por Marina Hervás Muñoz | Ago 21, 2017 | Críticas, Música |
Es el segundo año consecutivo que el ensemble y coro Balthasar Neumann visitan el FIS. En esta ocasión, el pasado 18 de agosto pudimos escuchar, en la primera parte, el Stabat Mater y la Inacabada de Schubert; y, en la segunda, la (gran) Misa en Do Mayor de Beethoven.
Un emocionante minuto de silencio por las víctimas del atentado en Barcelona preparó el ambiente del concierto, que comenzó rotundamente con el Stabat Mater. Esta pieza, que se aleja de la teatralidad de otros Stabat Mater, como el de Pergolesi, es un trabajo de la oscuridad a la luz, algo en lo que incidió la dirección de Thomas Hengelbrock. Sin embargo, tal luminosidad era fragil: conectó el Stabat Mater con el comienzo de la Inacabada, con esa melodía en los contrabajos que cambió la forma de concebir la construcción de las sinfonías (compositores como Mahler siguen esa estela en su Primera Sinfonía, en la cual se abre el tercer movimiento con el “Frere Jacques” en menor en los contrabajos), con lo cual el acorde final del Stabat Mater, que parece una pregunta abierta, dejó la luz que lo había guiado hasta entonces por la oscuridad, creando así una sensación circular.
El primer movimiento se concentró, en la primera parte, en el trabajo de los planos sonoros, remarcando la aparición del tema en las diferentes voces. La repetición de la misma fue muy orgánica gracias a que la melodía inicial operó en la construcción de Hengelbrock como una especie de ritornello. En el plano dinámico, fue radical, potenciando así la tensión entre pianos y fortes, aunque eso incidió en que las grandes pausas generales no operasen como irrupción, sino como detención del discurrir del movimiento. El segundo movimiento estuvo marcado por la claridad de los pasajes rápidos y en control del volumen en los fortísimos y crescendo, que permitieron un dominio absoluto de la tensión. Destacaron en ambos movimientos los deliciosos solos de la flauta y el clarinete, aunque la afinación de la flauta se vio resentida por el aire acondicionado de la sala.
La Misa de Beethoven estuvo marcada por la intervención de tres cuartetos de solistas en el coro: el primero intervino del Kyrie al Credo, el segundo del Et incarnatus ets al Sanctus y el último del Benedictus al Dona nobis pacem. Cada grupo de solistas destacó, especialmente, por un aspecto. El primero, por el excelente empaste y el cuidado de las voces. De entre los solitas, la soprano Agnes Kovacs fue una de las sorpresas de la noche. El segundo, llamó la atención por el énfasis en la teatralidad de algunos movimientos, como el Et incarnatus est. Por último, el tercero, por el cuidado en la expresividad en los últimos movimientos, en los que Beethoven derrocha optimismo -estado que caracteriza solo algunas de sus obras-. Echamos en falta más potencia en la última contraltoAlmira Elmadfa, pues había que hacer grandes esfuerzos por escucharla con claridad. En la orquesta, de nuevo, destacaron muy significativamente las maderas, aunque en general el nivel interpretativo de la orquesta y el coro fue excelente. El concierto se cerró con la propia Denn er hat Seinen Engeln befohlen, del oratorio Elías, de Mendelssohn, una pieza relativamente poco programada y que puso el broche final a una velada de altísimo nivel musical.
No quiero privarme de terminar estas líneas con la solicitud de un mayor esmero en la redacción de las notas al programa, que estaban llenas de frases vacías como la que reza que el Stabat Mater, es una “joya musical que a pesar de su corta duración convence con belleza musical y sentimientos profundos” o inexactitudes como que “hoy, la Inacabada, con su maravillosa melodía [como si solo tuviera una] y su audacia armónica [algo que no se entiende muy bien qué es] es una de las obras más importantes del repertorio sinfónico”.
por Marina Hervás Muñoz | Ago 20, 2017 | Críticas, Música |
Fotografía bajo copyright de Javier Cotera para el FIS
Dentro del Festival Internacional de Santander (FIS), el pasado 16 de agosto se acogió el estreno absoluto de la última obra de Tomás Marco, La isla desolada, que pone música a un texto de Luciano González Sarmiento. Se trata de una cantata profana, como él mismo la subtitula, para narrador (Manuel Galiana), mezzosoprano, que asume el rol de Sombra (Marina Rodríguez Cusí), tenor, en el rol de Crespúsculo (Eduardo Santamaría), dos pianos (Gustavo Díaz-Jerez y Javier Negrín), percusión (Antonio Domingo y Pedro Terán) y coro (Camerata Coral de la Universidad de Cantabria). Raúl Suarez se encargó de la dirección coral y José Ramón Encinar llevó la batuta del conjunto.
El texto que sirve de base a La isla desolada se resume de la siguiente manera: “Estructurada en cinco episodios, la isla desolada es una descripción del hombre en su ocaso (Crepúsculo), su soledad (la isla) y el agónico dilema de vivir o morir (Sombra), resuelto por la opción de vivir reconstruyendo la vivencia amorosa desde el mar de las Nereidas”. Sin embargo, nada de eso se evidencia en la escucha, donde más bien aparece, por un lado, un texto abigarrado, excesivo (la abundancia de palabras «biensonantes» rozaba la pedantería), recargado y con poco calado narrativo y, a nivel musical, un horror vacui compositivo que impide entender la estructura de la cantata, pese a su división -artificial a mis oídos- en cinco partes (más introducción).
La música de esta cantata es de Tomás Marco y de muchos otros: se cuelan en su composición muchos rostros conocidos: Stravinsky, Satie, Glass, Gesualdo, Bach, etc. No lo oculta, solo hay que tener los oídos abiertos para ir siguiendo estos préstamos estilísticos. Sin embargo, eso provoca que su voz se desvanezca, sin saber muy bien dónde está Marco en esa reunión de amigos. Y, al mismo tiempo, esta técnica de collage provoca que se difuminen los posibles hilos conductores, resultando en una pieza -simplemente- deshilachada: no funcionan la mayor parte del tiempo las transiciones, ni la unión de voces, ni la lógica constructiva. Dicho en breve: no se entiende nada, incluyendo la unión música-texto. Destacan, por interpretación (tocadas con mucho gusto y delicadeza) y construcción (las únicas con personalidad idiomática y verdaderos pilares de la pieza), las partes de piano y percusión. Sin embargo, vimos a un coro inseguro, con problemas en los agudos y más necesidad de empaste, aunque es muy meritorio que un coro amateur se enfrentase a esta partitura, de gran complejidad por esa lógica de collage que la caracteriza. Enfrentó notablemente los exigentes glissandi a los que se le expuso. No era de esperar, por el contrario, ver comprometidas las voces solistas. Mientras que Santamaría estuvo correcto pero con un vibrato, a mi juicio, inapropiado en esta pieza, Rodríguez mostró su incomodidad en el poco cuidado de los finales de las frases. El trabajo dinámico de ambos, además, fue prácticamente inexistente, manteniéndose en un cómodo binomio mezzoforte-forte. Es una lástima que el FIS haya limitado en esta edición su programación de contemporánea a esta pieza, poco representativa, a mi juicio, de lo mejor de la composición española actual.
por Camilo Del Valle Lattanzio | Ago 2, 2017 | Cine, Críticas |
(Foto sacada de: http://www.allocine.fr/film/fichefilm-241070/photos/detail/?cmediafile=21332724)
Hace más de un año escribí un comentario sobre Amy (2015), el filme biográfico sobre Amy Whinehouse, en el que partía de la curiosa idea del deseo al fracaso. En aquel entonces traté de entender la vida de la cantante inglesa por medio de la literatura de Enrique Vila-Matas; un proyecto un tanto acrobático. La película muestra cómo Amy nunca quiso triunfar realmente, más bien fue obligada a su triunfo y con él a su perdición. ¿Quién la obligó? Un amor tortuoso, un romance enfermizo. La fama de Amy era entonces una obligación impuesta por los otros, una fatalidad que consumió toda su vida, un codiciado destino que se le dio justo cuando no lo deseaba: un golpe, un ‘golpe de fama’, un knock-out en la cabeza. Souvenir (2016) trata esta misma temática y, al igual que en el caso de Amy, trata de una obligación impuesta por el amor: siempre hay alguien que vive de la fama del otro, una maquinaria que instaura una obligación, un código moral a susurros. Y he allí mi fascinación (y la de Vila-Matas) por aquellos personajes que llegan hasta el escenario y quedan encandelillados por las luces, o bien, prefieren no acercarse mucho a ellas, retroceden y salen por la puerta de atrás, al aire fresco.
Liliane es una trabajadora más en una fábrica francesa de tortas. Todos los días Liliane cumple con terminar los idénticos empaques de una torta, poniendo las mismas dos hojas de laurel y un par de nueces con arándanos. Todos los días el mismo día. Liliane es una persona promedio inmersa en una soledad absoluta en medio de la cual le llega, de repente, el recuerdo (souvenir) a visitarla y a desempolvar lo que fue entonces una carrera exitosa pero, al mismo tiempo, mediocre. Liliane solía llamarse Laura, una cantante recordada por haber sido vencida por ABBA en Eurovisión; su fama era mediana pero era fama, una fama de cierta manera fracasada. Huyendo de su pasado tibio, Liliane se había retirado a la vida ordinaria de una trabajadora común y corriente, sin embargo la fama la persigue hasta allí y con ella un amor tardío que la llevará a intentarlo de nuevo.
El resultado del nuevo intento es vergonzoso aunque medianamente glorioso, y esto hace de la película una gran tragicomedia protagonizada por la no menos espectacular Isabelle Huppert. Liliane se tropieza con otro perdedor, uno que fracasa pero esta vez al menos al comienzo del éxito. Jean es un joven apuesto que dedica su vida al boxeo y se ve de pronto en la tarea de renunciar a su carrera por rescatar aquella perdida de Liliane, y Liliane tratará de rescatar la suya por amor a Jean. Dos esperanzas frustradas y en la frustración el amor perfecto; la película muestra ese patio trasero de la fama, justo allí donde hay más calor, el refugio de lo humano. Y es que parece ser justo allí, en medio del desierto de la cotidianidad absoluta, donde el amor puede germinar de veras.
La increíble Isabelle Huppert hace de esta película una verdadera joya y una memorable tragicomedia. De manera similar a L’avenir (2016) o a Elle (2016), la actriz francesa ha demostrado en este último año que su maestría a la hora de hacer comedias (sí, en el caso de Elle también se trata de una comedia) y sus expresiones parcas (heladas, diría yo) hacen que el humor de estos filmes explote sin esfuerzo con una naturalidad hasta espeluznante. Por otro lado, el no menos afortunado performance de Kévin Azaïs como Jean complementa perfectamente el agridulce gesto sobrio de Huppert. Los dos perdedores o mediocres presentan entonces el cuadro de dos figuras simpáticas y al mismo tiempo complejas. El fracaso no aparece tan oscuro por el contrario se muestra desde su mejor ángulo: la felicidad que este promete.
por Marina Hervás Muñoz | Jun 25, 2017 | Críticas, Música |
El pasado 18 de junio se cerraba conjuntamente esta edición del ciclo Sampler Sèries y del Sonar. Ya el año pasado hubo esta unión entre el público fijo del Sampler y los abonados al Sónar (aunque no todas las modalidades del pase incluían el concierto en L’Auditori). Y, al igual que el año pasado con Become Ocean de Luther Adams, claramente la selección del programa tenía una intención de atraer a un público poco acostumbrado, en general, a pisar L’Auditori y, en particular, conciertos de música contemporánea, por más que el Sónar se subtitule como “festival de música avanzada”. Lo que sucede aquí es una cuestión de marketing que habría que considerar con calma. En cualquier caso, el resultado fue un concierto anodino y con muchas carencias. La primera, las dos piezas de Nico Muhly, Quiet Music y Four studies for keyboard and two violins, dos obras que toman el lado más cursi del minimalismo (aunque Muhly denuncie una y otra vez que en él no caben etiquetas). Quiet music es una obra esquelética que solo a duras penas intenta crear rupturas en un discurso plano de acordes con escaso interés, interpretada por el propio Muhly con muy poca direccionalidad. Four studies for keyboard and two violins es, salvo el segundo movimiento, una obra que se queda con lo peor del romanticismo: frases sencillas que conectan fácilmente con el mundo emocional del oyente con alguna disonancia para crear la ficción de que la música, como dice Jacques Attali, debe tranquilizar el caos previamente creado por ella misma. Fue interpretado con una afinación poco precisa para las exigencias de la partitura y un vibrato excesivo innecesario. El teclado, con un volumen por debajo de los dos violines, disminuyó aún más su presencia hasta lo anecdótico. En la misma línea, escuchamos New Piece for Ayumi de Richard Reed Parry, sobre la que la violinista explicó que es una obra sin tempo fijo. El tempo viene dado por la respiración de algún asistente voluntario. Fue seleccionado un hombre de la primera fila que marcaba con su mano la cadencia de sus pulmones. Aparte de que Ayumi Paul no fue,muy exigente con la precisión siguiendo la mano del oyente, la pieza carecía de interés alguno a nivel musical, pudiendo pasar perfectamente por el esbozo de una obra futura. Paul mostró dificultades para afinar las partes más agudas y prácticamente el trabajo dinámico no estuvo presente en la pieza. Electric Counterpoint for electric guitar and tape, de Steve Reich, es una pieza que, pese a sacarle entre 25 y 30 años a las que componían en programa, demostró a mitad del concierto que lo moderno no es una cuestión cronológica. Aart Strootman no terminó de sentirse cómodo, aunque tuvo buenos momentos. La exigencia rítmica le hizo dejar de lado otros elementos, como la dinámica -algo fundamental en la versión de Mats Bergström y que permite el juego de lo mecánico y lo orgánico. Por último, cerró Death Speaks de David Lang. Esta obra intenta unir el mundo indie con el uso de la voz no impostada con el de la clásica. Se supone, además, que se inspira en los Lieder de Schubert que, en su mayoría de una forma u otra, tratan de la muerte. El resultado de la pieza es, en general, una demostración del horror vacui, pues la voz se mantiene y llena todo el espacio sonoro, algo cuestionable a nivel constructivo, pues no permite que la obra respire. Además, la interpretación resultó muy plana a nivel dinámico y hubo muy poca conexión entre los músicos, pese a formar parte de una banda estable, stargaze.
Hay dos cosas que creo que se encuentran detrás de esta programación. Por un lado, la necesaria reflexión de los compositores que deciden componer con los recursos de la tonalidad como si nada hubiera pasado. No se trata aquí de caer en el tópico del fankfurtiano Adorno -y trágicamente mal traducido- de que ya no se puede hacer poesía después de Auschwitz. La mayoría de los compositores que trabajan con los recursos de Muhly, donde también -aunque en otra liga- puede estar Glass o Nyman, tienen como herramienta teórica cosas como que, en un mundo donde lo que prima es la fealdad, la música tiene que conseguir la ardua tarea de recomponer la belleza sonora. El problema es que la fina línea entre lo bello y lo cursi o lo manido en los asuntos musicales suele ser muy fina. La tonalidad ha quedado dañada desde que en la vanguardia se pusieron en jaque mate sus cimientos, y esta música solo remarca sus fisuras. Por otro lado, estas obras que intentan unir lazos con la música popular urbana, como dicen los musicólogos, tienen el peligro de no estar ni en un lado ni en otro. Pero no por decisión propia, sino porque no hay fuerza en el trabajo compositivo. Algunas obras que no tienen tantas pretensiones del mundo del rock han sabido hacerlo hace décadas, sin intención de parecerse a nada, sino mostrando en sí mismas cómo muchas de las propuestas del mundo académico y del popular (la verdad es que no encuentro categorías mejores) ya se tocan. Solo hay que pensar en la electrónica o en el noise. Creo que esta colaboración entre el Sonar y el Sampler Sèries, que hace que se llenen las salas de L’Auditori destinadas habitualmente al Sampler, tiene que replantearse ser menos amable con el público del Sónar y arriesgarse con el programa que suele caracterizar el interés de los que somos fieles a las citas del Sampler. En esta propuesta se perdió algo de lo mejor de lo que suele ofrecer Sampler Sèries: no dejar a nadie indiferente, hacer que el oyente salga de los conciertos con muchas preguntas y su compromiso con las nuevas propuestas más rompedoras.
por Marina Hervás Muñoz | Jun 8, 2017 | Críticas, Música |
Junio se abría con una sesión de Sampler Sèries en la Fundación Miró, que acogía tres estrenos y la recuperación de una obra dedicada a los intérpretes de la noche, Crossing Lines. El concierto se abrió con Trio i Aurora del jovencísimo (lo enfatizo porque es de mi edad, ¡qué remedio!) Fabià Santcovsky. El peso de la obra recayó completamente sobre el clarinete, enmarcado por la percusión y el piano. En general, el trabajo melódico estaba basado en dos planos: por un lado, una construcción sinuosa y serpenteantetécnicamente marcada por unos exigentes multifónicos (es decir, hacer sonar dos notas simultáneamente) del clarinete bastante bien resueltos; y, por otro, en melodías tartamudas, como una suerte de balbuceos, que quedaban en manos del piano y la percusión. Eso generaba un punto de introversión en la melodía del clarinete, frente a la exterioridad del piano y la percusión. Esta tensión entre caracteres estuvo bien lograda en el primer movimiento (Aurora), fue más forzada en el segundo (Trio). La delicadeza inicial con la que se construyó los dos planos melódicos se desvaneció en el segundo movimiento, con planos excesivamente bruscos en el clarinete.
Fixacions II, de Carles de Castellarnau, fue una de las grandes sorpresas de la noche, aunque se trata de una obra compuesta para CrossingLines hace cinco años, cuando el ensemble comenzaba a despuntar. Es una pieza con un trabajo micrológico de la percusión, construida de forma fragmentaria. La fijación que da título a la pieza habla de un doble gesto de su concepción: por un lado, porque parece el material, al ser tan pequeño, está fijo y, por otro, porque la precisión rítmica parece que hay un pulso permanente, que es fijo. Lo interesante y potente de la obra es que ambos gestos hacen que se cierre sobre sí misma, con un carácter irónico, como el que sabe que en realidad no hay nada fijo, y que todo lo que se presenta como tal o es una mentira o una burla. Fue especialmente brillante el papel de Feliu Ribera, en la percusión, que llevaba al mismo tiempo el peso de la pieza pero también su dirección.
Oliver Rappopport presentó su obra de estreno Blue II, una pieza que crecía poco a poco, cuyos elementos constructivos era, a là Kandinsky, el paso del punto a lo lineal y las vueltas esporádicas a lo puntillista. Había dos planos que a veces no llegaban a dialogar del todo, el del piano y la percusión, con un carácter violento, y el de los vientos, con un talante más delicado. También por bloques aparecía la forma de la pieza, que exigía la renuncia a lo orgánico. Para conseguir este efecto de contrastes, los miembros del ensemble demostraron su absoluta atención y sensibilidad por el trabajo del control de la tensión y del nervio interior de la obra.
El concierto finalizó con el estreno de una obra para no olvidar: Cells 2, de Hèctor Parra. La melodía del piano, magistralmente interpretada por Neus Estarellas, estaba siempre presente, como una suerte de fantasía, recordaba a un lenguaje pasado, pero al mismo tiempo reconvertido, pues nada puede volver como si no hubiera pasado nada desde su desaparición. El piano era portador de lo olvidado, como si viniera de muy lejos. Pensaba a menudo en aquello que Walter Benjamin (quizá la conexión entre Parra y Benjamin sea un terreno por explorar para valientes) nos contaba, que “las obras de arte pueden compartir con determinados hechos naturales [que] esta presencia, que sería lo cercano en ella, lo familiar, revela ser sólo la apariencia consoladora que ha adquirido lo lejano, lo extraordinario” . En contraste, la percusión tenía un carácter primitivo, muy corporal e irracional, como eso que intentó hacer incansablemente el primer Stravinsky pero sin la mística cultural. El resto del trabajo melódico se caracterizó por la radicalidad en las tesituras (algo especialmente brillante en la flauta, interpretada por Laia Bobi), que creaban un marco de tensión creciente con esa lejanía cercana del piano, es decir, entre lo salvaje y lo intimista (quizá como se ha tenido que volver el ser humano desde que el siglo XX le contara que el progreso prometido no iba a llegar nunca).