por Marina Hervás Muñoz | Abr 8, 2017 | Críticas, Música |
El Elogio de la sombra (2012), de Alberto Posadas, es la obra que abría el concierto del Cuarteto Diotima del pasado 6 de abril en L’Auditori de Barcelona, dentro del ciclo Sampler Sèries en colaboración con el Festival Mixtur. Es una obra basada en unos versos de J. A. Valente y, presuntamente, explora las posibilidades plásticas y materiales de la sombra: como superficie, como resto, como marca, como creadora de espacio, etc. A nivel sonoro, encontramos un trabajo minucioso del carácter constructivo del efecto, con especial hincapié en el glissando. A nivel interpretativo, el cuarteto se concentró en un equilibrio absolutamente milimétrico de cada plano sonoro, demostrando así su dominio de lo camerístico y de las dinámicas. La tensión se dirigió al pianíssimo del último tercio, donde los instrumentos son insonorizados; y al final, con el solo de cello, que mostraba la absoluta fragilidad de todo lo construido anteriormente. La obra, según la interpretación de Diotima, quedaba articulada entonces en cuatro grandes bloques dinámicos contrastantes. Siempre tengo mis dudas con que aquello programático que el propio Posadas sugiere que se esconde tras sus obras se escuche, es decir, no sé si en este caso (como me sucede con obras como las del ciclo basado en las pirámides de Egipto) allí había sombras o no, mucho menos la rimbombante promesa del programa de mano (firmado por Vicent Minguet), que rezaba: «Posadas treballa amb un univers sonor que també és una metàfora de la realitat: el filtratge com a sinònim del difuminat, l’espectre acústic desmarxat com a metàfora de l’ombra. Assistim així a la travessia que la memòria recorre des del foc fins a la cendra, de la llum fins a l’ombra. L’elogi, el trobem en la dissolució de les formes, productes efímers de la memòria, i es palesa a través de la repetició difuminada dels gestos». Pero sí que, no sé si a colación de las sombras o no, en general -y de ello se ocuparon los intérpretes- uno de los puntos fundamentales era la paulatina modificación de las células y su extensión por todas las voces, entendidas en este caso como color.
Leaves of reality (2006-2007), una obra de juventud del aún joven y reciente ganador del Premio Nacional de Cultural que otorga el Consejo Nacional de Cultura Hèctor Parra -su primer cuarteto- son miniaturas enmarcadas por el silencio. El hilo conductor en todas ellas es el contraste entre el tenuto de alguna de las voces en contraste con la panoplia sonora del resto. Esta panoplia estaba marcada por los sforzandi. La versión del Cuarteto Diotima fue más dulce que la del Cuarteto Arditti, que se encargó de su grabación en 2007. En Leaves of reality ya se muestra, de una forma más inmediata que en obras posteriores, el interés de Parra por lo matérico. A diferencia de la pieza de Posadas, construida mediante grandes planos sonoros, mediante esos bloques de dinámicas que comentábamos, en esta obra Parra trabaja en y desde lo pequeño, tanto por esa subdivisión silenciosa entre piezas y como por la puntillista construcción melódica. En contraste con lo que el nombre sugiere, no sé si se colaba aquí la realidad o, por el contrario, mundos posibles que, de pronto, irrumpen en lo real, lo inundan con su sonido y vuelven a desaparecer, desbaratando la presunta tranquilidad sonora cotidiana. Más que a «la fragmentació del jo davant la urgència que sentim enfront de l’inabastable o l’extrema paradoxa de la plenitud que provoquen determinats estats fugaços», como sugiere Vicent Minguet, esta pieza me parece que apunta a eso que Walter Benjamin exigía de la filosofía, ser capaz de filosofar desde los posos del té. La música de Parra vibra desde eso pequeño, minúsculo, que pasa desapercibido, pero que unido posee una fuerza arrolladora que solo a duras penas, mutilado, puede calmar el silencio.
El concierto finalizó con el Cuarteto n. 7 de Georg Friedrich Haas, uno de los recuperadores fundamentales del cuarteto de cuerdas de los últimos años (2011). Este cuarteto se basa en una revisión crítica de lo consonante. El trabajo con glissandi era, en realidad, micromodulaciones del sonido que, casi de forma casual, alcanzaban sonoridades que -tradicionalmente- se han considerado como consonantes. ¿Se puede aún hablar de que algo es consonante en un contexto tal de micromodulaciones de lo sonoro? Si algo es tema en este cuarteto, es de la fragilidad de lo que se asume como consonante. El Cuarteto Diotima se concentró en dos aspectos. Por un lado, remarcar la irrupción de lo forte como elemento de interpelación, como intervención sobre capas más o menos estables, algo que rompía con las lógicas del continuum melódico que prometía la concentración en los glissandi. Y, por otro, su posición fue de oposición frente a la electrónica, como si ésta usurpase, de alguna manera, el legítimo -y diminuto frente a lo tecnológico- de lo humano. Por terminar de glosar las notas de Vicent Minguet, en las que señala que « l’austríac Georg Friedrich Haas tenia clar des del primer momento que els dotze semitons temperats no eren una eina suficient per expressar amb exactitud els matisos finíssims que la música ha de suscitar en l’ànima humana. D’aquesta manera, l’equilibri entre raó i emoció, entre la llibertat expressiva i el càlcul de l’espectre sonor, deixa lloc a una música que, en el cas del Quartet de corda núm. 7, troba en l’electrònica una projecció i una integració perfectes», creo que es fundamental aclarar dos cosas: que ya no estamos -aunque parezca una perogrullada- ni en el siglo XVIII ni en el XIX como para seguir hablando de que la música debe o no suscitar nada en el “alma” humana y, sobre todo, que precisamente lo que muestra Haas es el rastro de una herida: de la que adolece toda la música desde el derrumbe de la tonalidad, en la que toda composición es siempre una afrenta contra la técnica, lo tecnológico, lo formal y el sentido. No hay “integración perfecta” si se trata de música, como la de Haas, que aún tenga cosas que decir.
por Jose Luis Perdigon | Mar 31, 2017 | Críticas, Música |
Foto: © Astrid Karger
El pasado 19 de marzo el Maerzmusik rindió homenaje a un género que lleva casi dos siglos muerto. O eso dicen. Después de que Haydn echara a volar sus pajaritos de barro Op. 20 en 1772, y tras la difícil decisión de Beethoven cincuenta y cuatro años después (“Der schwer gefaßte Entschluß” Op. 135) el cuarteto de cuerdas siempre ha estado en crisis. Como en aquel delirio de la utópica décima sinfonía, abordar la composición de un cuarteto para cualquier compositor de mediados del siglo XIX suponía un riesgo innecesario. ¿Quién osaba medirse con los grandes maestros o tendría el valor para continuar su legado? Esta inclinación romántica al fanatismo- que hizo ciertamente un flaco favor al género, en vista de la gran cantidad de homenajes vacíos de años posteriores- acabó poniendo sobre los hombros del cuarteto de cuerdas una pesada mochila de la que, desde Schumann hasta Lachenmann, parece imposible deshacerse. Afortunadamente- y con mochila o sin ella- hoy sigue habiendo compositores que nos demuestran que esos cuatro instrumentos juntos, incluso en momentos en los que no sabemos muy bien que significa género vivo o muerto, siguen teniendo mucho que decir.
El 2. Streichquartett de Peter Ablinger, en formato vídeo, fue la primera obra del programa. De unos cuatro minutos, en el vídeo se muestra en primer plano a cuatro chicas jóvenes sentadas en pleno desierto iraní. Dispuestas en formación y con los instrumentos en alto, permanecen totalmente inmóviles a pesar del viento y el cansancio. Este reflejo de la codificación e historia del género en Oriente Próximo parece ir completamente en consonancia con la propuesta artística de Ablinger, con fuerte arraigo en lo visual y un interés por la “audibilidad” como material de trabajo en contraposición al puro “sonido”. Tras los largos agradecimientos- entre los que figuraba, para hilaridad de algunos, incluso el conductor de autobús- la pantalla dio paso a lo más esperado de la noche.
La presencia del Arditti Quartet, máximo representante y defensor del repertorio contemporáneo para su formación y responsable de innumerables estrenos y grabaciones en los últimos cuarenta años, despertó rápidamente el entusiasmo del público antes de tocar una sola nota. Aunque aquellos que esperaban con ansia verles interpretar las obras del programa tuvieron que esperar hasta después del descanso. En vez de eso, lo que ofrecieron fue más allá de cualquier expectativa. Tras la propuesta Ablinger, con gran peso en lo visual, el 10. Streichquartett de Georg Friedrich Haas nos sumergía en una experiencia esencialmente distinta, casi opuesta en todos los sentidos. Como si de un antiguo rito ocultista se tratara, y después de que los cuatro músicos se sentaran en círculo frente a frente, la luz se apagó. Y la música comenzó. El carácter del cuarteto de Haas- una de las principales figuras del espectralismo musical actual– solo sirvió para reforzar el efecto del extraño marco donde se desenvolvía, reforzando esa sensación de intrusismo que nos envuelve cuando asistimos a una ceremonia secreta a la que no hemos sido invitados.
La obra del austriaco saca partido ampliamente a lo tenebroso y desconcertante de su presentación, asentando gradualmente texturas en frontera con las clásicas masas de sonido y haciéndolas fundirse en otras nuevas de forma ininterrumpida. El inicio de un nuevo gesto en pianissimo– que más tarde se desarrollará para constituir el material base de la nueva textura dominante- se produce sin un previo aviso visual, por lo que el cuarteto parece sorprendentemente desdoblarse. Como si en medio de la oscuridad cuatro instrumentos pasaran a ser muchos o solo uno; o no se sabe muy bien el que. A ese ilusionismo en la concepción de la obra se sumó con creces el de los intérpretes. Parece difícil llegar a creer que cualquier otro grupo de música contemporánea haya llegado a alcanzar el nivel del Arditti Quartet en cuanto a virtuosismo y precisión. Fue probablemente ese cóctel el que permitió que se manifestara en medio de las tinieblas algo muy parecido a lo mágico, y no solo a un truco sobresaliente.
Después del intimismo y el desconcierto, llegó Jennifer Walshe portando más bien lo segundo. Con su Everything is Important, para voz, cuarteto de cuerdas y vídeo, Walshe hace un neurótico recorrido por los problemas más actuales de nuestro mundo globalizado. Su obra, cargada de humor y de surrealismo, se despliega como una especie de tour de force de la espontaneidad, aunque indudablemente es una espontaneidad fingida. Las paradojas de la sociedad de consumo, los desastres ecológicos y la crítica a la era tecnológica son presentadas en un formato llamativo, donde los integrantes del Arditti interactúan milimétricamente con las vivas imágenes y con la voz de la propia compositora. La música, cargada de referencias externas y siempre subordinada a lo visual, se unía a veces a coreografías típicas de aeróbic ochentero o incluso a ejercicios más típicos de gimnasia pasiva – por parte del chelista Lucas Fels-. Esta chispa de realidad comprimida, en su faceta más lacerante aunque irónica, sirvió para retornar al mundo de la percepción saturada. Sobre eso, los diferentes modos de percibir la música y el arte en general, se centró el viaje de la noche. Un viaje con luces y sombras, pero nunca oscuro y siempre revelador.
por Jose Luis Perdigon | Mar 24, 2017 | Artículos, Música |
Fotos bajo copyright de MaerzMusik
El pasado 18 de marzo se dieron cita en la Haus der Berliner Festspiele, bajo el abrigo del esperado Maerzmusik, dos mentes tan dispares como complementarias. La angustia existencial, la reclusión en su faceta más exasperante y los más lóbregos psicogramas sonoros de la sociedad moderna fueron los temas de la noche. El neoyorquino y minimalista experimental Charlemagne Palestine y la cantante y compositora Eva Reiter conformaron juntos un programa intenso que invitaba a la introspección, haciéndonos recorrer algunos senderos incómodos de nuestro universo emocional y mostrando los matices más imprevisibles de algunos de ellos. La propuesta, a riesgo de desembocar en una cierta monotonía, resultó lo suficientemente heterogénea como para provocar momentos de risas nerviosas y algunos silencios incómodos, algo que ciertamente no todos los espectáculos hoy consiguen ofrecer.
La primera parte del programa la protagonizó la proyección de Island Song y Island Monologue, dos vídeos de Charlemagne Palestine filmados en 1976 en la isla de Saint Pierre, en la costa de Terranova. El autor, una de las figuras de vanguardia norteamericana más controvertidas de los setenta, exploró desde sus comienzos los límites de la repetición radical y del concepto performativo del hecho musical. Su obra, de origen profundamente interdisciplinar, abarca desde experimentos con esculturas cinéticas luminosas hasta improvisaciones al piano y al órgano. En Island Song, tras colocar una cámara sobre su moto, Palestine nos muestra un recorrido a lo largo de la pequeña isla mientras murmura incesante algunas frases que aumentan la sensación de impotencia. Estas coletillas, que van desde el ánimo del comienzo “Ok, here…” hasta el último y desesperado “Gotta get outta here!”, se intercalan con largos cantos llanos en forma de lamentos que se mezclan con el sonido del motor. Lo cómico que pudiera tener el hecho de que alguien intente escapar de una isla con su moto es pronto ensombrecido por el obsesivo plano de la cámara, siempre enfocado hacia dentro de la isla y hacia la carretera, creando una especie de claustrofobia aumentada por la borrosa calidad de la imagen. El silencio del plano final, con la moto haciendo vanos intentos por adentrarse en el mar, cierra ese círculo de aislamiento y asienta el sabor amargo de la impotencia.
Con Island Monologue la representación de ese estado emocional va más allá e incide en sus matices más enfermizos. Palestine, esta vez cámara en mano, recorre la costa en medio de la noche, atravesando las capas de bruma y huyendo de las voces y luces de coches que encuentra a su paso. El discurso se enriquece con susurrantes “I want to get out of my mind” y refuerza la sensación de angustia con el sinsentido y desconexión entre las frases y la ausencia de un objetivo claro. Al acercarse al faro del puerto creyendo encontrar en el la liberación, la intensidad se desinfla gradualmente, aunque al final su luminosidad solo parezca ser una solución provisional. Después de estas dos proyecciones, y sin apenas espacio para un respiro, el telón abrió paso directamente a la segunda parte del programa: Lichtenberg Figures de Eva Reiter.
El espectáculo de luces y escenografía de Nico de Rooij y Djana Covic aumentó el contraste con la propuesta anterior. El escenario de plataformas luminosas que albergaba a los doce músicos unido a los efectos de humo y el amplio uso de la electrónica se sumaban en un despliegue de medios que pocas veces encontramos fuera de otros círculos musicales más populares. La rebeldía de la puesta en escena casaba a la perfección con la obra de Reiter, que interpretaba también el papel de voz solista. Sobre algunos sonetos del libro Lichtenberg Figures del poeta estadounidense Ben Lerner, la compositora presentó un mundo sonoro descarnado, con momentos de densidad casi impenetrable y de una gama tímbrica exhuberante. La elección de los textos de Lerner, uno de los representantes más importantes de la poesía postmoderna, ya era razón suficiente para suponer lo estimulante de esta segunda parte y sobretodo para confirmar la lógica de la línea temática de la noche. El universo de la poesía de Lerner, cuyos textos fueron proyectados sobre el escenario, van desde la violencia autobiográfica y la crítica a la sociedad estadounidense hasta las referencias satíricas la jerga de internet o a las comedias más escatológicas.
En su versión musical de Lichtenberg Figures, estructurada en siete canciones que corresponden a siete sonetos, Eva Reiter juega con la contraposición entre texturas de extrema densidad y otras de intimismo un tanto perturbado. Gran parte de los momentos más genuinos se encuentran en los intermezzos instrumentales situados entre cada una de las Songs, donde la compositora despliega su creatividad en el uso de modernos altavoces de juguete o haciendo girar los grandes altavoces de antiguos tocadiscos. Los recursos vocales empleados por Reiter, muchos de ellos también típicos de otros círculos musicales, refuerzan el eclecticismo del conjunto, que emplea sin complejos cualquier medio acústico y electrónico. Quizás en ocasiones, sobretodo en las tres últimas canciones, la obra se resiente por saturación, y es que da la sensación de que la pausa que puede tomarse el lector entre la lectura de varios sonetos de Lerner es aquí necesariamente obviada. Algunos de los contrastes que al comienzo resultan más efectivos se convierten sin embargo, a pesar de los frescos intermezzos, en algo planos y repetitivos casi al final de la obra. La genial interpretación a cargo del ensemble Ictus, bajo la dirección de Georges- Elie Octors, destacó por su precisión y energía, sobretodo el flautista Michael Schmid y el percusionista Gerrit Nulens que no pudo apenas sentarse al frente de la batería.
Después de semejante programa cualquier miembro del público podría preguntarse si esa noche encontraría algún hueco en la mente para imágenes apacibles antes de dormir o algún rincón emocional que transmitiera una tierna y transparente seguridad. En efecto, los que buscaban eso podían haberse quedado en casa, aunque por las reacciones deduzco que a la mayoría le gustó bucear en esos ecosistemas del mundo interior y además, dicho sea de paso, empleando “sustancias” totalmente legales.
por Marina Hervás Muñoz | Mar 14, 2017 | Críticas, Música |
Hay una pregunta que recorre, como un fantasma, las consciencias de todos los programadores de música y, también a los gerentes orquestas y salas de música -clásica: ¿cómo hacer para atraer “nuevos públicos” -sea lo que sea eso- y cómo motivar a la gente joven a que escuche este repertorio? Muchos, en los últimos años, apuestan por la moficiación de formatos: renovarse o morir.
Y en este contexto cabría entender la atrevidísima propuesta de Vox Harmónica que presentaban el pasado 12 de marzo en el Teatro Maldá, el “Cabaret Monteverdi”. Teniendo como hilo conductor un bar de copas y cocktails, los perfiles de tinder o gayromeo como nuevas formas de ligoteo y mucho desparpajo, el sexteto nos ofreció una nueva imagen de Monteverdi. O, quizá, no es nueva en absoluto, sino que hace que el trasfondo de la música de Monteverdi de repente nos siga diciendo cosas a nuestra época. La creencia de que su música es algo “bonito”, “relajante”, etc. le hace un flaco favor a la potencia de la descripción -con sus medios- de la sensualidad, el complejísimo mundo emocional y el amor no necesariamente puro e impoluto, sino atravesado por la carne. Ariadna, Orfeo, Neptuno o Euridice eran, de repente, perfiles de redes sociales de ligoteo y exploraban sus personalidades a través de la música. Se tocaban, se seducían, exploraban su deseo. Y funcionaba maravillosamente bien. Por ejemplo, el Puor ti miro, uno de los hits de Monteverdi -donde el “sí, sí, sí” no es, precisamente, algo casto, sino con mucha probabilidad la expresión del orgasmo-, que casi siempre es cantado como una especie de balada renacentista, aquí se tomó en serio ese lado carnal de la música, a veces en exceso espiritualizada y alejada de su origen, que es lo más terrenal. Es, desde luego, un Monteverdi más fiel que algunas de las versiones más mojigatas del asunto -se nos olvida, muchas veces, que la moral tan rígida en materia amorosa es algo posterior y, especialmente, marcada por nuestro concepto de amor romántico decimonónico- pero no apto para aquellos que esperan un concierto de gente seria y vestidos con frac. Aquí, Monteverdi se canta en vaqueros y con pinta de hipster. Porque es la forma de hacer que la música -en general- no quede como algo petrificado, como algo muerto, sino que tenga algo que decir al presente. Por eso, para los más escépticos: no, no hubo una banalización de Monteverdi. Más bien todo lo contrario. Su gesto de irreverencia, quizá, de con la clave de lo que esconde su música y la protege, precisamente, de aquellos que se creen guardianes de lo que ella tiene de falsamente inmaculado.
Y todo esto, sin perder un ápice de calidad musical. Vox Harmónica lo formaban, para este proyecto, Anaïs Oliveras, soprano, Eulàlia Fantova, mezzosoprano, Mariona Llobera, alto, Carles Prat, tenor, Antonio Fajardo, bajo y Edwin García, tiorba. Destaco, especialmente, el trabajo de Anaïs Oliverdas, con un vibrato delicadísimo y una deliciosa conducción de voces; y la labor de Antonio Fajardo, que demostró grandes dotes para el teatro que, unida a su potencia vocal, hacían de sus personajes algo hipnótico
Esta propuesta es un revulsivo. No sólo revisa la música de Monteverdi, sino que hace una pregunta para todos los que estamos en el mundo de la música sobre la dirección que deben tomar los conciertos. Los músicos interactuaban con el público, invitaban a una copa de cava al empezar -para hacernos sentir dentro del ambiente del bar donde sucedía la escena-, reían, bailaban: se divertían tanto que nos lo transmitieron y tuvieron a todo el público sonriendo de principio a fin. Esto de sonreír en un concierto es algo que se nos olvida a veces en los entornos habituales de clásica, donde parece que el músico, como un funcionario de turno, va, toca y se va, tratando en la medida de lo posible de darle a aquello un hálito de seriedad suprema que siga alimentando la idea de que la música clásica es complejísima, dificilísima, y que sólo se abre para algunos agraciados -algo que no siempre coincide con los que pueden pagar la entrada-.
¡Aire fresco, eso es lo que ha traído el Club Monteverdi al abrir sus puertas! ¡Chin chin!
por Marina Hervás Muñoz | Feb 24, 2017 | Críticas, Música |
Ficha:
Almudena Gonzalez Vega, flauta
Miriam Félix, violoncello.
Núria Andorrà, percusión.
Agustín Fernández, piano expandido.
Ferran Conangla, diseño de sonido.
El pasado 22 de febrero se estrenó Frec 3, una obra que continúa explorando la fricción, al igual que sus sucesoras Frec (2013) y Frec 2 (2016) y que refortalecen la relación creativa entre Agustín Fernandez y Hèctor Parra. La fricción puede referir, en general, al contacto estrecho entre dos cuerpos, pero también al “restregar”, esto es que esos dos cuerpos se froten. En este sentido, esta obra aporta un catálogo nutrido de las posibilidades de la fricción, pero no tanto -aunque también- en el sentido literal del tacto sobre los instrumentos, sino la fricción de cuerpos sonoros. La cuestión que se abre aquí, claro, es la de cómo fricciona lo no matérico, lo que no tiene extensión ni es sólido, como parece que le sucede al sonido. Es un desplazamiento del concepto de “materia” hacia el de “material”. Por eso, aparte de frotar y explorar las posibilidades de los objetos-instrumento, también se trabajaba la fricción posible de lo que ocupa el espacio, como el aire: eso era cómo estaba trabajada la flauta o la articulación de la voz: el intento de solidificar el aire.
Hèctor Parra explicando su obra antes de comenzar el concierto
La obra se dividía acústicamente en tres partes. La primera de ellas consistía en el catálogo de fricciones sonoras, donde convivía la violencia, la detención, la expansión y la ralentización. A veces la obra se construía mediante su conversión en el gesto duro; otras, se trataba de una la exploración intimista, colorista, de puntos; otras, el protagonismo era para el despliegue, como si escuchásemos a cámara lenta. Fue especialmente brillante la relación entre la percusión y el piano, que solían ser los protagonistas de la fricción violenta. La segunda parte, se encargaba de la fricción ondulatoria. Sucedía algo así como una espacialización de la estructura de los trinos y se exploraba, de forma extendida, la posibilidad de la microondulación. Si bien, en la primera parte, el protagonismo había sido más el sonido seco, cortante, aquí el interés se concentraba mucho más en la renuncia a lo seco para pensar la unión. La tercera parte nos sacaba del mundo sonoro anterior hacia algo más melódico, con intervalos definidos y trabajo melódico que dejaban esa cercanía a lo matérico lejos. Ésta fue, a mi juicio, la parte más forzada, una suerte de renuncia a todo lo anteriormente construido. Aunque, al mismo tiempo, creaba un curioso contraste entre el inicio y el final de la pieza: ésta comienza con una fricción pequeña, íntima, por parte de Agustín Fernández, el pianista, frente a un micrófono, con la misma fascinación con la que los artistas trabajan en sus piezas con sonidos que buscan el ASMR, como Neele Hülcker. Termina con la saturación sonora, un gran tutti que queda engullido por la resonancia de los platillos: el paso paulatino de lo mínimo a lo grande, lo extendido, lo que no deja tregua a que eso mínimo tenga, de nuevo, espacio.
El piano, que era el único instrumento que permanece fiel en las tres Frec, potenció su labor gracias a la percusión y a la flauta, que cuando abandonaba todo atisbo melódico dejó un gran trabajo de efectos sin caer en la mera fascinación o fetichismo del efectismo. No obstante, el cello trabajó con una paleta estrecha de fricciones, que lo situaban en clara distancia sonora con el resto.
Frec 3 es una obra fresca, que abre muchos mundos posibles a explorar. El primero de ellos, el de la recuperación del contacto, de lo matérico. Una especie de traducción en términos sonoros de aquello que nos contaba Valèry de que lo más profundo es la piel.