por Marina Hervás Muñoz | Oct 17, 2016 | Críticas, Música |
El pasado 15 de octubre comenzó el Festival de música polaca de Barcelona, en el Palau de la música de Barcelona. Este festival, del que les hablamos aquí, ofrece la oportunidad de abrir las orejas a otras músicas. En especial, a la música de Karol Szymanowski, uno de los compositores más injustamente olvidados del siglo XX. Por primera vez en mucho tiempo, la programación me parece absolutamente bien montada, pues se muestran tres imágenes de un siglo XX que ya comenzó dañado, con la caída de los sistemas metafísicos y religiosos, que dejaron al frágil ser humano lleno de preguntas sin respuesta (como aquella Unanswered question de Charles Ives), punto desde el que compone Mahler, la búsqueda incesante de algo perdido que quizá no existió nunca, por el tiempo perdido de Balzac o lo onírico de Szymanowski y, por último -aunque en la programación abría el concierto- una música compuesta por Gorécki que, como Arvö Part, se negaron a componer siguiendo ningún precepto, viniendo de Alemania o de Francia, sino a buscar formas simples, minimalistas, construcciones repetitivas pero sólidas que permitiesen abrir la luz robada por tanta oscuridad provocada por la contaminación, las bombas de Hiroshima y Nagasaki los gases donde se asesinan cuerpos y cielos llenos de luces cegadoras de neón, gps y satélites artificiales. Todo eso se contaba en apenas 85 minutos. El peligro del concierto redundaba en pasar de un lado a otro sin romper su lógica. A eso se enfrentó la Orquesta sinfónica del Vallés y el director invitado, Víctor Pablo Pérez.
Las tres piezas en estilo antiguo de Gorecki, están marcadas por la repetición motórica, es decir, constructiva, que va hacia adelante, dinámica, en la que no meramente se repite, sino que cada repetición es consciente de su carácter temporal. De esto fueron conscientes los intérpretes sólo de forma parcial, y a veces esta fuerza dinámica se confundió de forma acrítica con lo estático: esa es la forma más sencilla de pensar esta pieza de Gorécki. A diferencia de lo que pueda parecer, no se trata de un ostinato pesante, sino que lo interesante se encuentra en la superposición de planos que dirigen el tiempo. Esto se escucha bastante bien en la primera de las piezas, que comienza con un piano donde una suerte de acorde por capas va constituyéndose en una melodía simplísima, pero que no necesita más. El carácter constructivo, pese a ser mejorable en lo rítmico, fue excelente en lo armónico, con un trabajo delicadísimo de las transiciones.
Las canciones de una princesa de cuento de hadas Op. 31, de Szymanowski, están basadas en textos de la hermana del compositor. Aunque no había ni siquiera una transcripción del texto ni, evidentemente, ninguna traducción en el programa, algo que considero un fallo importante, la interpretación de Iwona Sobotka nos invitaba a meternos en el mundo entre oscuro e ingenuo del compositor polaco. Él juega aún con el rasgo mahleriano fundamental: rodear la esperanza del mudno de los niños con las sombras de lo nocturno, no dar ninguna promesa por cumplida, estar siempre a la espera de que la felicidad se desvanezca. Estas obras, que hablan de la luna y de la noche, hablan de eso. Iwona Sobotka destacó sobre todo por su control del carácter suspirante y de sula belleza del trabajo dinámico. Estuvo, simplemente, soberbia.
La segunda parte se llenaba con la Cuarta sinfonía de Mahler, anunciada en el programa de mano como “la más corta del compositor” (?!) -información que, además de ser irrelevante, salvo para el público con más hambre, aparece en Wikipedia…-. El primer movimiento, que comienza con música que parece sacada de algunos de los recuerdos musicales de las calles que andaba el compositor en su juventud, conjuga la música de orquestas de pueblo con campanillas. El tema, que va apareciendo cada vez más desfigurado, comienza a romperse definitivamente cuando aparece la trompeta de la Primera sinfonía, donde le dice al oyente más atento que aquella presunta felicidad construida hasta entonces era un espejismo. Víctor Pablo Pérez mostró su buena afinidad con la orquesta construyendo un movimiento impecable, lleno de matices y jugando con la dinámica de una forma magistral. Es de agradecer la entrega absoluta de los músicos: si no estaban disfrutando mucho con aquello, pueden considerar que disimulaban muy bien. Y eso se trasmitió. Su fuerza invadía el patio de butacas. Un primer movimiento tan bueno sólo podía abrir dos caminos: seguir creciendo o caer poco a poco. Aunque ninguno llegó a ser como el primero, supieron manejar la situación y mantener la tensión y el desarrollo compositivo de la sinfonía hasta el final, con una nueva aparición de Iwona Sobotka que puso la guinda al pastel de un concierto para recordar.
por Marina Hervás Muñoz | Oct 14, 2016 | Críticas, Música, Recomendaciones |
En el East Side Gallery de Berlín hay un mural que dice que sólo cambia el mundo la gente pequeña que en sus pequeños lugares hace cosas pequeñas. Creo firmemente en esa forma de ver el cambio social. Así que me tomo muy en serio lo que a ojos desconocedores puede ser anecdótico. Por eso me parece absolutamente fundamental que la Sinfonietta de Canarias haya comenzado sus pasos y que, con su caminar, hayan de repente abierto la cuestión de porqué no había y no hay más espacios donde gente joven ponga su saber al servicio de las comunidades que no viven en el ámbito capitalino de las islas, especialmente porque la actividad musical en cada rincón de las islas es asombroso. Así que la Sinfonietta se presenta como un soplo de esperanza y, al mismo tiempo, como algo necesario que no habíamos sabido cifrar antes. Será la orquesta residente del Teatro Leal, el único teatro no privado de La Laguna, en Tenerife, y tienen un modelo de programación muy ambicioso, pues plantean combinar algunos “clásicos” de la clásica (valga la redundacia) con estrenos y obras que, si no me equivoco, aún no se han escuchado en el archipiélago, como de la compositora Gubaidulina.
El pasado 9 de octubre dieron su primer concierto: esta vez, aún sin sacar todas sus cartas. Interpretaron la Serenta para cuerdas de Tchaikovsky en la primera parte y, ya con el viento, la Sinfonía veneciana de Salieri y la Sinfonía n. 29 KV. 201 de Mozart. Aún falta trabajo grupal, empaste seccional y mejorar, sobre todo, los finales (en la afinación) y conducción de las frases (en el juego dinámico). En muchas ocasiones no terminaban de sentirse cómodos tocando, algo que redundó en la construcción de las obras. Pero creo que estos defectos tienen que ver con la juventud de su creación: conseguir un sonido empastado grupal no es algo que se consiga rápidamente, por mucho que el entusiasmo lo motive. En esto, habrá que seguir de cerca su evolución. Algo que creo que deberían tomarse en serio, ya que su simple existencia ya remueve heridas de la vida cultural canaria, sería pensar en un formato acorde a su juventud, darle también un bocanada de aire fresco a eso. Llegaron, se sentaron, tocaron, y se fueron. Serios y distantes, como lo hacen las orquestas profesionales, que nos agotan con su separación entre el escenario y el mundo. Ya que era la presentación, hubiese esperado palabras de agradecimiento, de explicación, de motivación. Hacernos sentir parte de aquello. Creo que uno de los potenciales de estas orquestas más pequeñas y de ámbitos de actuación más locales pueden permitirse el lujo y la ventaja de no caer en los mismos errores de las orquestas consagradas, que parece que nos hacen un favor al público tocando allí. Así que me gustaría ver su juventud (por fundación y por miembros, ya que muchos están apenas en la veintena) también en las formas. Ahí pueden encontrar su radical éxito. No digo que imiten las propuestas de Ara Malikian o algo así, es decir, que lo divertido se la única forma de salir de la seriedad del concierto clásico. Sino que es posible pero sólo viable cambiar ese formato desde dentro, donde los propios músicos piensan otras fórmulas. Así eso pequeño llegará a ser, seguro, algo muy grande.
por Marina Hervás Muñoz | Oct 5, 2016 | Música, Recomendaciones |
El Festival de Música Polonesa a Catalunya, vuelve tres año después con una muestra de la música clásica polaca en relación a compositores internacionales. Se celebrará del 15 al 23 de octubre. Se trata de una ocasión única para escuchar música que se mantiene silenciada para los oídos de este lado de Europa, como la que compuso Karol Szymanowski. Su música, aún por explorar, junta lo mejor del lenguaje de Bartok, de Schönberg y de Stravinsky (Algo que reluce especialmente en su Concierto de violín N. 1) y, en lugar de sonar a pastiche, adquiere un color fantasmagórico delicisoso. Es una alternativa a la música alejada de lo ya escuchado hasta la saciedad en las salas de concierto, nos cuenta de otras lenguas, de otras formas de expresión musical, de porqué la musicología se ha centrado ideológicamente en el resultado sonoro de sólo algunos lugares del mundo.
El festival se abrirá con un concierto que estaremos cubriendo desde Cultural Resuena en el Palau de la música catalana El programa incluye las Canciones de una princesa de cuento de hadas op. 31 de Karol Szymanowski, con la participación de la gran soprano polaca Iwona Sobotka, las Tres piezas en estilo antiguo de Henryk Mikołaj Górecki (otro compositor aún no suficientemente escuchado en el ámbito público) y la Sinfonía núm. 4 de Gustav Mahler. El domingo 16 de octubre, la sala para conciertos de cámara del Palau acogerá al Apollon Musagète Quartett, ganador del primer premio en el Concurso Internacional ARD de Munich, que interpretará cuartetos de cuerda de Haydn, Grieg y Szymanowski.
Como en la anterior edición, la música polaca etará presente también en otras ciudades de Cataluña. El día 22 de octubre en el Teatre de Amer, Luis Grané mostrará su alabado virtuosismo con Frederic Chopin. El domingo 23 de octubre, y como cierre del festival tendrá lugar una velada de música de cámara en l’Atlàntida, Centro de Artes Escénicas de Vic. El concierto estará liderado por el violinista Bartek Nizioł e incluirá el Quinteto para piano de Juliusz Zarębski, considerada la obra más representativa de la música de cámara romántica polaca.
Organizado por la asociación IDEA Gestión Cultural con la participación de la fundación Ogrody Muzyczne de Varsovia, el Festival de Música Polonesa está patrocinado por el Ministerio de Cultura y Patrimonio Nacional de la República de Polonia y cuenta con el apoyo de la Embajada de la República de Polonia en Madrid y del Consulado General de la República de Polonia en Barcelona. Desde aquí le sugerimos, aunque entendemos el riesgo, a que en futuras ediciones todo sea música polaca: para ayudarnos a abrir los oídos y para mostrar cuan equivocados estamos al enfocar nuestro interés sólo a un conjunto muy reducido de compositores.
por Marina Hervás Muñoz | Ago 14, 2016 | Críticas, Música |
Uno de los platos fuertes de la presente edición del Festival Internacional de Santander llegó de la mano de la orquesta Hallé de Manchester con su director titular, sir Mark Elder y Leticia Moreno, la violinista con más proyección de España. El programa no fue arriesgado: la Overtura «El Rey Lear» Op. 4 de Berlioz (algo muy apropiado dado el añod e jubileo shakesperiano en el que nos encontramos), el Concierto para violín y orquesta Op. 64 de Mendelssohn y la sinfonía n. 9 «Nuevo Mundo» Op. 95 B. 178 de Dvorak.
La Obertura de Berlioz caracterizó la estrategia que iba a marcar el concierto: el carácter constructivo de Elder. En lugar de recrearse en los fortissimo, que esta pieza ocasiona, trabajó con detalle la fuerza de los silencios entre partes. Por tanto, cada pequeña pausa era como un suspiro, como una respiración que ayudaba al aumento de la tensión: la música quedaba como suspendida en el aire. Es una lástima que el piano de mitad de la pieza, en la que el viento madera trata de emerger sobre la masa sonora de la cuerda y el viento metal, que acechan latentes, no tuviera la misma fuerza del inicio. Aún así, fue una interpretación llena de contrastes, con mucho teatro (especialmente al final, cuando comienza el pizzicato de los bajos), como corresponde a una pieza inspirada en una de las mejores obras de la literatura universal.
Tras la pequeña Obertura, llegó uno de los momentos álgidos, la aparición de Leticia Moreno. Me hubiese gustado verla tocando algún concierto menos escuchado, más exigente, en un registro diferente. Quizá es un problema con las programaciones, que he criticado numerosas veces, pero creo que es labor de los violinistas de élite interesarse por repertorio menos interpretado, y yo sé que eso es algo que Leticia Moreno lleva a cabo en sus interpretaciones de cámara y en sus grabaciones y que, por ejemplo, se podrá ver en la siguiente temporada de la Orquesta Sinfónica de Tenerife, con obras de Fazil Say y de Juan Montes Capón. Por eso, siempre me resulta frustrante dar en los conciertos con orquesta obras que ya sabemos que van a convencer a una gran mayoría. ¿Qué tal, para la próxima vez, por ejemplo, alguno de los conciertos de Spohr, el de Colin Matthews… ¡aunque sea el maravilloso Alban Berg!? Creo que uno de los valores de violinistas talentosos/as debería estribar también en una labor de investigación y difusión de otros repertorios, como hace magistralmente por ejemplo Hillary Hahn. Pero vayamos a lo que nos ocupa: Moreno fue extraordinariamente precisa en su ejecución, salvo en algunos pasajes que destacaban sólo por la excelente ejecución del resto, pero me faltó verla brillar como lo hacía en las cadencias y algo más de libertad expresiva. Tiene un sonido potente y es, casi, una «mujer a un violín pegada» por la naturalidad con la que lo maneja, pero le faltó algo de garra. Quizá es porque el concierto de Mendelssohn a veces peca de repetitivo y algunos de sus temas quedan planos, así que no se pueden hacer milagros.
El final con la Sinfonía del Nuevo Mundo auguraba lo mejor. Y eclipsó el concierto de violín y la obertura. Un sonido rotundísimo en los vientos metales marcó toda la pieza, que explota como pocas los diferentes colores orquestales. El solo del corno inglés del segundo movimiento, uno de los más bellos de la historia de la música, fue de una delicadeza extrema, donde Elder volvió al recurso del juego con los silencios: al final, cuando las melodías ya se han desintegrado, parecía que la tensión se podía mascar (al igual que mascaba un caramelo el que se sentaba detrás de mí y me hizo bajar de las alturas musicales al mundanal ruido).
Los aplausos emocionados dieron paso a dos bises: el Salut d’amour Op. 12 de Elgar, una obra edulcorada, que ha adquirido su fama por ser una imprescindible del repertorio de bodas y Knightsbridge March de Eric Coates. Celebro enormemente que hayan ofrecido música de su tierra, aunque hubiese preferido que, en lugar de esa pieza de Elgar, se hubiesen animado con alguna más desconocida. Igualmente, siempre he visto esta música como algo más íntimo, más adecuada para la cámara que para el sonido orquestal. Así que no terminó de funcionar. Sin embargo, la Knightsbridge March fue un final divertido y que nos hizo establecer muchas conexiones entre la fuerza visual de la música de Dvorak, que por momentos nos lleva -retrospectivamente- al lejano Oeste y a todo el imaginario de buenos y villanos de los indios americanos de los buenos Western y el cine antiguo, los bailes en círculo y el circo que recrea esta marcha de Coates. Así cerraba un concierto que, salvo por el Mendelssohn, hablaba de promesas y de mundos posibles que sólo es capaz de abrir la música.
por Marina Hervás Muñoz | Ago 10, 2016 | Críticas, Música |
La segunda cita de música de cámara del Festival internacional de Santander era con Andreas Prittwitz y The Lookingback Septet con su proyecto Zambra Barroca, en esta ocasión, en Noja el pasado ocho de agosto. Creo que nunca había a un concierto con tantas dudas sobre el programa, que prometía la fusión entre la música barroca y el flamenco (sic). No soy remilgada para los experimentos, así que me parecía una aventura sonora, lo menos, curiosa.
Zambra barroca, como explicó Prittwitz en un español impecable, se trata de un encuentro, en realidad, de lo que mueve toda la producción musical: contar cosas a través de un medio diferente, prescindiendo de la mera comunicación verbal. Al principio, barroco y flamenco estaban separados, se podían diferenciar muy bien: así sonó la ‘Overtura’ de Dido y Eneas (1688) de Purcell seguido del tanguillo La Rempopa, cantado por la magnética Eva Durán con una garra y fuerza que la acompañarían todo el concierto. Luego apareció Enrique García Ortega, demostrando su buen hacer (especialmente por un vibrato muy controlado y un precioso color de voz) con un ‘Piu d’una tigre altero’ de Tamerlano de Haendel, en una versión aún sin visos de flamenco por allí. Poco a poco, tema a tema, el barroco, el jazz y el flamenco iban uniéndose: al principio ‘deformando’ el final de las piezas, con excelentes improvisaciones de Andreas Prittwitz, pasando por una trepidante versión jazzera deliciosa del Trio Sonata RV 63 de Vilvadi o un Gaspar Sanz flamenqueado, hasta llegar a una versión de ‘Zefiro torna’ y de ‘El Vito’ cantada por Enrique García Ortega y Eva Durán, demostrando cómo es posible que confluyan dos estilos supuestamente separados de canto. También Eva Durán cantó una desgarrador ‘Lamento’ de Dido y Eneas, traducido al español y diciendo ‘Recuérdame, recuérdame’ que, desde luego, no olvidaremos. Para algunos, desde luego, habrá sido un escándalo (¡¿cómo se puede hacer eso con un icono de la música «clásica»!?). Para mí: una deliciosa profanación. Ahí van mis argumentos.
No se trataba tanto de tomar temas del barroco y usarlo como standars de jazz o de flamenco-jazz, sino de ir modificando las melodías hasta dar con el punto de encuentro, donde de una forma más natural de lo que podría parecer a primera vista, ambos estilos. Es, desde luego, una lección para los puristas, para los ortodoxos. El único punto débil de esta propuesta es que hay que hacerlo muy bien para que no salga una rareza de todo aquello: y así fue. Prittwitz sabe bien de quién rodearse. Aparte de los ya citados cantantes, su elenco se formaba de un genial Mario Montoya (guitarra flamenca), Ramiro Morales (guitarra barroca y archilaud) -con una admirable actitud de especialista en música antigua que se atreve con todo, demostrando lo que significa ser músico en sentido enfático-, Joan Espina (violín) -que mostró lo mejor con Vivaldi-, Roberto Terrón (contrabajo) -a veces justo con el variolaje pero excelente en los cambios de estilo, que muchas veces eran marcados por él- y el propio Andreas Prittwitz (flauta de pico, clarinete y saxofón), que tocaron a un nivel técnico impecable pero además, se divirtieron y transmitieron cómo la música «clásica» (sea lo que sea esa gran categoría) no implica cuerpos rígidos, serios e impolutos, sino que los músicos pueden pasárselo bien y pasar así del terrible «bolo» al «concierto». Zambra Barroca es una lección. Una lección de cómo modificar los patrones de conciertos, -que casualmente ponía en jaque en mi anterior artículo– pues, entre otras cosas, se saltaron a la torera el archiencumbrado orden del programa y olé; cómo hacer pedagogía musical y cómo dar argumentos con una excelente interpretación contra posibles voces críticas con su proyecto. Aunque ya ha habido otros intentos de aunar barroco y jazz, como el excelente arreglo de Puhar del Ohimè ch’io cado -critcadísimo por puristas- (vean abajo el vídeo) en el caso de la propuesta de Prittwitz no se trataba de una sorpresa dentro de un concierto de barroco al uso, sino de la exploración de posibilidades de confluencia de músicas supuestamente distanciadas en el tiempo y en sus formas y que, de una forma maravillosa, confluyen. He escuchado también algunas comparaciones del proyecto con Pagagnini, donde comenzó a alcanzar popularidad Ara Malikian o los de MozArt, porque tocan «clásica» sin el esquematismo habitual. Creo que la diferencia y el punto fuerte de Prittwitz se encuentra en que demuestra que no hace falta hacer reír para repensar la tradición y resituar el lugar desde donde queremos hacer música entendiendo los cambios en los gustos y en el formato. Como indiqué más arriba, uno de los logros de Zambra barroca se encuentra en su capacidad pedagógica de atravesar varios siglos de historia, mostrar que lo del siglo XX y XXI dialoga con la música del siglo XVII, y que hay formas alternativas de acercarse a las obras que algunos consideran como intocables del repertorio. Lo que se ofreció en Noja fue, definitivamente, aire fresco y mucho que aprender por delante para músicos, gestores y público.
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