. Los embistes obsesivos del comienzo van dando paso poco a poco a momentos contemplativos, donde el color es trabajado en detalle. Al contrario que en su silences – y a pesar de lo concreto de las citas en las que se inspira- no se siente en la obra tanta homogeneidad, habiendo algunos momentos menos integrados que parecen sabotear lo conseguido. La interpretación por los miembros del Ensemble Adapter sacó partido a los momentos de más violencia y densidad, sobretodo por parte de la flautista Kristjana Helgadóttir.
Después del pequeño coloquio, el Stasis Kollektiv (2011/2016) de Rebecca Saunders ocupó la segunda mitad del programa. Esta nueva versión de la obra original está dedicada al Ensemblekollektiv Berlin, una agrupación formada por la suma de veintitrés miembros de los ensembles más famosos de la capital alemana- Ensemble Adapter, ensemble mosaik, Sonar Quartett y Ensemble Apparat-. Como muchos de los trabajos de la compositora, la inspiración parte de un breve y esquelético texto de Beckett, Still (1974), donde se describe a un protagonista desconocido observando un atarceder y aguardando algún sonido, con la cabeza entre sus manos temblorosas. Esa ambivalencia entre luz y oscuridad, silencio y sonido, movimiento y quietud; es una constante en toda la obra de Saunders, que encuentra en las infinitas interpretaciones e intensidad -pero a la vez sobriedad y fugacidad- de los últimos textos de Beckett un paralelo ideológico a muchos niveles. Como un collage articulado sobre el espacio, los músicos se reparten formando pequeños grupos de cámara y se posicionan en diferentes lugares, dependiendo de en que edificio se interprete la obra. En esta ocasión, a lo largo de los cuatro niveles de la sede de la AdK, público y músicos se mezclaban en aparente desorden. Desde el bombo de la entrada hasta el violín de la cuarta planta, el espectador se sentía rodeado y con la sensación de poseer un verdadero protagonismo, incluso tras el apagado de las luces. Los susurros de la flauta baja y la cuerda grave rompieron el “vacio” y anunciaron el trazo que supone la pieza.
Sobre una paleta de sonidos muy reducida, Saunders amplía y reduce a su antojo los enfoques del objeto en la obra; donde se suceden momentos de pura poesía junto a otros minutos de agresividad que nunca estalla del todo aunque lo parezca. Por si fuera poco -y a modo de coreografías teatrales- muchos de esos pequeños grupos de cámara se trasladaban silenciosamente por los niveles, haciendo de ese collage algo vivo y difuminando así en parte su connotación firme y plástica. El Ensemblekollektiv Berlin se sintió en todo momento como una gran unidad, a pesar de lo difícil que pudiera parecer. El trabajo de diálogo entre los diferentes pisos y grupos -así como la precisión y el balance en las dinámicas- fueron piezas fundamentales para que esa imponente arquitectura sonora no se viniese abajo. Cuando los cincuenta minutos de obra terminaron, la familia, que ya formabamos todos los presentes, aplaudimos, nos levantamos y nos fuimos. Así, sin más. A veces asomarse a un vacío puede llenar de cosas otro vacío. O, dicho de otro modo, si se trataba de mover algo, prácticamente nada parecía estar en su sitio al terminar la obra. Tal vez, solo Beckett podría ponerlo en palabras: “Una noche mientras estaba sentado a la mesa con la cabeza entre las manos se vio levantarse e irse. Una noche o un día. Porque cuando su propia luz desapareció no quedó a oscuras”.
La serie de conciertos Kontraklang ha vuelto a la capital alemana y, para ello, ha preparado una suculenta presentación, la Black Box Music de Simon Steen-Andersen (2012) junto con dos entrantes, sky-me, type-me (2011) de Jagoda Szmytka y el estreno de Freunde, de Christian Winter Christensen (2017). Para ello, eligieron uno de los teatros más interesantes de Berlín, el Heimatfhafen, en el corazón de Neukölln, que tiene una dirección explícitamente política, al ensemble Scenatet y al percusionista Håkon Stene, para el cual fue escrita originalmente Black Box Music.
sky-me, type-me fue un comienzo un tanto desabrido. Es una obra que consiste en la exploración de las sonoridades que propician megáfonos portátiles: el sonido surgía del acople, de la saturación, de la extrañeza ante escuchar la propia voz con un aire robótico… La parte teórica de la obra prometía, además, una búsqueda de la expresión sonora de las emociones básicas, una especie de traducción sonora de los emoticonos. El resultado, sin embargo, dejaba algo que desear ante tal promesa. Cuatro voces diferentes, de los performers sentados de espaldas al público cada uno con una mesa, un megáfono y una pequeña lamparita, seguían su línea que a duras penas conseguía superar la fácil exploración de efectos. Era, a mi juicio, mucho más la exposición de materiales para una obra que una obra en sí. Sus partes quedaban desintegradas y enseguida perdía el interés. Esta obra, que se sitúa cerca a las obras que suelen preparar ensembles como Handwerk o a las de François Sarhan, pecó de exceso de confianza en la materia prima de la contaba y redujo todo su discurso al medio, el megáfono.
Freunde, sin embargo, tenía algo más que contar y más relación con la última obra de la noche, Black Box Music. Se unía el elemento coreográfico de cuatro performers sentados en círculo con la electrónica que iba ‘aprendiendo’ según los patrones que se iban creando en el desarrollo de la pieza -la aceleración del final, que rompía con el tempo estable hasta el momento, dislocaba a la máquina-. El material de la obra partía de la percusión corporal, la coreografía y la poesía fonética y daba como resultado una obra que conseguía hipnotizar con la mecanización de los gestos repetidos. No obstante, uno de los performers iba siempre por delante del tempo, lo que rompía con la lógica de engranaje que aparentemente Christian Winter Christensen quería crear. Es interesante que parte del efecto percusivo corporal se conseguía golpeando o tocando el cuerpo de los otros de forma no violenta –como se ha hecho en piezas de danza– sino íntima. El silencio total de la sala era cómplice de esa incursión en el cuerpo de los otros. Quizá ese es el sentido del título de la pieza, Freunde (amigos): ser amigos implica poder tocar al otro con su beneplácito, moverse a la vez, comprenderse en el gesto. Perdonen la digresión.
Y, por fin, llegó el plato fuerte del menú: Black Box Music. Ha sido aplaudida y reseñada por numerosos medios y no es para menos. Se trata de una pieza absolutamente hiptnótica, que juega con lo que la audiencia puede y no puede ver y también lo que puede escuchar y no escuchar de una caja negra que se proyecta en una pantalla. Håkon Stene, en este caso, maneja los elementos de dentro de la caja detrás de ella, introduciendo sus manos por dos aberturas. Para que lo entiendan más rápidamente: es como un teatro de marionetas, en el que el director mueve los muñecos intentando no ser visto. La analogía con el teatro no es baladí: una pequeña cortinita que el director abre y cierra recuerda a las de los juegos de niños. La sorpresa de lo que aparecerá cada vez que abra el telón es parte del truco de esta pieza. Salvo por algunos problema de encaje entre el gesto del director y el ensemble –sobre todo, en el retraso en la reacción–, la interpretación estuvo muy lograda, sin caer en dinámicas monótonas y evitando la fácil estrategia de dejar que el visual cargue con todo el peso. Tres partes, claramente diferenciadas, la constituyen –no es baladí esta velada referencia a la importancia de las tres partes en la música tradicional–: una, en la que la caja está prácticamente vacía, en la que el director mueve al ensemble entre el juego de sombras y el sound painting. Es decir, sus gestos están asociados con un sonido, muchas veces directamente tomado de la cultura pop, como una suerte de traducción de los sonidos de los dibujos animados. Las manos extendidas hacia fuera era como un volver a casa: así comienza la pieza, que es el gesto para un cluster entre todos los instrumentos convocados, en los que entran algunos tradicionales, otros modificados y algunos objets trouvés, como un taladro. La segunda parte consiste en la exploración sonora de diapasones de distinto diámetro, que crean una atmósfera sonora más íntima. Los diapasones se apoyan en piezas metálicas dentro de la caja que amplía el sonido mediante micrófonos en sus paredes. Es decir, si bien la primera parte tomaba el sonido (fuera) mediante el gesto (dentro), la segunda parte es una inversión: la prioridad la tiene lo que sucede en la caja (dentro) que consigue sacar sonido hacia fuera, no ser solo un medio sino también un fin (sonoro) en sí misma. La tercera parte es la de factura más steenandersiana, pues consiste en ir llenando poco a poco la caja de objetos cotidianos y buscar sus sonidos: gomas de plástico estiradas que dialogan con el contrabajo, basos de plástico que son movidos por un ventilador para oficinistas sofocados, serpentinas, globos. La pieza es una exploración del vacío –el gesto mínimo– al horror vacui, que resignifica completamente los sonidos iniciales –como el cluster con el que se abre la obra–. Aunque los materiales sonoros que constituyen la pieza y la fuerza del visual son determinantes, la pieza no deja indiferente. Mientras muchos de los sonidos están directamente asociados con el mundo del pop, provocando incluso la risa entre los asistentes al traer al recuerdo los sonidos del Coyote y del Correcaminos, el pip de la censura televisiva o el chasqueo de lenguas y dedos; otros buscan reescribir la tradición de la que parten, poniendo en entredicho la labor del director –llamarlo titiritero no deja en muy buen lugar a los músicos vestidos de pingüino, serios y concentradísimos– y de la relación entre gesto y sonido. Si bien el gesto ha sido clave en toda la tradición musical, pues incluso la notación musical surge como copia de un gesto, éste tiene algo de autoritario, de guía, que impide alternativas a lo que el gesto indica. Quizá por eso el teatro donde se enmarca tal gesto es una caja de cartón donde se ve parte de la tramoya y casi está construida como lo haría un niño, con los materiales que tiene más a mano, materiales sencillos que nada tienen que ver con la búsqueda y defensa de lo liso y lo pulido de los adultos. Esto lo dice Byung-Chul Han, que en su libro La salvación de lo bello justamente incide en la tendencia contemporánea a eliminar la arruga, la marca, a favor de lo intacto. Como los móviles o los ordenadores. La caja de Steen-Andersen abandona este ideal y dignifica los sonidos de las cosas corrientes; esos que, quizá, hemos olvidado cómo escuchar.
Últimamente he conocido dos confusiones en torno al reguetón que me permiten seguir mis reflexiones al respecto, que inicié aquí. Ahí va la primera:
Un amigo compartió una foto que compartió en facebook en la que ponía “Sí al reguetón, no a la especulación”. Yo, en un momento de pequeño egocentrismo, inmediatamente le enlacé mi texto “La reguetonización de la izquierda” y le dije que no entendía la frase. Me dijo: “no hay nada que entender. ¡Baila!». Y justo eso demuestra todo lo que queda por hacer. Tiro del hilo de aquella persona que me dijo en la fiesta que cité en el artículo sobre «La reguetonización de la izquierda» de que allí no se iba a hacer teoría, sino a bailar.
Empezaré por el principio: El cuerpo, desde la antigua Grecia, es considerado como aquello que nos recuerda nuestro “ser bestias”. Para algunos griegos, el cuerpo albergaba las pasiones, los deseos. Mal compañero para el alma, que debía aprender a dominarlo. Esto ha caracterizado la historia occidental, también del arte, donde los genitales se tapan con parras o las curvas de las mujeres se tornean para el ojo masculinizado que lo sexualiza. Pero hay otros griegos, menos leídos (Platón, de hecho, pedía la quema de sus libros, como luego harán los nazis en 1938 en la Bebelplatz de Berlín con los intelectuales), que hablan de otro tipo de deseo. Veamos: el deseo de los griegos más modositos es el deseo como falta en el doble sentido. Como algo que no está y como algo moralmente despreciable. Por eso Platón sugiere que hay que buscar un complemento, por eso complemento se lleva después a la teología y se propone que todo tenga que estar cerrado, bien atado, que encaje, que sea perfecto, como una esfera. De aquí parte la identidad, el uno, lo reconciliado, lo sin aristas. No encontrar ese único complemento se traduce en culpabilidad y enfermedad. Y así también el perdón.
La música también era modosita. Si piensan en cómo es toda la tonal, se darán cuenta de que se caracteriza con por tensión, nervio en el oyente, y luego relajarla. E, incluso, llevarnos a una historia de los temas complejísima que se resuelve en un final triunfante. Lo explica bastante bien Jacques Attali cuando dice: “la música provoca ansiedad y luego la sensación de seguridad, provoca desorden y luego propone orden, crea un problema para resolverlo”. Por eso casi toda la música tonal se construye generando tensiones y relajándolas, siguiendo así también las lógicas temporales de casi toda la prosa, en la que tiene que haber una introducción, un nudo y un desenlace. De hecho, en música se comparte nomenclatura y el nudo se llama desarrollo, nombre aceptado también en literatura. Pero sobre todo tiene que haber desenlace. Que sea redondito y eficaz, como la esfera de Platón. En la música pop se simplifica la estructura, y se combina la tensión con la relajación en estructuras más breves (las que, originalmente, permitía el microsurco de gomalaca). Bajo esa lógica funcionan los “breaks” del tecno, por ejemplo.
Los otros griegos, como Leucipo o Demócrito, hablan del deseo como exceso. Lo que les dicen a los amigos de Platón es que la falta empieza en el amor como búsqueda cuando no hay nada que encontrar (así nos lo cuenta, al menos, Michel Onfray). Y que el cuerpo no tiene nada preso, que el deseo no sabe obedecer. Sin embargo, la música, por el contrario, tiene una filiación secreta con la obediencia, como nos dice Pascal Quignard: «Oír es obedecer. En latín escuchar se dice obaudire. Obaudire derivó a la forma castellana obedecer. La audición, la audientia, es una obaudientia, es una obediencia». Oímos sin pausa. Porque oímos aprendemos un lenguaje, que se nos impone en nuestro entorno. No podemos nunca distanciarnos de ser audiencia. Cuando esto se pierde, cuando otras narrativas y temporalidades se cuelan en la música, todo se vuelve exceso. Y se atestigua eso de que “no hay nada que encontrar”. Se vuelve experimento, sin hipótesis que confirmar, y se saca de encima el peso de la culpa, de lo políticamente correcto. Tendríamos que pensar en un oír en el que ya no opere el obedecer, sino el proponer y revolver lo dado.
¿Y a qué viene todo esto? Pues que en ese “no hay nada que entender, baila” se esconde la secreta disociación entre cuerpo y alma, donde el cuerpo no debe entender lo que el alma sí, donde el cuerpo simplemente se deja llevar y todas esas cosas. No defiendo, espero que no se lea así, que no se puede bailar y disfrutar y todas esas cosas. Critico dos cosas, a saber, (i) que no se “tenga que entender el baile” y lo que él oculta y expone y (ii) la separación implícita entre cuerpo y razón (o alma, en la jerga griega), algo que responde a un dualismo tan antiguo como falaz. Bailar, de una determinada forma, puede significar oír como obedecer u oír como proponer. Quizá sería más interesante pensar en los elementos coreográficos del orden social más que en filiar el reguetón con una suerte de liberación corporal mediante el baile. Tenemos bastante claro lo de que lo personal es político hasta que se cuela el baile. ¡Qué curioso!
Y aquí la segunda:
Hace unos días hubo una polémica bastante sonada en los medios porque a dos concursantes de Operación Triunfo, que mueve a casi más seguidores que el fútbol, se les asignó una canción de reguetón como candidata para Eurovisión, “Chico malo” (Morgan y Will Simms y Brisa Fenoy), ahora “Lo malo”. Las chicas se quejaban de que no querían quedar marcadas, si iban a Eurovisión, por cantar un tema de reguetón y que no se sentían identificadas con la canción (Ana Guerra, en concreto, decía que «Yo no soy una tía que vaya dando este tipo de mensajes por la vida»). La directora del programa, Noemí Galera, les hizo ver que -al menos- desde que habían entrado en el concurso, también lo habían hecho en las lógicas de la industria musical y que, por tanto, deberían aceptar a partir de entonces lo que se les impusiera y mostrar menos sus opiniones si realmente querían triunfar. Pese a que muchos seguidores mostraron su apoyo a las concursantes, al mismo tiempo, hubo una gran ola de comentarios en los que se tildaba la canción de feminista porque es la mujer la que toma las riendas. Aquí les dejo un fragmento del texto. Y ahora seguimos:
[…] La noche es pa mí, no es de otro
Te voy a colgar
Ya no hay vuelta atrás
Si me llamas no respondo
Tira porque te toca a ti perder
Que aquí ya se perdió tu ‘game’
Tiro porque me toca a mí otra vez
Solo con perderte ya gané
Pero si me toca, toca, tócame
Yo decido el cuándo, el dónde y con quién
Que voy a darme a mí de una, y otra y otra vez
Lo que tanto me quité, que pa’ ti tan poco fue
Y yo voy, voy, voy lista pa’ bailar
Porque tu boy, boy me has hecho rabiar
Y yo voy, voy, voy lista pa’ bailar
Y tengo claro que no me voy a fijar
En un chico malo no, no, no
Pa’ fuera lo malo no, no, no, no
No quiero nada malo no, no, no
En mi vida malo no, no, no
Tú ya no estás
Dentro de mí
[…]
Yo no te miro y tú me vas a ver
Yo no te escucho y tú me vas a oír
Paso de largo, yo voy a por mí
Esta noche bailo mejor sin ti
Yo no te miro y tú me vas a ver
Yo no te escucho y tú me vas a oír.
Paso de largo y paso de ti
Esta noche bailo solo para mí
En un chico malo no, no, no
Pa’ fuera lo malo no, no, no, no
No quiero nada malo no, no, no
En mi vida malo no, no, no
En un chico malo no, no, no
Pa’ fuera lo malo no, no, no, no
No quiero nada malo no, no, no
En mi vida malo no, no, no
Pa mala yo.
[…]
No nos liemos. La letra puede parecer feminista, pero de feminista tiene poco. Por dos motivos: (i) porque parece que la chica está reaccionando a que el chico le ha hecho rabiar. Por lo que por un lado se repiten los roles de género porque (a) la relación es chico-chica en términos heterosexuales tradicionales y (b) la acción de la mujer no es autónoma, sino que se articula por lo que le niega al hombre (“no te respondo”, “bailo sin ti”, “no te escucho”, “paso de ti”, etc.). Eliminamos, por tanto, la autonomía de la acción. Vamos: que una letra que tuviera realmente aspiraciones feministas diría algo así como “bailo porque me da la gana” o algo parecido. (ii) Y este es el punto que más me interesa: se repiten las lógicas que tildamos como machistas si fuesen pronunciadas por un hombre contra una mujer (algo que ya comentamos en esta revista a colación de Becky G): (a) “Yo no te miro y tú me vas a ver/Yo no te escucho y tú me vas a oír”, por ejemplo, nos abre un marco de acción que justamente la crítica al amor romántico quiere desarticular: que haya como principio una desigualdad de partida. Aquí hay claramente una apología a que la otra persona esté a la espera, pasivamente recibiendo su castigo auditivo y visual sin poder intervenir. La pasividad que el reguetón atribuye a las mujeres, se le otorga ahora al polo que le quiere oponer aquí, al “boy”. Y (b) porque, pese a negar mil veces “lo malo” y a los “chicos malos”, la canción termina diciendo “pa’ mala yo”, en la que claramente, por un lado, se acepta el rol del opresor -justamente se adopta aquello que se critica- y, por otro, se reproduce la lógica de estereotipos que opera en el reguetón -así como en el rap o el trap-: la marca del “malo”. Ahí se inserta tanto el que, supuestamente, “desobedece las normas sociales”, aunque con su práctica normalmente las reproduce, como el que se quiere distanciar de “lo bueno” como lo frágil, lo vulnerable, lo débil, etc. Es cierto que éstas son las categorías en las que ha entrado la mujer en el marco sexista, pero hay que hacer un esfuerzo fundamental por desmontar la construcción binómica, en la que entra tanto la división mujer-hombre como el resto de modelos que articulan nuestras formas de relación como “bueno-malo” o “verdadero-falso”. Quizá porque las cosas no son “blanco o negro”. En fin, adonde quiero llegar es que quizá la cosa no consiste precisamente en hacer una inversión de roles, sino pensar en qué se reproduce en esa inversión. No me meto, en esta ocasión, con la forma. Ya habrá ocasión.
Pero bueno: lo que me importa más de ambas cuestiones, como ya dije en mi primer artículo sobre el reguetón, es la reivindicación de este género desde Europa, que se ve como liberador de la sexualidad. De momento, me parece que hay más una especie de exotización del género, una simplificación de lo que significa el feminismo en música que se reduce de una forma fallida a lo que cuentan las letras que -como hemos visto- de feminista poco, así como una aceptación acrítica desde la izquierda se afilie con productos culturales creados pura y exclusivamente para reproducir las fórmulas de consumo que ya se sabe que funcionan (de hecho, Noemí Galera añadía en su rapapolvo a las concursantes algo así como que había que tener claro que una canción de reguetón representaría bastante bien a España en Eurovisión, pues es el género que más se consume y gusta según las estadísticas). Y eso que no entro en que, en el caso de las triunfitas, ambas cumplen perfectamente con el canon de belleza blanco, delgado y heterosexual. Si usted quiere bailar reguetón de este tipo, hágalo, pero no se escude en teorías del más variopinto calado que solo consiguen calmar su mala conciencia (signo de la culpabilidad cultural que nos rodea) pero le hacen un flaco favor a propuestas realmente emancipadoras. Es mejor que vayamos asumiendo que somos seres contradictorios y pelear por el derecho a la incoherencia. Eso también va, por cierto, en contra de Platón.
Quizá con motivo del 100 aniversario de su muerte, Debussy abría el último concierto, el pasado 10 de enero, de la Deutsche Symphonie-Orchester (DSO) en la Philharmonie de Berlín. Una pieza relativamente inusual de escuchar: las ›Six épigraphes antiques‹, escritas originalmente para piano, en el arreglo para orquesta de Alan Fletcher. Su orquestación alumbra, casi una obra nueva. El sonido compacto del piano a nivel tímbrico se expande en la versión de Fletcher, al igual que en otras versiones como la de Rudolph Escher, explorando los recursos habituales de Debussy en la orquesta, a saber, el sonido de la sección de viento madera y, en especial, la flauta y el oboe, que mostraron una interpretación excelente. El colchón que formaba la cuerda fue correcto, quizá demasiado acomodado en su rol de acompañamiento. Se echó de menos la incidencia en la armonía cromática, especialmente presente en las dos últimas piezas. En “Pour remercie la pluie au matin” tuvo, además, un toque casi festivo que deslució la atmósfera más bien oscura y misteriosa en la versión original para piano. Una versión modesta, demasiado comedida a mi juicio, como si lo importante del concierto estuviera en otro sitio.
A continuación, llegó el turno del estreno de la versión con orquesta del Concierto para cello de Dai Fujikura, una pieza que se estrenaba para ensemble en 2016. El solista, Jan Vogler, se enfrentaba a una partitura donde el cello tiene un protagonismo absoluto: no para ni un segundo, interviniendo desde el principio de la pieza. Mientras que la versión para ensemble está llena de matices y colores, en la orquestación la obra se dividió en dos planos: la orquesta y el solista, sin un verdadero diálogo entre ellos. La masa orquestal se limitaba a responder al cello, con la misma intención que en los recitativos: como un apoyo, un relleno. El viento, que tiene un rol fundamental en la versión para ensemble, aquí era excesivamente sólido. Se debe, muy probablemente, a un escaso trabajo dinámico, que hizo de la pieza en un continuo forte que desmereció el potencial expresivo del cello. No obstante, a Vogler no se le notó relajado y algunos pasajes fueron pobremente interpretados. Faltó el intimismo de la versión de ensemble y no quedó clara, en ningún momento, ni la construcción ni la línea interpretativa de la pieza. Su coqueteo con el minimalismo (presente en otras obras como Prism Spectra), hace que esté pensada básicamente en planos, que donde se intercalan pasajes de notas tenuto con efectos (como el trino, trémolo o el sul tasto), el bariolaje y con rítmicas repetitivas, que cambiaban su acentuación para mostrar desequilibrio rítmico. Los breves diálogos con la música oriental quedaban difuminados y, a veces, introducidos de forma forzada, como un guiño que rinde tributo a la expectativa europea de que un compositor japonés cumpla con la cuota de exotismo.
El concierto terminó con la Séptima sinfonía de Beethoven, el típico método del sándwich, donde se mete una obra contemporánea entre dos de nombres del canon para no asustar a público comprometido solo con un concepto de música que va desde el siglo XVII al XIX. Manfred Honeck, por fin, sacó a relucir su maestría frente a la batuta con una versión que comenzó de forma rotundísima, con un trabajo muy detallado de la tensión y de la construcción de la obra. La aparición de fragmentos de los temas principales era tratada casi como si fuesen variaciones, convirtiendo así a la orquesta en un gran ensemble de cámara. El tratamiento del carácter pastoral del vivace no fue naif, sino llego de energía que condujo a un final que hizo contener a todo el público la respiración. Con tal acumulación de energía comenzó el famosísimo Allegretto. Aunque creció demasiado rápido, el carácter de música de cámara se mantuvo, permitiendo una interpretación de muy alto nivel de un movimiento que puede desinflarse rápidamente. En el tercer movimiento no fue posible mantener tan precisión interpretativa y se convirtió casi en un intermezzo para llegar al cuarto movimiento, tratado de forma excesivamente festiva. A muchos se les notaban las ganas de aplaudir como en el concierto de Año Nuevo. Quizá es una cuestión de gusto, pero ese exceso de alegría, solo presente de forma espectral en Beethoven, deslució en cierto modo el potentísimo arranque, aunque no dejó de ser una interpretación memorable. Aquí, además, por fin, se niveló el protagonismo de secciones, donde la cuerda mostró un altísimo nivel y precisión. Musicalmente, además, brillaron especialmente las violas, con un color compacto y muy redondo.
Desde el 26 de noviembre la Deutsche Oper de Berlín cuenta entre su programación con una rareza del canon operístico, la poco visitada Le Prophète de Meyerbeer: todo un gesto, habitual en esta casa, de compaginar clásicos del canon con obras infrarepresentadas. En el caso de Meyerbeer, además, su olvido es ciertamente injusto. A simple vista, parece una grand ópera para entretener a burgueses con esmoquin y anteojos. Sin embargo, la composición tiene un talante cosmopolita, mezclando lo mejor de todas las aportaciones nacionales ya claramente disponibles en ese momento; y, al mismo tiempo, pone en cuestión algunos de los recursos clásicos de la ópera, en especial en su exploración del sufrimiento y del formato monólogo del rol de Fidès, como por ejemplo el uso del modo mayor cuando están a punto de matarla) o el acompañamiento basado en las interrupciones instrumentales cuando Fidès tiene que aceptar que su hijo no la reconoce. Su segunda representación, la del 30 de noviembre, es el objeto de esta crítica. La excelente apertura del coro, de gran potencia vocal y mucho criterio musical, auguraban una velada de alta categoría. No tardó en defraudarse la expectativa, con problemas de afinación importantes en los vientos -que reaccionaron con premura- y, sobre todo, un trabajo muy desigual entre los solistas -que no supieron reaccionar en toda la obra-.
Gregory Kunde, en el papel de Jean de Leyde, no estuvo a la altura de las circunstancias. Llegaba ahogado a muchos finales, con serios problemas de afinación en los agudos. La impostación de su voz era irregular, a veces profunda y potente, otras casi nasal. Parecía siempre en búsqueda de su propio sonido: algo impropio cuando ya se está en la función. Llegaba tarde en la preparación del personaje. Sus complicaciones vocales le impidió un trabajo cuidado de lo teatral, algo en lo que tampoco cooperaron Derek Welton (Zacharie), Andrew Dickinson (Jonas) ni Noel Bouley (Mathisen), el trío de secuaces anabaptistas. Los tres también mostraron sus problemas de afinación y de coordinación (¡era un escándalo lo inexactas que iban las melodías a octavas!) desde su primera aparición con el “Ad nos, ad salutarem undam”. Clémentine Margaine (Fidès) y Elena Tsallagova (Berthe) estuvieron, en comparación, mucho mejor. Aunque ambas exageraron el vibrato y quizá el virtuosismo no estaba del todo justificado para sus personajes, expresivos por otros medios, y que en cualquier caso reclamaba su atención por encima de aspectos teatrales relevantes, estuvieron por lo general muy equilibradas y es de agradecer el trabajo conjunto evidente. Especialmente Margaine brilló por su excelente representación. Sus apariciones eran donde verdaderamente era posible meterse en la historia, donde era posible esa unión de artes que la ópera promete (en su propia definición, incluso antes de Wagner), que no se veía interrumpida por personajes malogrados. La orquesta, que estuvo brillante, especialmente la sección de viento-maderas, destacó aún más por su controladísimo talante ante las dificultades de los cantantes. Parecía que tenía que compensar, de alguna manera, el mal gusto de alguno de ellos y mantener la tensión de la historia. Escuchar la excelente interpretación bajo la batuta de Enrique Mazzola hizo que, sin duda, la noche valiera la pena.
Ahora viene otro tema polémico: la escenografía, a cargo de Olivier Py. La idea giratoria y modular del escenario estuvo pobremente aprovechada, pues no había verdadera comunicación entre lo que pasaba en el escenario y los personajes. Simple en colores -casi todo en tonos grises- los tonos de color solían provenir de pequeños detalles en el escenario, como carteles o luces. Pero, en lugar de modificar la relación cromática o la estructura del escenario, eran puro exceso, marca del horror vacui de esta escenografía: es el caso de unas imágenes horteras sobre el universo (cuando, además, se hablaba del cielo) o de un avión sacado del más indigno anuncio de cualquier compañía aérea. De ese intento introducir elementos rupturistas en la monotonía cromática y en los módulos (que al final eran los mismos colocados de una forma distinta), se añadieron elementos un tanto hípsters y claramente en diálogo con propuestas más contemporáneas. Se mostraban mensajes en cartón (como vimos en Satyagraha o en el Mondparsifal) y aparecía de vez en cuando un ángel con el torso desnudo y alas también de cartón. Un pastiche mal ejecutado. El mismo intento efectista lo escondía la malograda introducción de un perro en el segundo acto, que intentaba mostrar el lado más humano de de Leyde. Pobre perro. Qué habrá hecho él para que lo metieran de forma tan absurda en la ópera, por no decir lo cuestionable que es el uso de animales en este tipo de contextos. El gesto más creativo, que fue la de aprovechar el escenario giratorio para hacer el ballet del tercer acto también giratorio, resultó ser monótono al cabo de cinco minutos. El presunto caos organizado que quería propiciarse era puro efecto. Y, encima, incidió en otros de los graves asuntos de esta ópera: la inexistente reflexión sobre los roles de género que se estaban reproduciendo.
Y es que hubo varios momentos claves en los que el trato gratuitamente desigual (es decir, no justificados ni siquiera por la época o por la lógica de la historia) eran evidentemente fruto de la escasa reflexión al respecto. El encierro de Fidès y Berthe se convierte en una violación de ésta por parte de Oberthal, en la que solo ella aparece desnuda. Las violaciones son una constante en el ballet giratorio (que dio lugar a un sonoro abucheo entre el público), algo que termina banalizando una experiencia límite y donde, por cierto, eran solo las mujeres las que las sufrían. La estetización de la violencia era una constante, sin dar lugar a ningún tipo de reflexión crítica al respecto. La guinda del pastel fue en la escena final en la que, en el fondo, aparecía una orgía o un club de swingers, no lo tengo muy claro. El caso es que, aunque las relaciones no eran heteronormativas, ellos iban desnudos y peludos, ellas depiladas y con tacones. Es lamentable y, desde luego, inaceptable en los tiempos que corren.