Siempre me ha parecido muy gráfica y representativa la analogía de entender el patriarcado como un bidón de brea en el que te sumergen al nacer y por el que luego te pasas el resto de tu vida intentando limpiarte, y al final, por mucho que lo intentes, acabas con restos entre las uñas. Esto siempre lo he sentido así hasta la semana pasada cuando, debido al asunto por el que escribo esto, me di cuenta de mi error y empecé a repensar la sociedad patriarcal como un organismo vivo que se defiende a sí mismo de ataques o agentes externos que controvierten o ponen en jaque su existencia.
En julio de este 2017 la artista México-estadounidense Becky G lanzó el tema Mayoresen colaboración con el puertorriqueño Bad Bunny, conocido por colaborar en temas como: Si tu novio te deja sola, Un polvo o Mala y peligrosa. O sea, alguien que te puede acompañar a un concierto Riot Grrrl. La canción entró a formar parte al momento de mi lista de spotify: “Joder qué pena que la letra sea machista porque este tema me pone muy sandunguero”. Por conversaciones con amigas y amigos sé que no soy el único que siente una pena-rabia ante este tipo de temones que por una parte te llaman a bailar y por otra a vomitar. Un sentimiento parecido debieron sentir las chicas de Law Revue Girls cuando cambiaron por completo la letra del tema de Robin Thicke, Blurred Lines, (tema que también está en la lista) por su versión feminista Defined Lines. La propia Becky G ha comentado en varias entrevistas que la idea de la canción se originó tras las reacciones de sorpresa y comentarios de rechazo cuando ésta subió a su instagram la primera foto de ella con su novio, Sebastián Francisco Lletget, un futbolista estadounidense cinco años mayor que ella.
La canción se divide de dos partes: una cantada por BeckyG y otra por Bad Bunny. Personalmente creo que en este dialogo se exponen situaciones cotidianas de la mayoría de ambientes nocturnos de la noche reguetonera (sería interesante ver hasta qué punto esta dialéctica del flirteo se circunscribe solo a ese ambiente): la mujer como sujeto pasivo que solo marca los parámetros que busca; y el hombre como parte activa y absurdamente insistente que trata de convencerla de que ella en realidad no quiere lo que está buscando, que lo que quiere, y aún no lo sabe, es a él: “Como yo, ninguno / Un caballero con 21, yeah / Yo estoy puesto pa’ todas tus locura’ / Que tú quieres un viejo, ¿está segura?”, y así hasta el vomito.
Yo como hombre me siento especialmente sensible a aquellas obras que reproducen modelos de masculinidad con los que abiertamente no me siento identificado, ni creo que sean modelos deseables. Y en este caso Becky G hace una confesión directa y sin tapujos, que por una parte me encanta y por otra me da pereza, de sus gustos en cuanto a lo que ella busca en el hombre: “A mí me gustan mayores / de esos que llaman señores / de los que te abren la puerta / y te mandan flores”. Personalmente, no es hasta este momento de la canción que yo dejo de bailar y me digo: “Espera ¿qué?”. Es en esta alabanza a la caballerosidad más rancia y clasista, junto con el darle voz al flirteo más machirulo donde residen las principales almendras amargas del tema.
Pese a todo esto, y aquí se encuentra la cuestión principal, la canción de Becky G está siendo conocida por ser la de la tía a la que le gustan las pollas grandes, por ser la del: “A mí me gustan más grandes / Que no me quepa en la boca”. Aquí es donde está la mierda. Os reto a que busquéis a Becky G en Google en cualquier noticia o entrevista posterior a julio del 2017 en la que no se mencione la dichosa frase. La propia Becky G reconoce lo obvio, es un doble sentido, sí, ¿y qué?:
“Cuando un hombre canta ‘solo en tu boca, yo quiero acabar’, eso sí está bien. El doble sentido en un hombre está bien, no importa, pero cuando una mujer dice algo… O cuando se dice: ‘Esta noche te quiero comer, te va a encantar’. Y eso no es ni con doble sentido, es al punto. Y aún así son las canciones más grandes del mundo de la música latina. Creo que es algo muy interesante ver que para algunas personas que yo cante esto es un problema. Es mi modo de empoderarme como mujer”.
Tía, Becky, estoy contigo al 100%. Reconoced que ahora os va cayendo bien. En una lectura tranquila, desde mi punto de vista, toda esta parte es con mayor o menor habilidad, un verdadero acto de empoderamiento femenino dentro de este género.
Y con esto en mente nos plantamos en Noviembre de 2017, una de las primeras actuaciones de Becky G en España y la primera -hasta donde he podido comprobar- actuación en directo que hace por la televisión en nuestro país, en una gala de Operación Triunfo en TVE. En dicha actuación, TVE obliga a cambiar esa frase por la alternativa Ned Flanderista: «A mí me gustan más grandes, que con un beso en la boca me haga volar en el aire y que me vuelva loca«. En un ejercicio de censura que, por otra parte, tampoco sorprende viendo la deriva de la cadena pública.
En este momento, mi sorpresa no iba tanto por la censura en sí como por la parte censurada. De toda la canción, esa frase representa el único destello realmente interesante desde la perspectiva del empoderamiento femenino: una mujer de 20 años hablando, dentro de un género musical fundamental y orgullosamente machista, de sus preferencias sexuales. Llamen a la policía, hay una bruja en el escenario. Mi pregunta tras ver esto fue: ¿Cuántas veces habrá obligado TVE a cambiar la letra de una canción? Hasta donde ha llegado mi búsqueda, ninguna. Lo plantearé de otra forma: ¿Cuántas veces ha vetado TVE una canción? Pues no tantas como esperaba:
En 1986 TVE hizo la que sería la primera censura de la “democracia” española al eliminar y no emitir la actuación de Javier Krahe cantando Cuervo Ingenuo en el directo de Joaquín Sabina. La razón no era otra que porque en este tema Krahe metía el dedo en la llaga de las nuevas políticas del PSOE, especialmente por la campaña de permanencia de España en la OTAN.
En 2003 la cadena vetó que el grupo andaluz Las Niñas interpretaran en directo su tema “Ojú” (todo tan raro como suena) por criticar la guerra de Irak . El por aquel entonces gobierno de Aznar no debió ver bien que tres sevillanas veinteañeras cantaran lo de: «Decimos no, no a la guerra que la guerra es mu perra / y si nadie nos quiere echá cuenta, que mira que la peña está que revienta”.
Este está más cogido con hilos, pero en 2008, para la participación en Eurovisión, TVE cambió la letra del Chiki Chiki por su “contenido político” y ojalá pudiese entrecomillarlo más porque la letra era: “Lo baila Rajoy, lo baila Hugo Chávez, lo baila Zapatero, mi amol, ¡ya tú sabes!”.
Para rizar más el rizo, una semanas más tarde Becky G actúa en un programa de Telecinco y es obligada de nuevo a cambiar la letra por ser demasiado obscena. Repito: Becky G actúa en un programa de Telecinco y es obligada a cambiar la letra. Que Telecinco te diga que algo es demasiado obsceno para ellos es como si Intereconomía te censurase por ser demasiado facha, o si Kim Jong-un te dijese que eres demasiado autoritario. Estos ejercicios de censura no han hecho más que desembocar en un claro efecto Streisand y ahora el tema de Becky G está siendo más famoso si cabe por ser “el tema que ha sido censurado por TVE y Telecinco”. Al parecer en España hay dos cosas que no permitimos en la música televisada: que atenten contra el gobierno y que atenten contra el patriarcado.
Ahora cerrad los ojos e imaginad que en la actuación de Maluma en el especial de nochevieja de 2017, TVE hubiese decidido cambiar la letra de: “Te dije mami, tomáte un trago / Y cuando estés borracha pa’ mi casa nos vamos”, o que simplemente no lo hubiesen contratado por ser abiertamente machista. O imaginad que TVE se hubiese disculpado por poner a tres mujeres en bañador como azafatas en el programa de Cárdenas. O imaginad que Telecinco no emitiese Hombres y Mujeres y Viceversa. O que Pablo Motos fuese desterrado de la televisión de por vida… Todo eso bien, pero si una mujer habla de sus gustos sexuales, con el patriarcado hemos topado.
Se hace difícil escribir sobre música en Barcelona en unos días en los que hace falta tanta escucha. Aún así, y a pesar de lo acontecido ese viernes 27 de octubre en Cataluña, el concierto de Jordi Savall en el Gran Teatre del Liceu pareció ser una realidad completamente ajena a la agenda política catalana, a sólo unos cientos de metros del Palau de la Generalitat.
Desde luego que el ambiente estaba caldeado y quizás por eso la afluencia de público fue menor de la esperada a pesar de la calidad del repertorio y los músicos de la Capella Reial de Catalunya y su joven academia bajo la dirección de Jordi Savall y de, no olvidemos, el tenor y director Lluís Villamajó. Un repertorio, las ensaladas de Mateo Flecha «El Viejo» y Bartomeu Cárceres (publicadas en Praga por el sobrino de Flecha, apodado «El Joven», en 1581) acompañadas de dos piezas instrumentales de Francisco Correa de Arauxo y Sebastián Aguilera de Heredia, que se llevaró el título de «la música más antigua jamás interpretada en el Liceu», según rezaba alguno de los anuncios publicitarios del propio teatro.
Aunque antiguas, las ensaladas de Flecha tienen un caracter y un ritmo en la acción que, en ocasiones, bien pueden parecer un debate de televisión de La Sexta o un grupo de amigos intentando contarte una historia todos a la vez: cada uno con su tono de voz y ritmo diferente, su particular visión del asunto en cuestión e, incluso, ¡su propia lengua!
Así de vivas son las ensaladas (creedme) y así las cantaron los integrantes de la X Academia de Formación profesional de investigación e interpretación musical que, bajo el nombre de Jove Capella Reial de Catalunya y habiendo sido rigurosa (y musical)-mente preparados por Lluís Vilamajó, lo dieron todo (¡hasta se escapó algún baile!) en el escenario del Liceu. No es fácil cantarse dos o tres ensaladas y conseguir todos los contrastes, matices y momentos de recogimiento que allí se escucharon: unas ensaladas exquisitamente acompañadas (si me permitís la alusión culinaria) por los ministriles y, muy especialmente, por el consort de violas de gamba (alerta broma fácil) y continuo que destacaron sobre todo en la primera de las obras instrumentales.
Tampoco hay que olvidar el papel de los solistas del propio coro (participantes de la academia) y, sobre todo, de los cuatro solistas principales: Lucía Martín-Cartón (soprano), Gabriel Díaz (contratenor), Víctor Sordo (tenor) y Josep-Ramon Olivé (barítono). Los cuatro habían sido antiguos cantantes de la Jove Capella Reial de Catalunya y lucieron unas voces de un color y control destacables con un gran gusto y estilo ideal para cantar música ibérica del siglo XVI, a pesar de que la acústica de un teatro como el Liceu no les favorecía en ese registro, todo hay que decirlo.
Quizás para este repertorio, el formato tradicional de concierto pudo parecer un poco estático y podrían haberse propiciado más interacciones entre los músicos, los cantantes y el texto (alguno de los bajos del coro se metió al público en el bolsillo con sus bromas en uno de los solos). Además, todos los amantes del Renacimiento tenemos nuestra ensalada favorita de Flecha que nos hubiera gustado escuchar ese día (a pesar de que, además de La Justa y El Fuego, se cantaron los fragmentos más conocidos de La Negrina y La Bomba), pero la calidad de la música y de sus intérpretes hicieron que el concierto mereciera, y mucho, la pena.
Al finalizar, mucha gente del público esperaba que se hiciera alguna alusión a la situación política y se aguardaba con expectación para conocer qué habría elegido Jordi Savall como «bis». Su elección fue (aprovechando los textos de Flecha) no echar más leña, sino agua al fuego.
Nos citamos con Mario Sánchez una tarde soleada de octubre en Barcelona, ciudad que le acogió hace ya unos cuantos meses tras su aventura en Bristol (Reino Unido). Alegre, crítico con el sector musical y algo tímido; así es el vocalista y almamater de Pedro Peligro, esta banda a tres que intenta abrirse camino en la ciudad condal.
«Quise darle un nombre individual a pesar de que fuésemos un colectivo. Y pensé en algo que tuviese fuerza y rimara», afirma Sánchez ante la primera de nuestras preguntas. Y así fue cómo nació Pedro Peligro, de una manera casi instantánea, junto a Manuel Córdoba, el amigo de la «pandilla» de Cádiz, e Irene Solé, catalana y el último de los fichajes del grupo. «Música de cantautor», contesta seguro al preguntarle sobre sus composiciones pese a la mezcla de estilos que recorren sus canciones: desde la rumba, por su naturaleza andaluza y el uso del cajón, hasta excéntrica por la incorporación de la melódica en manos de Solé.
Sánchez se dedica a la música de manera profesional desde hace aproximadamente dos años, aunque sigue compaginando su «pasión vital» con otros muchos trabajos que le ayuden a llegar a fin de mes. «La música está muy mal pagada en este país. Las salas se aprovechan de que la gente venga a verte y paguen por escucharte. Y si luego no llenas, no cobras», comenta cuando le preguntamos sobre sus expectativas a medio plazo. «Componer y tocar es mi prioridad en la vida, por eso me volví a Barcelona, porque todo el mundo sabe que si quieres ser alguien en este mundo tienes que venir aquí o a Madrid», sentencia.
¿Una canción que no podamos dejar pasar?, preguntamos. Sánchez permanece callado y al rato suelta: «¡Muérete ya!, me define totalmente. Es una canción antipática». Y ríe mientras añade: «Es la típica canción que compones en tu cabeza mientras una persona te cuenta una historia que no te interesa. ¿Entiendes?». Ahora reímos ambos.
Mario Sánchez, o Pedro Peligro, o incluso Francisco de Utrera –como se camufla según en qué ambientes– nos cuenta que pronto tendrán un nuevo colaborador ocasional, el barcelonés Esteban Faro. También estos días sacan a la venta su primer disco, ¿Dondestá? (Sophus August Tuxen, 2017), financiado íntegramente con la recaudación de la «taquilla inversa» de los últimos conciertos, incluida la pequeña gira que este verano dieron por el norte de España.
Entre las próximas citas, el 14 de noviembre a las 21:00h en el Club Cronopios de Barcelona, la Asociación Cultural y Literaria donde empezó todo. ¿Volviendo al punto de partida?. Puedes saber más de ellos en @pedropeligromusic y en su canal de Youtube.
Si bien está más o menos claro que la música tiene que lidiar con la división entre «alta o culta» y «baja o popular», hay una división más que la articula que se suele tener menos en cuenta: la «música infantil» y la «adulta». El doble programa que presenta la Komische Oper, que junta Petrushka, de Stravinsky y -una rareza del repertorio- L’Enfant et les Sortilèges, de Raveljustamente pone en entredicho tal división.
A principios de siglo XX, quizá por los horrores de la Gran Guerra, el tema de lo infantil tenía cierto protagonismo entre pensadores y artistas. Por un lado, porque a los niños de la guerra les quedaría una herida para siempre, la de haber perdido su infancia entre la metralla. Pero, por otro, porque el mundo de los niños representa ese espacio del juego, de las reglas cambiantes, de la magia. Exactamente lo que la guerra no consigue: hablar de que otro mundo es posible. Ambas creaciones lidian con esto, haciéndose cargo de la «exacta fantasía», aquella que trata de describir esos otros posibles.
De la escenografía se encargó el colectivo 1927, que repite con la Komische Oper después de su exitosa Flauta mágica. Su propuesta, como con Mozart, se basa en la combinación de proyección y personajes reales, con una estética entre los años 20 y 40 del siglo pasado. Se trata de recreaciones visuales de lo que se interpreta de la música. En el caso de Petrushka, el constructivismo ruso se mezcló con el collage, sacándole todo el jugo al sueño infantil con el que Stravinsky juega: la posibilidad de que los muñecos, los acompañantes del juego, se conviertan en reales (como en Pinocho). Precisamente, eso es lo que propone su escenografía. Lo que se supone que pertenece al «mundo real» es lo proyectado, utilizando como recurso de los dibujos a lápiz y fragmentos con texturas, como figuras troqueladas.
Mientras, los muñecos que han cobrado vida son tres acróbatas (Petrushka, Tiago Alexandre Fonseca, La bailarina -en este caso acróbata, Pauliina Räsänen y El moro -aquí el forzudo, Slava Volkov) que intentan sobrevivir al amenazante mundo exterior y también a lo que la vida les ha aportado: sentimientos. Vimos a un Petrushka emocionante, cargado de registros y haciendo sus números acrobáticos como si fueran fáciles. Destacó por encima de sus compañeros de reparto, que resultaron algo fríos y mostraron cierta tensión en sus números, especialmente Slava Volkov. Musicalmente, es imposible no aplaudir el excelente control dinámico de la batuta de Jordan de Souza, que hizo de aquella música lo que estrictamente pide: una detallada música de cámara. Aplaudo especialmente el trabajo del viento madera y, más concretamente, el del fagot solista, con un sonido redondo, bien dirigido y rotundo.
Una de las críticas más famosas a esta obra viene firmada por Th. W. Adorno, que señala que Stravinsky no consigue identificarse con la víctima (Petrushka), sino que se centra en su liquidación y en la interiorización de la maldad en la víctima (por aquello de que al final aparece Petrushka mirando desde arriba «vengativo»). Justamente, este montaje se dirige hacia lo contrario. Aparte de la dirección de la emoción del espectador para generarle compasión por Petrushka, en una versión más compasiva que la del libreto stravinskyano, en el final no se acentúa la fanfarria, sino los tres-cuatro pizzicati finales (que se componen con elementos del «acorde de Petrushka», en do mayor y fa# mayor a la vez), mientras el espíritu de Petrushka se eleva y no vuelve a mirar hacia abajo. Eso rompe, en cierto modo, la lógica de la aparición del primer pizzicato, que los convertiría en cuatro, que es el culmen de la fanfarría: ¿Son esos pizzicati una ruptura con la fanfarria o emergen de ellos? Es curioso, porque el «acorde de Petrushka» suena solo parcialmente, como si lo nombrase y se esfumase al tiempo. La interpretación de este final nos haría situar en qué lado (la de la víctima o la del asesino) se encuentra la música. Muy probablemente Adorno consideraría que no son la melodía de la fanfarria y los pizzicati lo problemático, sino el continuum que constituye el viento metal, un ronroneo que parece indiferente al destino del payaso.
En L’Enfant et les Sortilèges, de nuevo, se invierten los papeles. Mientras que el «mundo real» es la proyección, el sueño en el que se convierte la regañina al niño, mezcla elementos de tal mundo real con el animado. Lo curioso es que musicalmente hay consciencia de esto. El inicio y el final parten de la misma melodía pentatónica, utilizada en la tradición francesa para evocar mundos imaginarios (pensemos en Debussy). O bien los invita a pensar que aquello que parece real va a dejar de ser o bien que dentro de lo que entendemos por real siempre hay un resquicio para lo mágico.
Frente a versiones más literales de los sortilegios, donde los cantantes se vuelven una silla, o algo por el estilo, que lo hace un poco naif (como ésta), aquí exploran los recursos del vídeo para adentrarnos en el país donde las cosas toman la palabra. Precisamente, con los propios recursos de la ficción es como parece posible permitir verdaderamente a los objetos y a los animales que se expresen y no mediante una repetición de lo antropomórfico.
El asunto no se acaba con que el mundo imaginario del niño adquiere vida. Sino que comienza a imitar lo terrible del mundo real: paulatinamente adquiere un tono más macabro. Es, quizá, una forma de llevar a escena la sensación descrita por tantos al verse inmersos en una guerra: de pronto, el mundo parece volverse contra la fragilidad de uno. Imagínense ese momento en el que la mesa y el gato nos comienzan a hablar y a juzgar: después de la fascinación inicial, comenzamos a darnos cuenta de que nos aterroriza lo desconocido y que, aquello que anhelábamos nos produce pavor. Es la historia del Rey Midas. El nuevo sueño es, precisamente, volver adonde estábamos.
Musicalmente, fue excelente la ejecución del cambio de registro frenético de la pieza, que obliga a los mismos cantantes a interpretar a diferentes personajes. Estuvo muy logrado gracias a la atención del cambio de registro. Precisamente Katarzyna Włodarczyk, en su papel de niño, fue uno de los menos logrados, con una voz excesivamente impostada, que impedía romper con la ilusión de que aquellas voz, efectivamente, fuese la de un niño en edad escolar y no la de una mujer hecha y derecha (algo así como cuando en las series ponen a hacer de adolescentes a tipos entrados en la treintena).
El único pero: la sonorización fue desigual , espacializada e irregular en volumen. Es una lástima, pero también una queja que frente a la calidad escénica, es meramente anecdótica. Déjense llevar por estas «cosas de niños», que tantos secretos fundamentales de la vida adulta nos desvelan.
Uno de los recuerdos más enraizados de mi infancia es el maravilloso bocadillo de lomo con queso que preparaban en el bar de al lado de mi casa. Recuerdo aquella carne deliciosa a menudo. Del mismo modo, recuerdo que en ocasiones se olvidaban de untar con tomate y aceite la parte superior del bocadillo. No podía fastidiar aquel lomo con un pan insulso por lo que retiraba dicha parte y me comía el bocadillo como si de una tostada se tratara. A modo de resumen, esto fue lo que ocurrió en la jornada maratoniana del viernes en el Deutsches 48. Jazz Festival Frankfurt.
El primer concierto arrancaba a las 19:00 de la mano del noruego Mats Eilersten y su ecléctica y extensa banda Rubicón, formada por Eirik Hegdahl (saxofón barítono y soprano), Trygve Seim (saxofón tenor y barítono), Thomas T Dahl (guitarra), Rob Waring (vibráfono y marimba), Harmen Fraanje (piano) y Olavi Louhivuori (batería).
El despliegue escénico para acoger a toda la banda era considerable y nos mantuvo expectantes durante los primeros temas, pero tan pronto como nos quisimos dar cuenta ya no había despliegue escénico que pudiera evitar los primeros bostezos y miradas al reloj del móvil. Esta numerosa agrupación no tardó en convertirse en un mar de individualidades, en el que cada uno de sus miembros se limitaba a realizar su solo correspondiente sin ningún tipo de lógica discursiva ni empaste sonoro grupal. Si a esto le sumas unos temas con un estilo totalmente impersonal y un líder de banda sin ningún tipo de presencia musical, el resultado es un pan insulso, difícil de masticar.
Sin duda, lo mejor de este concierto fue la actuación del batería finlandés que nos hizo despertar del aletargo en más de una ocasión.
Tras coger aire después de un inicio bastante pobre volvíamos a nuestras butacas deseosos de que la cosa mejorara. Era el turno del pianista armenio Tigran Hamasyan que venía a presentar su nuevo álbum a solo “An Ancient Observer”.
Tras un requiebro para coger su taza de café, olvidada en las bambalinas del escenario, ajustó la banqueta y acarició las teclas del piano antes de que su discurso sonoro diera lugar. No sucede muy a menudo que con la simple presencia del artista en el escenario, incluso antes de escuchar las primeras notas, te asalte una sensación, a modo de premonición, de que estás a punto de escuchar algo único. Y así fue. Desde la primera nota de su tema Markos and Markos, consiguió elevar al público a otro plano dónde las cosas no se rigen por las normas habituales, dónde no puedes pensar ni en términos armónicos, melódicos, ni estructurales, dónde la música deja de ser un fenómeno sonoro esquematizado para convertirse en una fuente emanando sensaciones que atacan a lo más primitivo y al mismo tiempo a lo más espiritual de ti mismo. Podría intentar describir de manera técnica lo que sucedió en aquel concierto, pero sería demasiado atrevido e irresponsable por mi parte. El lenguaje que Tigran ha conseguido establecer para poder expresarse a sí mismo trasciende a cualquier palabra, e intentar definirlo podría llevarme a banalizar la experiencia artística que viví aquel día. Solamente puedo decir que su música hizo que mi cuerpo se tensara y retorciera hasta límites insospechados, que mi imaginación me llevara a los lugares más recónditos de mi ser y que todo este cúmulo de sensaciones interiores solo pudieron exteriorizarse en forma de lágrimas al final del concierto. En definitiva, quién no conozca a este músico le ánimo a hacerlo porque creo poder decir con certeza que le regalará grandes momentos, y si le conoce, pero nunca le ha visto en directo que no pierda ni un minuto más. Apunten sus próximas fechas y láncense a un viaje artístico que no les dejará indiferentes.
Resultaba difícil imaginar que todavía nos quedaba un concierto por delante, y en varias ocasiones pensamos en dejarlo estar para quedarnos con el buen sabor de boca que nos había dejado Tigran. Finalmente decidimos quedarnos y fue todo un acierto.
Steve Lehman, saxofonista y compositor neoyorkino, salió decido a mostrar su nuevo trabajo titulado “Sélébéyone” que traza un puente entre el jazz experimental y el Undergroung-Hip-Hop sostenido por dos saxofonistas (Lehman y Maciek Laserre) y dos raperos (Hprizim y Gaston Bandimic) a quien se les unen tres músicos de lujo como son Carlos Homs (teclado), Drew Gress (contrabajo) y Damion Red (batería). Ellos mismos se definen como una mezcolanza cultural procedente de diferentes puntos del mundo – New York, Paris, Dakar – que encuentran su punto común en los dos géneros de origen afroamericano y a partir del cual desarrollan su propio lenguaje.
Lehman ha conseguido encontrar su identidad a partir de la fusión de los mismos, situándose en un punto medio entre dos de los grandes artistas del género como son Robert Glasper y Kendrick Lamar. Su música es una apuesta atrevida e innovadora a la par que sincera y eso no siempre gusta, por lo que pocos minutos hicieron falta para que una gran parte del público se levantara de sus asientos con el fin de abandonar la sala, rebajando de esta manera la edad media de la misma, todo sea dicho de paso. La propuesta de Lehman además de originalidad demostró una gran calidad en todos los aspectos y se convirtió en el pan perfecto para sostener una carne deliciosa. Con la parte de arriba del bocadillo sucedió lo mismo que sucedía en aquel bar, se quedó debajo del asiento esperando a ser recogida.