por Marina Hervás Muñoz | Oct 31, 2017 | Críticas, Danza, Música |
Fotos con copyright de la Komische Oper
La Komische Oper celebra su 70 aniversario apostando por óperas poco representadas o aún no incorporadas al repertorio. Entre ellas, se encuentra Satyagraha, de Philip Glass, compuesta en 1979 y estrenada un año después. El término, en sánscrito, significa «lealtad a la verdad», y hace referencia especialmente a la filosofía de Gandhi, especialmente en los actos de resistencia y reivindicación de los indios en Sudáfrica. Es una pieza inspirada de cuatro personajes relevantes en la lucha no violenta, según la interpretación del compositor norteamericano, a saber, Gandhi (que es el protagonista de la ópera), Tagore (que articula las tres escenas del primer acto y era amigo de Gandhi), Troski (que da nombre a las tres del segundo y que se carteaba con él) y Martin Luther King (que está a la base de la única escena del tercer acto y que se inspiró en Gandhi para su lucha contra el racismo).
El montaje de la ópera, a cargo del coreógrafo Sidi Larbi Cherkaoui, es de una delicadeza, sensibilidad y elegancia excepcionales, que se ven pocas veces en la ópera y que suponen verdadero aire fresco ante montajes carísimos e insulsos. Toda la pieza está articulada en torno a la danza, que es hipnótica, basada en movimientos circulares y orgánicos. Lo que menos se merecen las piezas que tienen un talante político es incidir superficialmente en eso político como si se pudiese reducir a panfletos o pancartas. Aquí se mostraba, mediante el movimiento de los bailarines, la fragilidad y vulnerabilidad del cuerpo, que a lo largo de la pieza se va magullando, manchando y despojando de la ropa, el único cobijo, la segunda piel. El escenario, apenas una plataforma móvil, parecía que iba a terminar siendo un recurso limitado y simple, pero se convirtió un elemento plástico más con el que se crearon momento de gran potencia visual. En combinación con otras planchas móviles que movían los propios bailarines o cantantes, se construían los rasgos mínimos de un escenario, que actuaba con una mera superficie sin más peso que el estrictamente necesario para el desarrollo de la obra. Este minimalismo también escénico contrasta con esos grandes montajes de escenografía que no tienen fuerza por sí solos, que no terminan de empastar con la música y la narración y que, desde luego, no suponen una aportación a la interpretación de la pieza.
Las transiciones entre escenas, que en algunos casos son radicales (como de la segunda a la tercera escena del primer acto) se hacían de forma equilibrada y medida, de tal forma que había un continuum pero sin caer en la mera indiferencia de escenas. El trabajo de coreografía es inenarrable, pero nada resultaba excesivo, ni con la rigidez de lo ensayado hasta que deja de tener nervio, aunque ciertamente los cantantes carecen de la fluidez de movimientos de los bailarines.
Lo que convoca a esta creación a ser una ópera no queda claro, porque cuenta con numerosos momentos (de duración muy significativa) solo instrumentales, dejando de lado ese egocentrismo a veces cercano al horror vacui de la ópera tradicional. Por tanto, algo nos hace pensar que hay un interés en dejar que la música adquiera su espacio, que en esta propuesta destaca en su unión con el cuerpo y la palabra -escueta pero suficiente. Esta unión es también a veces reivindicada de forma explícita, como en el inicio del segundo acto donde, en una pieza que no tiene percusión, se sustituye la tensión rítmica por la propia construcción de lo dicho-cantado. El coro de hombres que increpa y ataca a Gandhi, hizo una demostración de la comunión de corporalidad, voz y música que aparece en el ritmo de forma casi primitiva, como ya estaba explícitamente en La consagración de la primavera de Stravinsky, por ejemplo.
Vocalmente, escuchamos irregularidades entre las voces femeninas y las masculinas hasta la segunda escena del segundo acto. Stefan Cifolelli estuvo excepcional como Gandhi, especialmente en su solo final, de una calidez extrema, aunque le costó un par de escenas perder la rigidez corporal. En cualquier caso, es sumamente difícil cantar en las condiciones que él lo hizo, después de ser elevado, girado y volteado en numerosas ocasiones, como representación de la violencia acometida contra él. Cathrin Lange (Miss Schlesen) y Mirka Wagner (Mrs. Naidoo), al principio mostraron poca delicadeza en la modulación de las voces, un tanto chillonas y sin redondear. Pero su aparición en el tercer acto fue un giro repentino, como si por fin se hubiesen integrado en la lógica del montaje, tan frágil y cuidado que, sin las pretensiones de lo pulcro y lo terminado de una vez para siempre, se podía resquebrajar en cualquier momento. El coro fue excelente, tanto teatral como vocalmente, y su tratamiento escénico me recordaba mucho al montaje de Moses un Aron que comentamos hace ya unos cuantos meses. A nivel orquestal, celebro el brillante control de la tensión (aunque eché de menos algo más de cuidado en la dinámica) en una pieza extremadamente exigente, por las repeticiones y microvariaciones típicas de la música de Glass. Pero, lejos de resultar monótona, la música fue contenida, de tal manera que actuaba como nervio de la pieza.
En estos días en que la agresividad y la violencia, precisamente por tener presencia absoluta en nuestras retinas, han dejado de afectarnos -mientras no sea contra nosotros, como aquel supuesto poema de Brecht-, la potencia de unos cuerpos se encuentra en la exposición desprejuiciada de su vulnerabilidad. Al igual que Gandhi pidió resistir sin utilizar los recursos que criticaba, los de la violencia, aquí la herramienta es mostrar eso que se oculta en el intento de hacer todo visible sin mediación, mostrar eso que no aparece en las imágenes: el cuerpo de individuos anónimos que se retuercen y se mezclan, que se rompen y dañan. En un mundo en el que no servir para nada es el mayor delito, pues se atenta contra la productividad y la supervivencia del sistema, bailar -que además nos hace felices- es una nueva forma de resistencia y, desde luego, un camino a seguir para la ópera y sus montajes contemporáneos.
por Jose Luis Perdigon | Oct 30, 2017 | Críticas, Música |
El pasado 27 de octubre tuvo lugar en la Komische Oper berlinesa una de las representaciones del Pelléas et Mélisande de Debussy, sin duda una de las grandes apuestas de esta temporada. A pesar de lo que pudiera parecer, llevar a cabo la puesta en escena de esta ópera es siempre un reto comprometido del que es difícil salir sin la sombra de la duda o del reproche. La obra de Debussy, ya blanco de innumerables críticas el día de su estreno -mejor no digamos quién y como, no sea que se nos caigan un par del pedestal- revolucionó la concepción de narración en el género, haciendo de cada escena pequeños versos que nos revelan anécdotas de una trama que ocuparía un acto entero de cualquier ópera coetánea. Esa discontinuidad, ese asomarse a fragmentos de actos enteros nunca compuestos, se suma a un texto de Maurice Maeterlinck donde el drama solo se sugiere y ningún símbolo se vuelve irrebatible. Con estas premisas, parece difícil pensar que el hecho de añadir cualquier cosa de cosecha propia -por muy original que sea- va a reforzar necesariamente la sinergia del conjunto. En una obra como el Pelléas, ir con pies de plomo no es suficiente.
La orquesta de la Komische, dirigida por Jordan de Souza, fue probablemente lo mejor de la noche. El director canadiense supo dar continuidad y frescura a cada escena, destacando la plasticidad de la cuerda y una homogeneidad que nunca se rompía. Es sobretodo a partir del cuarto acto cuando se perciben más intensamente los colores, que hasta entonces de Souza no quiso subrayar demasiado. En cuanto a lo vocal, la calidad de los fraseos y atención al detalle fueron la tónica de todo el elenco. Mención especial merece el Arkel de Jens Larsen, que confirmó la importancia de contar con un rey de Allemonde carismático; y también el Golaud de Günter Papendell, que poco a poco fue imponiendo su rol hasta cargar con todo el peso del drama en las escenas finales.
La dirección de escena por parte de Barrie Kosky sacó gran partido al escenario de plataformas en movimiento, creando muchas momentos de potencia visual indiscutible -en parte también gracias al discreto diseño e iluminación de Klaus Grünberg– y estructurando cambios de escena muy elegantes sin esfuerzo alguno; de estos que casi ni se notan pero sí se notan. Aunque sin lugar a dudas, y a pesar de esas virtudes, lo decepcionante se vinculó al aspecto más puramente teatral -responsabilidad que comparten, dudo que por igual, el propio Kosky y la dramaturga Johanna Wall-. Me sorprende como el texto y la música pudieron ser tratados con tanto automatismo, como si se tratara de crear una dirección de escena para Norma o La Traviata. Todo lo que el texto de Maeterlinck sugiere, Kosky lo concreta. Todas las emociones que Debussy insinúa y refleja como en un juego de espejos, Kosky las explicita y subraya; y si es con caída al suelo de Melisande (Nadja Mchantaf) ensangrentada mejor aún. La consecuencia de esa exaltación desde el minuto uno de la ópera es una pérdida general de empatía y la disminución considerable del efecto dramático en las últimas escenas.
Lo triste de un proyecto de esta envergadura, es ver como un buen reparto estorba constantemente. Cada gesto exaltado parece acabar con la magia y remar una y otra vez contra corriente. Pero lo más sorprendente es advertir la ironía que comporta. Hace ya años que las puestas en escena más “modernas” rompen todo tipo de estándares y fascinan y horrorizan por igual a todo tipo de público -sobra decir que siempre respetable-. Lo increíble de esta unión Debussy-Kosky es el carácter abiertamente reaccionario que muestra éste último en la dirección de escena; que se acerca a provocar el mismo impacto que los Don Giovanni ochenteros llenos de traficantes de heroína, solo que a la inversa. Lo más trivial y evidente hizo acto de presencia, echando a perder la oportunidad de hacer algo mucho más estimulante. Pero no es solo lo puramente interpretativo: la concepción de los roles y su psicología parece fallar irremediablemente. Un Pélleas aniñado y paranoico desde su entrada -que recuerda a un típico ayudante secundario de villano de Marvel- donde casi todo es ambiguo, no consigue tener la más mínima química con Melisande. Se confirma posteriormente de forma traumática, cuando en la escena del beso -como no, sustituida por sexo salvaje- da la sensación de estar asistiendo a un incesto bastante incómodo; que interrumpe Golaud para alivio del público.
Si hay algo que no se puede perdonar facilmente es la sensación de que “te” han mancillado un “clásico”. Mucho peor es la sensación de hacerte creer que ese “clásico” realmente no merece serlo. Eso sí que es imperdonable. Pero no hay que ponerse dramático, que de eso ya hubo bastante. Quizá solo fue que tomaron demasiado al pie de la letra esa famosa frase de Debussy durante los últimos ensayos de la ópera: “Por favor, olvidad que sois cantantes”. En todo caso, no sería un mal comienzo.
por Marina Hervás Muñoz | Oct 20, 2017 | Críticas, Música |
© Jan Bauer
El pasado 15 de octubre llegó al Berliner Festspiele el estreno de la segunda parte de un proyecto articulado conjuntamente entre esta institución y el Wiener Festwochen. En Viena, en junio, se interpretó ParZeFool/MONDPARSIFAL ALPHA 1-8. La segunda parte se tituló ParZeFool/MONDPARSIFAL BETA 9-23. El título y el compositor firmante, Bernhard Lang, ya no dejaban lugar a dudas. El objetivo del proyecto era revisitar (algo que se encuentra presente en prácticamente toda la obra de Lang con respecto a la tradición musical) desde una perspectiva crítica a Parsifal de Richard Wagner, estrenada hace 135 años, en 1882. Parsifal fue una pieza compuesta expresamente para la acústica de Bayreuth y responde a la creencia wagneriana de la Gesammtkunstwerk, la obra de arte total, algo que él, implícitamente, sólo veía posible desde la institucionalización total del su Gesammtkunstwerk. Fundamentalmente es como crítica a tal institucionalización (en este caso, la que subyace a que ciertas obras están pensadas para sonar óptimamente solo en un espacio concreto y, por tanto la fetichización de la escucha) como creo que se ha articulado este trabajo, firmado a tres por Jonathan Meese (escenografía), Bernhard Lang (música) y Simone Young (dirección musical). Así, al menos, nos invitaban a adentrarnos en el mundo de un Wagner ironizado. El Berliner Festspiele había sido tomado por las instalaciones de Jonathan Meese, que mostraban frases grandilocuentes sobre el arte, a modo de panfleto, pintado a brochazos en las paredes y en conjuntos escultóricos construidos con figuras pop de toda índole. Estas instalaciones trataban, aparte de «crear ambiente» de actuar como hilo conductor en la ópera.
Creo que Bernhard Lang y lo suyos trataban de explicitar lo que la ópera ha sido desde siempre, como los musicales: un espacio para lo imposible, donde se actúa como si eso imposible (entre otras cosas, cantar para comunicarse) fuese lo «normal» y, por ello, lo más serio. Pero claro, esto hay que hacerlo muy bien para que la obra no sea, simplemente algo fallido. Los recursos musicales se mostraron escasos: temas wagnerianos (sobre todo en materia armónica) aparecían aquí y allá con una reelaboración que rozaba lo peor de lo evidente, las típicas repeticiones de la escritura de Bernhard Lang resultaban toscas y forzadas; y una técnica de collage (que también estaba en la propia concepción escénica y lingüística de la pieza, pues aparecían todo tipo de personajes y escenas, y se mezclaban idiomas) que terminaba en pastiche. Según Lang, su intención era hacer saltar por los aires la linealidad que el propio Wagner pone entre paréntesis con su concepto de «melodía infinita» mediante le uso de loops, técnica que usa a menudo y que siempre justifica de una forma u otra; y que, en el caso de la pieza que nos ocupa, parecía que trataban de suplir una carencia del material. Pese a todo esto, hubo dos momentos memorables: el inicio, que era algo así como la recreación deformada de la obertura de Parsifal, como si se mirase en un espejo de los circos y los dos solos de saxofón, interpretados por Gerald Preinfalk, para mí el gran descubrimiento de la noche, y que me dieron la razón en que Lang tiene buena mano en la composición pero no estábamos ante una de sus mejores creaciones.
Los personajes eran planos (regodeándose en su esperpentismo). Las alusiones al sexo, a las drogas (que, según Lang, son fundamentales en Wagner) y otros tabúes eran agotadores pues, en lugar de elaborar el motivo y base de tales tabúes, trataban de forzar una situación de escándalo que ya no va a llegar en esta sociedad que bosteza viendo cómo matan a sirios por la televisión. Todo era como los vestidos de cartón de las muñecas del siglo pasado, que se cortaban y encajaban en la figura sin vida con una lengüeta. Quizá es que no comprendo qué tienen que ver en (y, sobre todo, qué aportan a) la escenografía personajes vestidos como Star Trek, Sailor Moon, un Bob Esponja que desciende del aire o un tipo follándose a un oso gigante. Me inundaba la pereza de lo facilón, de lo que quiere guiñar y criticar -creyéndose separarse a la vez- a la industria cultural. Aprecio, sin embargo, el buen hacer del contratenor Daniel Gloger, que no tenía un papel nada sencillo y se le notó, al final del segundo acto, con la voz resentida; y de Magdalena Anna Hoffmann. Tanto teatral como vocalmente fueron sobresalientes, mucho mejor que sus compañeros de elenco. También habría que destacar la precisión y buen gusto del coro Arnold Schönberg, casi siempre en off.
La conclusión a la que llego es si hace falta tanto montaje y parafernalia para llegar al lugar al que muchas obras llegan por otros medios: el cuestionamiento del lugar actual del arte, el elemento ficticio de sus fronteras, los límites de su alcance. La obviedad del planteamiento político subyacente a la pieza -poniendo en jaque el lugar de la obra pero sin pretender dejar de serlo- resultaba casi insultante tras cuatro horas y cuarto. Nada nuevo bajo el sol.
por Marina Hervás Muñoz | Oct 16, 2017 | Críticas, Teatro |
Fotografías con copyright de Lovis Osternick
La obra comenzaba con un estruendo. Una sombra fantasmagórica se convierte en la silla de ruedas, iluminada brevemente y rodeada por figuras estáticas de Clov. Se apagan las luces, vuelve el estrueno, vuelve la luz. Solo la postura de Clov ha cambiado. Y así se repite unas veinte veces: se trata de una reinterpretación de la construcción del espacio claustrofóbico que abre Final de partida.
Clov (Georgios Tsivanoglou) es un payaso -parece un tema recurrente en esta temporada del Berliner Ensemble– con tendencia a mimo, Hamm (Martin Schneider) una especie de encarnación del Papa Inocencio X de Francis Bacon. Nell (Traue Hoess) y Nagg (Jürgen Holz) dos parias, como unos teleñecos agotados.
Había, además, dos protagonistas más: las visuales y, sobre todo, la música, que se convirtió en un personaje más. Bajo la firma de Hans Peter Kuhn, al principio era solo un complemento para caracterizar a los personajes. Por ejemplo, casi cada vez que Clov se movía, sonaba una melodía circense, él andaba tambaleante y se chocaba con la puerta. Pero, poco a poco, consiguió su nombre propio. Una completa instalación sonora y visual enmarcó las dos intervenciones largas de Hamm. O bien con un fondo marino, que sumía la escena en la soledad de la inmensidad acuática o bien tras una cortina de luces móviles. Esto sería casi decorativo salvo porque solo enmudece el escenario cuando Clov, al final del texto, dice uno de los textos más terribles de los que han salido de la pluma de Beckett:
Me digo algunas veces, Clov, es necesario que sufras más que ahora, si quieres que se cansen de castigarte algún día. Me digo, a veces, Clov, es necesario que estés allá mejor que aquí, si quieres que te dejen partir, un día. Pero me siento demasiado viejo, y demasiado lejos, para lograr adaptarme a nuevas costumbres. Bien, esto no terminará nunca, nunca partiré. (Pausa.)
Luego, un día, de repente, esto termina, cambia, no lo comprendo, se muere, o yo, no lo comprendo, ni esto tampoco. Lo pregunto a las palabras que quedan, sueño, despertar, noche, mañana. Nada saben decir. (Pausa.) Abro la puerta del calabozo y me voy. Voy tan encorvado que tan sólo veo mis pies, si abro los ojos, y entre mis piernas un poco de polvo negruzco. Me digo que la tierra se ha extinguido, aunque nunca la haya visto viva. (Pausa.)
No hay problema. (Pausa.) Cuando caiga lloraré de felicidad.
Se marca así, gracias a la música, el punto culmen de esta concepción de la obra. Así se articula la obra desde los seres sufrientes, desde la soledad del sometido. Es curioso, porque en ocasiones Fin de partida ha sido concebida como una especie de relectura deformada de la dialéctica del amo y el esclavo hegeliana. Para Hegel amo y esclavo se vuelven mutuamente indispensables para cada uno -y no, como se pensaba en la tradición, solo el esclavo necesita a su amo-, en esta interpretación Clov ha salido de tal dialéctica porque ha conseguido articular su sufrimiento y lo asume. Es decir, como si Clov tuviera alguna clave contra lo claustrofóbico de su existencia, pero se resignase a su suerte. Una lectura más que se sume al misterio de esta obra.
Sin embargo, pese a lo afortunado del trabajo sonoro y el excelente trabajo de interpretación de los actores (especialmente de Jürgen Holz, carismático hasta el extremo), el montaje (Robert Wilson) fue un tanto simplista en su caracterización de los personajes, especialmente de Clov. La relación con el clown (una de las interpretaciones canónicas del nombre del personaje), tanto por la musiquita que le perseguía, como por su forma de andar, como su tropiezo incesante (y absolutamente esperable) con la única puerta de la estancia (que no lleva a ningún lado) o un bailecito con chasquido de lengua cuando se topa con la escalerilla simplifican a un personaje que ya tiene todo potencial en el diálogo beckettiano. Parece un innecesario y casi en exceso obvio recubrimiento de un personaje que pareciera que, por sí mismo, no da para mucho más. No me convence tampoco como estrategia para hacerlo destacar en su monólogo final enmarcado en el silencio. Lo mismo sucede con las escenas en las que se proyecta un fondo acuático. Se rompe precisamente lo claustrofóbico de la estancia y ni siquiera encaja con el bloqueo de la realidad que se percibe en las palabras de Beckett:
HAMM: Mira el mar.
CLOV: Es igual.
HAMM: ¡Mira el océano!
(Clov desciende de la escalerilla, avanza unos pasos hacia la ventana de la izquierda, se vuelve para coger la escalerilla, la coloca bajo la ventana de la izquierda, se sube, apunta el catelejo hacia el exterior, mira un buen rato. Se sobresalta, baja el catalejo, lo examina, apunta de nuevo.)
CLOV: ¡Nunca vi cosa igual!
HAMM (inquieto): ¿Qué? ¿Una vela?
¿Una aleta?
¿Humo?
CLOV (sigue mirando): El fanal está en
el canal.
HAMM (aliviado): ¡Bah! Ya estaba.
CLOV (igual): Quedaba algo.
HAMM: La base.
CLOV (igual): Sí.
HAMM: ¿Y ahora?
CLOV (igual): Nada.
HAMM: ¿No hay gaviotas?
CLOV (igual): ¡Gaviotas!
HAMM: ¿Y el horizonte? ¿Nada en el
horizonte?
CLOV (baja el catalejo, se vuelve hacia Hamm, exasperado): Pero, ¿qué quieres que haya en el horizonte?
(Pausa.)
HAMM: Las olas, ¿cómo son las olas?
CLOV: ¿Las olas? (Apunta el catalejo.)
De plomo.
HAMM: ¿Y el sol?
CLOV (sigue mirando): Nada.
Quizá es que a mí me parece que Beckett no necesita más que la fuerza de sus palabras, como en esta representación de Esperando a Godot, donde solo estaban los personajes con su soledad, en un tiempo que ya no es el de aquí -aunque tampoco es simplemente estático, sino cualitativamente otro-, donde la pieza es un hueco donde respirar, aunque solo (paradójicamente) a través de la asfixia. Fue una propuesta algo plana, aunque original en dar herramientas alternativas al lenguaje cotidiano, como la música y lo visual, a un texto que tiende al enmudecimiento -según la lectura de Th. W. Adorno-.
por Carlos Rojo Díaz | Oct 6, 2017 | ENTREVISTAS, Música |
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13. ¿Cómo valora el trabajo con el resto del equipo?
Estoy muy contento, porque creo que gracias a Gerard Mortier tuvimos el mejor equipo posible, y él en el primero en el que pensó fue en Pablo Heras-Casado. El libretista (Andrés Ibáñez) fue mi propuesta y todo ha funcionado muy bien. Siempre hay cosas, tanto cantantes como elementos escénicos, que por las circunstancias hubo que determinar muy a última hora, y eso crea en el equipo de trabajo una cierta tensión, un cierto estrés. Pero bueno, de eso se aprende. Te digo que en la próxima ópera todo el equipo está completo desde cinco años antes. Ya está todo pensado y estamos trabajando todos y, lo más importante, el intendente nos dice que está encantado y que lo más importante es ver que somos un equipo.
Una máquina operística como el Teatro Real (que es para mí, sin duda, uno de los tres mejores teatros técnicamente en Europa, si no el mejor), requiere una coordinación tremenda. Y una coordinación que no viene dada solamente por un director musical y por un director escénico. Cualquier tensión o cualquier duda por parte de cualquier miembro del equipo, empezando por el propio compositor, tiene una repercusión en todos los ámbitos. Y puede llegar a ser dramático. Una duda de un compositor, cortar algo, tiene unas repercusiones en toda la estructura dramática, escénica, de luces, que puede destrozar el trabajo de todos los demás. Y lo mismo todo lo que pueda ser malentendido o malinterpretado desde el punto de vista musical por parte del equipo escénico. Es un lastre y crea una gran tensión en todo el equipo musical.
En una obra de nueva creación como esta no existen referencias, no suele haber maqueta, aunque puede haber una. En este caso, siendo muy profesionales y habiendo hecho un esfuerzo tremendo la hay, en El público la ha habido. Pero realmente una maqueta nunca te va a dar los elementos psicológicos que son lo más importante, necesarios para que un equipo escénico o escenográfico o de luces o vestuario se haga una idea. Ahora ya hay un DVD, ya hay una grabación. Entonces puede venir alguien y decir: «Oye pues yo esto lo entiendo de otra manera y pondría estos vestuarios”, o “Yo hablaría con el compositor y le diría que el tercer acto me parece muy largo, ¿por qué no hacemos la pausa aquí?». Y es que ya tienes una experiencia y estás trabajando sobre algo, digamos que es ya una obra de repertorio.
Pero el equipo es fundamental. Y yo recomendaría a cualquier trabajo de teatro musical u operístico que todas las primeras decisiones sean crear un equipo compacto, un equipo coherente y luego ya lanzarse a todo el proceso de trabajo, que es lo que estamos haciendo en este caso, para la nueva ópera.
De esto se aprende también mucho en lo profesional, porque luego el problema es que todo cuesta mucho dinero. Cualquier cosa que haces cuesta dinero, una reunión, por ejemplo, ¿dónde te reúnes? Y te reúnes y comes, ¿quién paga la comida?, ¿la paga el compositor o la paga el director de escena?, ¿el teatro? Cualquier cosa son costes de producción. Entonces todos esos costes tienen que estar determinados desde el principio: cuáles son los límites de tu trabajo, los límites de tu esfuerzo y los límites del esfuerzo personal y familiar de cada uno de los que participan en el grupo. Te reúnes para trabajar y, como los guerreros, dejas mujer e hijos. Desapareces días y días, y ¿quién paga eso? Todas esas cosas están dirigidas y coordinadas por un equipo de producción. Todo tiene unos tiempos, unos plazos y unos costes. Cualquier idea tiene unos costes, traducir una idea los tiene. En una producción de ópera, en la que, de entrada, hay una cantidad concreta de dinero, todos esos límites presupuestarios hay que tenerlos en cuenta en el ámbito artístico. ¿Qué te puedes permitir?, ¿hasta qué punto puedes sacrificar los límites psicológicos y personales de cada uno de los miembros del equipo?, ¿hasta dónde puedes exigir? Luego pueden llegar a crearse muchas tensiones.
Por eso el equipo es fundamental y es lo que de una manera profesional funciona en todos los teatros. Y esto me gustaría destacarlo, es algo que funciona de una manera muy especial y muy particular en el Teatro Real, en el que cada uno entrega su vida, y eso es increíble, porque no sucede en cada teatro del mundo. En el Teatro Real todos y cada uno de los miembros de producción son el alma de cada cosa que se hace allí, con una entrega maravillosa.
14. ¿Cómo valora la producción del DVD?
Me parece extraordinario. Yo estuve en las ocho representaciones y lo que vives en un teatro siempre es muy difícil de comprimir en un formato, en una pantalla pequeña, sea la que sea, por mucha calidad que tenga. Creo que aquí hay elementos de dirección visual que no los puedes ver en el teatro, teniendo en cuenta las distancias. El sonido es maravilloso. Se ha hecho un trabajo muy profesional y este es un más que digno soporte de lo que fue la ópera. Es más que una documentación, creo que está muy conseguido.
Yo lo he visto varias veces y tengo que decir que al principio me costaba mucho tomar distancia, porque cuando llevas varios años en la composición, metido en una cosa así es muy difícil verlo con objetividad. Cuando me enviaron el master para las correcciones de sonido, no lo podía escuchar. Me ponía los cascos y me ponía a llorar, era imposible. Si me enviasen un Wozzeck o una Traviata me sería muy fácil decir “Esto está aquí, no oigo los violoncelos, no oigo los contrabajos…”. Pero un trabajo en el que has estado tan metido, ha resultado muy difícil, para mí tremendo. Siempre estás muy implicado emocionalmente en el objeto que estás trabajando, no tienes una crítica objetiva. Estás muy metido en todo el entramado psicológico que ha sido todo eso, y es muy difícil decir “No oigo el contrabajo” o “La percusión está demasiado fuerte” o “La guitarra no se oye”. O cosas de panorama, que en un estudio hay una serie de criterios absolutamente objetivos, que puedes seguir como productor y que a mí me resultaban imposibles. Porque oía la cosa y me ponía a llorar (risas). Estás tan implicado que es muy difícil… Por eso creo que no es bueno que un compositor dirija su propia ópera. Necesitas a alguien que escuche técnicamente, que te mantenga los tempi y todos los criterios de una manera muy objetiva. Y tú aportas desde fuera elementos más subjetivos o de color.
A la pregunta de cómo es la realización del producto, para mí, como compositor, no puede ser mejor. En este momento no me imagino nada mejor técnicamente.
15. ¿Tiene previsto continuar componiendo ópera?
Sí, la ópera es en este momento lo único que me interesa de verdad. Es una frase muy radical y es una provocación, es una provocación muy clara. Es lo único que me interesa de verdad. ¿Por qué? Te voy a dar mis razones:
Creo que, en este momento, es el único espacio que ha evolucionado de tal manera que puedes interactuar con los mejores artistas plásticos, o con los mejores artistas de otras disciplinas de todo el mundo. La ópera se ha convertido en la tabla de salvación de muchos artistas que de otra manera no podrían sobrevivir sin este trabajo.Yo estuve en La condenación de Fausto, que encargó Gerard Mortier a los festivales de Salzburgo a La Fura dels Baus, y aquello fue impresionante. Hoy en día yo pongo en duda que el grupo La Fura dels Baus hubiese sobrevivido solamente con el teatro. Son uno de los grupos teatrales y escénicos más reclamados en todos los teatros del mundo y gracias a eso (y gracias a esos presupuestos también) y a la posibilidad de desarrollar elementos escénicos y técnicos y de experimentar en esas dimensiones, no solamente se han asegurado su supervivencia, creo, sino que se han ganado un espacio en la historia de la ópera. Te pongo este ejemplo porque lo conoce todo el mundo en España.
En este sentido, sería interesante ver producciones de La Fura dels Baus en óperas de compositores vivos. Parece que suelen trabajar más sobre obras de repertorio. Se da aquí la contradicción de que un grupo tan actual como ellos trabajan sobre obras pasadas, en muchos casos muy lejanas a nuestro tiempo. ¿Qué opina sobre este hecho?
Creo que eso está cambiando, pero sucede por la presencia del repertorio. Un director de escena que ponga una ópera de repertorio tiene garantizada la taquilla. Ahora, si detrás pone cartón piedra, hoy en día no va nadie. Una ópera de repertorio, sea la que sea, con una puesta en escena novedosa, provocativa, técnicamente impecable como hacen ellos, es una garantía también para la taquilla. Hemos de tener en cuenta también que el número de encargos que hay de óperas no se corresponde con la presencia de óperas de repertorio. Lógicamente, sumar dos factores de riesgo como son una obra nueva con un grupo experimental siempre es un riesgo. Lo que no es un riesgo es ópera de repertorio con una puesta en escena espectacular, como hacen ellos. Eso, para un teatro convencional, es lógicamente taquilla garantizada. Y creo que no es responsabilidad de ellos, sino de los propios programadores. Piensa que fue Gerard Mortier el primero que empezó con esto y que hay una serie de programadores que están siguiendo esa línea. También hay una escuela en ese sentido, están cambiando las cosas.
Volviendo a la pregunta inicial, te digo que absolutamente sí, la ópera es mi prioridad absoluta. En primer lugar, por el hecho de poder encontrarte en un espacio de producción con los mejores artistas plásticos o los mejores equipos. Otra cosa de la que nadie se da cuenta es la importancia de la iluminación. Lo más importante para nosotros ahora mismo (yo que ya tengo cierta experiencia) es ver si conseguimos a nuestro iluminador preferido en Europa. Y ya lo tenemos. Es para mí casi más importante que tener a Maria Callas. Son elementos muy importantes, y trabajar con esos equipos y con tiempo es una delicia.
Y, en segundo lugar, porque un teatro de ópera tiene un presupuesto para una producción que no lo tiene cuando te tocan una obra para orquesta o te tocan una obra de cámara. Hay muchos ensayos, y las circunstancias, cuando se dan y son buenas, son muy buenas (me refiero a los aspectos técnicos y artísticos).
16. ¿Qué ha aportado la ópera a la música de Sotelo?
Pues vengo de dos semanas de dirigir y ahora puedo decir que lo único que me interesa es cómo cantan los instrumentos. Y eso también me lo decía Brendel, en referencia a la interpretación de Beethoven. Tener en cuenta el arco, la gran estructura, la gran arquitectura y que cada nota esté cantada, en un sentido de línea, es algo muy importante. Por ejemplo, un multifónico. Es una idea que tengo desde el principio, lo que llamábamos con Markus Weiss Schubertfónicos. Un multifónico es un organismo sonoro que tiene que cantar como un lied de Schubert. Entonces, esa idea (esa cualidad vocal dotada con voz humana, el respirar) se ha acentuado más. Pero también la arquitectura, la ingeniería y todo el aspecto formal operístico han impregnado mucho mi música, de manera irreversible. También ha influido en mi gusto musical, yo ya lo que no canta no lo entiendo. No, no… ¿ya pa qué? (risas). Y el flamenco también es eso, una guitarra canta, unas palmas cantan, una percusión canta, todo canta. Entonces, todo lo que no canta a mí realmente ya no me interesa nada.
17. ¿Cómo ve el panorama actual en cuanto a la creación en general? ¿Y, en particular, el de la composición de nueva ópera?
Yo creo que, para regocijo de los jóvenes compositores, es un momento óptimo. Los grandes teatros de ópera por fin están abiertos. Están abiertos en el sentido de que tienen que renovar los públicos y de que las “estrategias comerciales”, como pueden ser el uso de nuevas tecnologías de elementos escénicos de vanguardia (La Fura del Baus, por ejemplo), se tienen que complementar con el encargo de nueva creación. Entre otras cosas, hay una muy necesaria y que se ha puesto también de moda (afortunadamente, creo), que es el encargo de óperas de nueva creación para público infantil y juvenil. Y creo que eso es una puerta de entrada. En mi caso, fue mi primera puerta de entrada, con el encargo de Dulcinea para el Teatro Real, que se ha representado en todos los teatros de ópera de España. Y tuvo mucho éxito, me parece que las primeras estadísticas hablaban de 27.000 niños que habían visto la ópera. Ya sabemos que el público infantil no tiene prejuicios, que tiene una imaginación desbordada y maravillosa, y todos los teatros de ópera lo están haciendo. Es una primera puerta de entrada, muy acertada al medio y que ofrece a los compositores jóvenes la posibilidad de experimentar en ese medio e ir ganando experiencia.
Creo que es el mejor momento en la historia de la ópera para la ópera contemporánea y para los compositores jóvenes, y también para el público. Creo que es un muy buen momento, siempre se puede hacer más y siempre se puede pedir que haya una mayor presencia.
En ese sentido también es cierto que el porcentaje de ópera de nueva creación en los teatros (en cuanto a composición, no a nuevas producciones escénicas para ópera del repertorio) es muy pequeño, ¿no cree?
Sí, el porcentaje es muy pequeño, pero es que hasta hace muy poco era cero. Por tanto, creo que lo que hay ya está muy bien, siempre se puede mejorar, claro. Una de las cosas que también está funcionando en todos los teatros de Europa son los espacios alternativos. Comenzó haciéndose en los teatros alemanes, yo lo he visto mucho en la Ópera de Viena. El que una actividad propia de la Ópera de Viena se haga en un espacio distinto a la sala principal de la ópera, como, por ejemplo, una fábrica, pero dentro de las actividades de la ópera. Y se está empezando a hacer en el Teatro Real desde la temporada pasada, y en los Teatros del Canal, por ejemplo, también para abrirse a otros públicos. Así le pierdes el miedo al espacio, porque hay gente a la que le cuesta ir a un teatro de ópera. Igual luego con entradas de jóvenes, que son muy baratas, vas a escuchar una Traviata, por ejemplo.
Creo que las estrategias de ir abriendo el espacio a públicos diferentes son importantes, pues hace que ya se vaya convirtiendo en algo así como la plaza mayor de la cultura. En Alemania eso es increíble; en Berlín hay tres teatros de ópera que se llenan todos los días. Para la gente es algo normal, cuando llega el fin de semana van al teatro de la ópera y luego se toman una cerveza y una salchicha. Las entradas son populares y ves que el público lo está disfrutando y lo está entendiendo en un 90%. Y eso es una tradición que nosotros tenemos que ganar.
En definitiva, creo que es un buen momento, que se están haciendo las cosas bien y que, aunque se pueden hacer mejor, estamos en el muy buen camino.
18. Conociendo la obra de Lorca y habiendo visto su ópera, cabe pensar que el poeta estaría encantado con el resultado de la adaptación. ¿Cuál es su sensación en torno a este hecho? ¿Ha pesado la figura del poeta granadino durante el proceso de creación?
Por supuesto. Y le tengo mucho respeto a la Fundación Lorca y a la familia, con la que tengo una relación artística, intelectual y personal desde hace muchísimos años. Todos los primeros pasos han sido de acuerdo con la fundación y con la familia. Quiero expresar mi gratitud a Laura García Lorca, presidenta de la fundación y miembro del patronato del Teatro Real, que en todo momento ha apoyado nuestra producción.
Quiero decir que todos nosotros, desde Arcángel y los flamencos hasta Gerard Mortier, siempre teníamos la figura de Lorca en nuestra cabeza. Siempre veíamos a Federico entrando por la puerta del Teatro Real a su propia ópera. Creo que, por lo menos, se habría sorprendido mucho. El día anterior al ensayo general hubo un movimiento de tierra en Madrid. En ese momento estaba otra vez de actualidad la búsqueda del cuerpo de Federico y estábamos todos pendientes de que quizá en esos días se anunciase que habían encontrado el cuerpo de Federico. Entonces, cuando se produjo el temblor, todos pensamos, “Federico se está levantando y va a venir a la ópera”. Todo fue muy emocionante. Siempre, por supuesto, teníamos la figura del poeta entrando por la puerta saludándonos con sus risas y su arte.
19. Por último, y yendo un poco más allá de la ópera: ¿Hacia dónde cree Mauricio Sotelo que se dirige la música actual?
Afortunadamente, hay como una diáspora. Somos como un pueblo en caminos divergentes, y a mí eso me satisface mucho, y para los programadores creo que también es interesante. Porque creo que ha habido una dictadura de ciertos programadores que, de alguna manera, dictaban qué era arte y qué no lo era, qué era música contemporánea y qué no. Yo mismo lo he vivido. El director de un festival en Viena, al escuchar mi obra Si después de morir, pensando en programarla, dijo: «Lo siento, por esto no es música contemporánea». Pero, si es una música que nunca has escuchado, que no existe, ¿cómo que no es música contemporánea? No es música contemporánea según los clichés que ha querido imponer el adoctrinamiento de una vanguardia que, por otra parte, en el caso español, la he traído en parte yo mismo.
Así que, dentro de estos caminos divergentes, en España tenemos compositores absolutamente extraordinarios, y que no solamente son muy importantes en la creación española sino en la creación europea y mundial. Me alegro mucho de que todos esos caminos sean divergentes y de que, por lo menos y de momento en mi caso, no haya epígonos de Sotelo. Helmut Lachenmann, poniendo el símil de Mallorca, me decía: “Teníais una isla maravillosa que había estado solitaria y ahora está invadida por alemanes. A mí Gigi (Luigi Nono) me empujó a una isla solitaria que ahora está invadida por compositores del sur de Europa: de turistas».
En definitiva, actualmente hay una divergencia muy grande de criterios estéticos y técnicos y hay compositores de una calidad extraordinaria, sobre todo en España. Hay compositores de muchísimo peso, cada uno siguiendo el camino en una dirección distinta pero muy enriquecedora y maravillosa.
Y la música de Mauricio Sotelo, ¿hacia dónde se dirige?
No lo sé muy bien y quizás tampoco quisiera conocer el destino último de mi música. En primer lugar la próxima etapa importante está ligada a un sueño que albergo desde hace más de 20 años y que ya tiene fecha de estreno. Mi próxima ópera, de la que muy pronto podremos dar ya puntual información. Por otra parte, mi música, que brota de una fuente, digamos onírica y de la imaginación, está siempre fuertemente ligada a la praxis musical, pegada al instrumento, atada a la voz y es por esto que siento un profundo y siempre creciente interés por la dirección orquestal. Ese difícil terreno me aporta una incesante fuente de conocimiento de la tradición musical y los problemas relacionados con su interpretación, lo que enriquece de manera sustancial la manera de enfrentarme a la composición de mis propias obras.