por Marina Hervás Muñoz | Feb 3, 2016 | Críticas, Música |
Foto: Salome © 2016, Monika Rittershaus
Aunque las decepciones siempre son mayores cuando se tienen grandes expectativas sobre un evento -como era mi caso el pasado 29 de enero-, la propuesta de la Deutsche Oper es difícilmente salvable, incluso para los menos entusiastas. Ya algo pintaba mal. La Salomé habitual, Catherine Naglestad, que estaba resfriada, fue sustituida en una esquina con un atril por Allison Oakes en la voz y en la actuación por la coreógrafa de la producción Sommer Ulrickson. Bueno, son cosas que pasan, murmuraban los asistentes a mi alrededor.
Lo que no son cosas que pasan es una mala escenografía y una mala puesta en escena. ¿Qué te ha pasado, Claus Guth? Él, que es uno de los escenógrafos más aclamados y que ha hecho numerosos montajes muy alabados por la crítica, consideró que la interpretación más apropiada de Salomé de Strauss, esta obra que cambió el siglo XX, era destacar un lado naïv del todo inexistente en la partitura y en la historia. Salomé cuenta con un libreto basado en la obra homónima de Oscar Wilde tras la traducción de Hedwig Lachmann. Que Strauss prefiriera la versión de Wilde y no la tradicional bíblica, ya indica muchas cosas. En el texto original, Juan el bautista rechaza el matrimonio entre Herodes y Herodías, ya que ella es una mujer divorciada. Salomé consigue la muerte de Juan después de danzar para su padre, que le concede por tan bello baile lo que quiera: ella le pide la cabeza del Bautista en una bandeja de plata. Wilde aprovecha el momento de dudosa moralidad en el que Salomé baila para su padre para dar un giro al su personaje. En su historia, Salomé no quiere la cabeza de Juan para restaurar, por así decir, la honra de su madre; sino porque quiere poseer a Juan, porque lo desea de manera obsesiva (yo rechazo las interpretaciones que hablan de Salomé como una mujer enamorada. Desde mi lectura, Wilde quería jugar con los extremos de las pasiones sexuales). Pues bien, una vez sabiendo esto, podemos esperar que la escenografía evidencie este giro, que juegue con la sexualidad en los límites de los tabúes sociales que escribió Wilde. Esto no sólo no pasó, sino que fue mucho peor. La escenografía estaba basada en una tienda de trajes de caballero, para poder jugar con el paralelismo de una evidencia demasiado inmediata entre la cabeza de Juan y la de los maniquíes. Salomé, en lugar de mostrarse como una mujer que es capaz de destruir a un hombre para poseerlo, es decir, una mujer en los extremos de lo permisible y de la cordura, de lo «normal»; era retratada como una suerte de adolescente que era seguida por seis niñas, que trataban de crear la ilusión de una Salomé desplegada en sus edades. De esta forma, la danza de los siete velos, una de las partes más esperadas de la ópera y que es, quizá, como el así llamada ‘aria de la locura’ de Lucia de Lammermoor, uno de los momentos donde la tensión acumulada durante la pieza debe explotar, se convirtió en una especie de festival infantil en la que las seis niñitas danzaban como en la fiesta de final de curso. La única explicación posible es una suerte de lectura de psicoanalista barata, en la que se pretende centrar la historia en la relación niña-padre. Quién sabe. No hubo nada de los simbolismos evidentes en el texto con la luna, por ejemplo, donde se muestran las contradicciones del personaje (según Yvonne Gebauer, en las notas al programa, la luna aparecía como la luz inicial, que era «lunar». Que baje Wilde y lo vea). Según apunta P. Dierkes-Thrun, la luna representa la virginidad, «la que nunca se ha abandona a los hombres, como otras diosas» pero, al mismo tiempo, la personalidad cambiante, en la que se torna Salomé para querer matar a aquél que desea -parafraseando al propio Wilde-. Nada fueron capaces de aportar la conversión de los personajes en maniquíes, que eran movidos en algunas ocasiones por unos técnicos vestidos de negro y otras veces volvían a la vida por arte de magia. ¿Qué aporta a la historia el espacio de los trajes, con los escaparates de las corbatas y las chaquetas colgadas por orden cromático? ¿Porqué uno de los momentos más escabrosos de la obra, donde en el texto se explica cómo Salomé besa la cabeza decapitada de Juan, sucedió de tal manera que Salomé no lo besó?Son tantos y tantos los problemas, y tantas las injusticias cometidas contra Strauss y Wilde que será mejor dejar el asunto de la escenografía aquí.
Entonces quizá alguien me pueda decir que esperan que al menos la música y la actuación haya sido buena. Tampoco. No seré injusta: la orquesta de la Deutsche Oper estuvo a la altura de las circunstancias y los cantantes dieron la talla: fue todo muy correcto y desabrido hasta mitad de la ópera, donde por fin aquello comenzó a coger fuerza musical. Especialmente brillante fue la danza de los siete velos. Esta interpretación puso en evidencia al resto y demostró que podían haber tocado mucho mejor el resto de la pieza. Herdoes, en voz de Burkhard Ulrich tuvo momentos muy buenos y otros sobreactuados, que ponían en evidencia más problemas de coreografía y comprensión de la obra que vocales. Jeanne-Michèle Charbonnet, en el papel de Herodías, tuvo problemas vocales serios en los agudos y en la calidad tímbrica. Sólo mejoró tímidamente al final de la danza de los siete velos, en el momento en el que anima a Salomé en que no ceje en pedir la cabeza del Bautista. Michael Volle, fue un sobrio Juan, lo que apoya la interpretación de la pieza en clave psicoanalítica, donde el peso está en la relación niña-padre y no, como en realidad parece que quería Wilde, entre Salomé y Juan. Allison Oakes salvó una Salomé bastante aceptable, algo admirable dadas las circunstancias. Salvo algunos momentos en los graves que prácticamente se volvían audibles por la dinámica mal escogida de la orquesta, teatralmente estuvo muy convincente en la esquina en la que la habían situado. Lo que es inadmisible es la actuación de Sommer Ulrickson, que además es la coreógrafa (por eso quizá se entienden algunas cosas). Fue una Salomé insípida, en una pose permanente que la mantenía ajena a todo lo que pasaba en el escenario.
Los sonoros abucheos tras el último acorde me dieron la razón de todo lo que he intentado explicar. En cierto modo, los allí presentes vimos una tremenda profanación de una de las piezas claves del siglo XX. Una verdadera lástima.
por Marina Hervás Muñoz | Ene 26, 2016 | Críticas, Música |
El pasado domingo 24 en L’Auditori se vivió uno de los conciertos más esperados de la temporada: la visita de Sir John Eliot Gardiner con los dos grupos formados por él, The Monteverdi Choir y The English Baroque Soloists y las soprano Hannah Morrison y Amanda Forsythe. Gardiner, autor de la última gran alegría que nos dio a los melómanos, la publicación de un extenso y necesario estudio sobre Bach, Música en el castillo del cielo (en español en Acantilado); no necesita mucha presentación: su extensa carrera como director -falsamente asumido como exclusivamente experto en barroco- le ha acreditado como uno de los fundamentales en la historia de la dirección que se está escribiendo actualmente. Así que la expectación era máxima.
Inicialmente, la primera parte del concierto tenía programada un greatest hit mozartiano, convertido en tal por las melodías midi de los móviles y los infinitos volúmenes de «Clásicos fundamentales» o algo así: la Sinfonía n. 40 KV. 550. El azar de los dioses y, por visto, por petición expresa del director, se anunció la modificación del programa a favor de la interpretación de la Sinfonía n. 41 KV. 551, la Júpiter, a partir de que el empresario J. P. Salomon considerara llamarla así por su fuerza y luminosidad. No se crean, este es otro greatest hit. Aunque ambas sinfonías son una delicia analítica y auditiva, vuelvo a la pregunta que me hice en mi entrada anterior: queridos programadores del mundo, ¿de verdad que de todas los trabajos de Mozart el público se merece escuchar las mismas siempre? Algunos objetarán, y con razón pero no tanta como para justificar una respuesta suficiente a mi pregunta, que Gardiner sería capaz de hacer algo distinto con unas sinfonías escuchadas hasta la saciedad y que, por eso mismo, maltratan al pobre Mozart más que hacerle justicia. Pero bueno, este es otro tema, como se imaginarán. Ahora bien, ¿qué hizo Gardiner con el reto de volver a entusiasmarnos con esta sinfonía? Su estrategia en el primer movimiento fue optar por una interpretación muy marcada con los tres temas de esta sinfonía, que es altamente operística. Me explicaré. Aparecen tres temas contrastantes: uno marcato, rítmico y con un aire militar; otro lírico, meloso y que epxlota lo melódico; y, por ultimo uno bufo, más juguetón, que combina lo rítmico y lo melódico y se cuela entre el primero y el segundo. Gardiner explotó estos ‘caracteres musicales’ y demostró su fuerza en el plano pianissimo y la preparación de los crescendo. Esto fue evidente en el ‘Andante cantabile’, el segundo movimiento, que fue una delicia; y que hizo todavía mayor el contraste con los dos movimientos restantes. Este segundo movimiento dialoga melódicamente con algunos de otros segundos movimientos de obras como su Concierto de violín n. 3 K. 216. Pero en este caso, un tema relativamente sencillo -que es el de la reverencia- le permite, en la parte media, explorar los colores de la cuerda en contraste con los vientos mediante el uso de pequeños giros cromáticos. El tercero y el cuarto, no terminaron de tener la fuerza de los primeros -salvo la gran coda final, que fue una demostración de claridad y precisión asombrosa- aunque la interpretación técnica fue, como suele ser costumbre por parte del inglés, impecable. Uno de los aspectos más destacables es su búsqueda de la pureza del sonido, prescindiendo prácticamente del vibrato, uno de los recursos más sobreexplotados. Por cierto, si quieren conocer mejor esta sinfonía les remito a mi querido Luis Ángel de Benito y su programa dedicado a la misma en Música y significado de RNE.
Y llegó, tras la pausa, el momento más esperado por todos: la interpretación de la -incompleta, porque la muerte siempre llega en mala hora- Gran misa en do menor KV 427. Si la sinfonía es puro teatro, melodías que parecen frívolas y esconden mucha profundidad y conversan con toda la tradición anterior a Mozart, en esta Misa el compositor austriaco se asoma al futuro, y recupera algunas formas perdidas del renacimiento musical. Este doble juego con la historia es una de las capacidades más admiradas de Mozart. En la Misa apareció, sobre todo, en el Kyrie, en una interpretación excelente -como nunca la había escuchado antes- del solo por parte de Amanda Forsythe. Fue tan delicado, tan adecuado a lo que parece que a partitura exige que a pocos minutos de comenzar, desde mi punto de vista, Gardiner ya había alcanzado la cota más alta con una interpretación inolvidable. Así que era difícil mantenerse a la altura. Pero como ahí se muestra la capacidad de los exigentes, Gardiner supo ofrecer más momentos como aquel con el dúo Domine Deus, un fabuloso Gloria, la fuerza expresiva de Et incarnatus est y un final que impidió a la gente contener el aplauso que llevaban tiempo aguantando tras el Sanctus. A mí me pasa al revés de la gente normal, y tras un concierto así no puedo escuchar más música, porque necesito pensar en todo lo que acaba de pasar sobre ese escenario, sobre toda la complejidad y todas las preguntas que Mozart sigue abriendo, pero el público entusiasmado invitó a los músicos a dar un poco más, con otro greatest hit de Mozart, el Ave Verum Corpus K. 618, una de las partituras más bellas de la historia de la música, en la que parece que Mozart se despedía del mundo. Si Gardiner se despedía así de Barcelona, esperamos que no sea un adiós, sino un hasta muy pronto.
por Elio Ronco Bonvehí | Ene 21, 2016 | Críticas, Música |
La presencia de Valery Gergiev en la temporada de Ibercamara es ya un lujo habitual: dieciocho visitas desde el año 1994, algunas tan extraordinarias como la de diciembre de 2011 con la orquesta del Teatro Mariinski, cuando interpretó en un solo concierto los tres ballets de Stravinski íntegros (el Pájaro de Fuego, Petrushka y la Consagración de la Primavera). De modo que cuando se anunció un Tristan e Isolda en versión concierto para la temporada pasada el público esperaba algo muy diferente de lo que obtuvo: una versión llena de errores, sin un buen discurso y con unos cantantes indignos de cualquier teatro serio que le valieron fuertes protestas y una deserción masiva en las pausas. Por ese motivo el concierto del pasado domingo tenia cierto aire de reconciliación con un público que le quiere y con una promotora que siempre ha apostado por él. El resultado no pudo ser mejor: Gergiev exhibió todo su talento al frente de la Filarmónica de Munich, de la que acaba de asumir la titularidad, y obtuvo un éxito rotundo.
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por Marina Hervás Muñoz | Ene 8, 2016 | Artículos, Música |
Este es uno de esos textos que desearía no haber tenido que escribir nunca. Pierre Boulez se fue. El mismo que escribía «¡Schönberg ha muerto!» en 1952 y se declaraba como «hombre siempre del futuro» ha fallecido y ha dejado el mundo de la música huérfano. La orfandad es literal, más dolorosa que nunca. Y es que, como ya han evidenciado otros artículos, Boulez fue en muchos sentidos «padre» de la música contemporánea, tanto por sus composiciones, como su labor de dirección y de gestión musical. Y también porque marcó la forma moderna de estar en el mundo de la música. Boulez era canalla, insolente, maleducado, toda una star, que se codeaba con otras celebrities, políticos y otras figuras públicas. Era inclemente con un público que terminaría adorándole. Pocos han escrito, sin embargo, de su labor como teórico, que como mucho es nombrada de pasada. Creo que la mejor forma de recordar a los que se han marchado es, precisamente, manteniendo viva su aportación a este mundo. Presumiblemente, en los próximos meses las salas de concierto, radios y televisiones programarán su música o sus interpretaciones. Pero me temo (¡y ojalá me equivoque!) que su teoría irá cayendo al mundo de las reliquias bibliográficas sólo visitadas por algunos despistados y especialistas en el terreno.
La obra teórica de Boulez se encuentra en español en dos volúmenes. Por un lado, Hacia una estética musical, publicado por Monte Avila en 1990, aunque la edición francesa es de 1966; y, por otro, Puntos de referencia, editado por Gedisa en 1984, aunque el original es de 1981. También Boulez tuvo sus escarceos con la filosofía en el archiconocido dialogo que mantuvo con el filósofo Michel Foucault sobre la música contemporánea y el público, aunque también se carteó y participó en debates con pensadores como Th. W. Adorno (este material está sin publicar, al menos hasta donde yo sé. Se puede consultar en el Adorno Archiv de la Akademie der Kunst de Berlín). Con esto no quiero decir que Boulez fuese, sobre todo, un teórico. Sus artículos eran cortos y en más de una vez indicó en algunos textos que «no prolongaría el artículo», y que «prefería volver a su papel pautado»1. Pero con Boulez para algo muy curioso. He oído en infinitud de ocasiones como muchos colegas de la música y de la musicología lamentaban que la música de Boulez «no llegase» a lo que prometía en sus escritos, a lo que pedía en la teoría. Sin embargo, muy pocas veces he asistido a un debate profundo sobre esta relación, sobre si efectivamente existe esa distancia. Boulez mismo pensó sobre esto, aunque su postura era explícita -aunque se pusiera a sí mismo contra las cuerdas. Para él, «la música se justifica por la glorificación de [su] propia retórica». Pero también dejó claro que «hay que combatir deliberadamente contra esta idea de que la reflexión «intelectual» sea perjudicial para la «inspiración»2.
Me parece que si queremos recordarle, quizá lo mejor sería aproximarse a entenderle para que siga siendo «un hombre del futuro»; y también entender su mundo, es decir, nuestro mundo. La música contemporánea se ha separado del público, esto ya parece innegable. Como poco, se tilda de adjetivos como «insoportable», «incomprensible», «horrible», etc. Mi diagnóstico, y también mi lucha incansable, se concentra en que nuestros oídos no han interiorizado, sobre todo, nueva teoría. Al igual que el mundo cambió, aunque poca gente es consciente de ello, con Kant (Goethe decía algo así como que la sociedad era kantiana incluso sin haber leído nada del filósofo alemán), en la música no ha cambiado sólo la «organización de los sonidos», sino su sentido y, siguiendo a Adorno, incluso su «derecho a la vida». El propio concepto de «organización» se ha vuelto problemático, y hablar de música más que nunca es hacerlo de situación social y política; algo que en Boulez, además, se hace inevitable. No defiendo, como podría parecer, que sólo leyendo a Boulez sobre sí mismo se pueda alguien aproximar a su obra. Muchas veces los autores no saben tan bien como un experto externo lo que hacen. Pero Boulez, más allá de ser compositor, director, gestor y pedagogo, también tenía buenas ideas que empapan esta segunda mitad del siglo XX que aún no hemos conseguido entender. En unos años en que la música ya difícilmente puede llamarse música, que se cruza con el arte sonoro, la instalación y mil escuelas de composición, la teoría llega terriblemente tarde. Boulez hizo el gran esfuerzo de hablar del hoy. También sus textos hablan de sus análisis, ya que se enfrentó desde dentro a Stravinsky, Debussy, los «maestros dodecafonistas», Bach y un largo número de autores que han marcado los derroteros de la historia de la música
¿Ha conseguido la música «el derecho al paréntesis y a la cursiva», un «tiempo discontinuo», donde «la obra musical no sea [una] serie de compartimentos que se deben visitar sin remedio uno después de otro»3? ¿Y qué es exactamente ese «tiempo discontinuo», que parece que es marca de la composición actual? Boulez habla también del «tiempo no homogéneo» que, según él, se ha alcanzado porque «hemos visto reemplazar la serie de doce sonido iguales por series de bloques sonoros de densidad siempre desigual; que hemos visto reemplazar la métrica por la serie de duraciones y de bloques rítmicos […]; que hemos visto finalmente intensidad y timbre no contentarse más con sus virtudes decorativas o patética para adquirir […] una importancia funcional»4. Para Boulez, el tiempo continuo u homogéneo es aquel de la música tradicional, en la que todo estaba calculado y dado de manera preestablecida. El cambio en la concepción del tiempo, para él, es la «introducción de dinamita en la obra», un momento de «azar» que permite, por primera vez, poner en jaque, de «matar al artista», de «fijar el infinito»5. Pero esto no implica que «todo valga» o algo parecido a un relativismo plano. Para él, «sólo existe la obra si ésta es lo imprevisible que se vuelve necesidad»6. También dirá que «para crear de manera eficaz es necesario considerar el delirio y, en efecto, organizarlo»7. Con esta sentencia, Boulez se ponía del lado de la posición antihermenéutica que Adorno trató de desarrollar en sus últimos años, que está en Beckett y en Artaud: la de la pérdida de sentido, la que se hace cargo de que no haya un «texto organizado» ni un «mensaje comprensible» y que, sin embargo, eso no impida carecer de criterios para pensar una obra. Boulez advirtió que
«la tarea que se impone desde ahora es la de eliminar algunos prejuicios sobre un orden natural, la de repensar las nociones acústicas más recientes, la de examinar los problemas planteados por la electroacústica y pos las técnicas electrónicas […]. Muchos puntos están todavía oscuros, muchos deseos permanecen sin realización, muchas necesidades no encuentran su formulación. Pero es imposible no comprobar que las exigencias de la música actual van a la par con algunas corrientes de la matemática o la filosofía contemporánea»8.
En esas estamos.
NOTAS
*El título es una adaptación libre del texto que Boulez escribió con motivo del fallecimiento de Adorno en Melos, en 1969, titulado «Al margen de la, de una, desaparición».
1. Boulez, P., «Proposiciones», en Hacia una estética musical, Venezuela, Monte Avila, 1990, p. 72.
2. Boulez, P., «Eventualmente», en Op. cit., p. 176 y Puntos de referencia, Barcelona Gedisa, 1984, p. 66.
3.Boulez, P., «Búsquedas actuales», en Hacia una estética musical, Op. cit., 1990, p. 29.
4. Boulez, P., «Alea», en Hacia una estética musical,, Op. cit., p. 49.
5. Ibídem, p. 52.
6. Boulez, P., Puntos de referencia, Op. cit., p. 102
7. Boulez, P., «Sonido y palabra», en Hacia una estética musical,, Op. cit., p. 58.
8. Boulez, P., «Cerca y a lo lejos», en Hacia una estética musical,, Op. cit., p. 179.
por Cultural Resuena | Dic 20, 2015 | Críticas, Música |
«Moriré sin venganza, pero muero.
Así, aún me agrada descender a las sombras. ¡Que los ojos del dárdano cruel
desde alta mar se embeban de estas llamas y se lleve en el alma
el presagio de mi muerte!»
Virgilio, Eneida IV
Es innegable la conexión entre el discurso barroco y la exuberancia; esa espiral de chiaroscuros danzantes. Con la mirada vuelta hacia el norte de África; Anna Prohaska e Il Giardino Armonico proponen una travesía exótica al corazón de la ópera barroca. El resultado es la urdimbre de African Queens, un programa inteligentemente diseñado para entrelazar musicalmente poco menos de dos siglos y cuyo doble hilo conductor son las figuras míticas de las “African Queens”: Dido y Cleopatra.
Poder, seducción, elegancia y feminidad son las palabras claves para comprender la interpretación de la joven soprano austríaca. Prohaska deleita con una rendición balanceada y consciente, sus recursos vocales son empleados con suma inteligencia para lograr retratos diferenciados de las reinas; una Didone de Cavalli se contrapone a la Dido de Purcell, una Cleopatra de Hasse observa a su doble handeliana; ambas con un sino doloroso empero caracterizadas por medio de un discurso musical antípoda. Así mismo, el conocimiento estilístico de Giovanni Antonini y sin duda la excelencia de Il Giardino Armonico, recrean la atmósfera idónea para ésta travesía barroca.
El viaje comienza con la Obertura de Dido & Aeneas de Herry Purcell en conexión con el aria Ah Belinda, I’m pressed with torment, donde se destaca una elegante elección para el desarrollo del basso continuo y una impecable ejecución y dicción por parte de Prohaska. Durante los aproximados 45 minutos que conforman la primera sección, se entrelazan eclécticamente las arias de Antonio Sartorio y Daniele da Castrovillari (autores de la escuela veneciana del seicento), la interesante Dido, Königin von Karthago de Christoph Graupner y los genios ingleses Henry Purcell y Matthew Locke. De este último cabe destacar la selección instrumental de The tempest (música incidental para la obra homónima de William Shakespeare); Gallard, Lilk y Curtain Tune son ejecutadas con madurez y conocimiento estilístico, sus disonancias deleitan tanto en conflicto como en resolución. Por su parte Sartori y da Castrovillari introducen un nuevo personaje al entramado del programa: la reina Cleopatra. Mientras que Sartorio la describe sensualmente a través Quando voglio, un aria rítmica y lúdica; da Castrovillari la viste de severidad real en el lamento A Dio regni, a Dio scettri.
Es necesario hacer un paréntesis ante la obra de Christoph Graupner. No es de extrañar el uso intercalado de idiomas entre aria, recitativo o coros (ya sea alemán, italiano o francés) en los inicios de la ópera de Hamburgo (un buen ejemplo el Orpheus o La maravillosa constancia del Amor de G.P. Telemann). Este eclecticismo verbal se observa en la Dido, Königin von Karthago de Graupner que sin duda le otorga un carácter doblemente exuberante; el exotismo africano aunado al despliegue de afectos barrocos a través de diversas lenguas.
La complejidad de la segunda parte no recae únicamente en el virtuosismo vocal e instrumental, sino en su congruente estructura y conexión entre las obras. Se inaugura con el concerto grosso en Do menor, op. 6 núm. 8 de G.F. Händel, cuyo movimiento cuarto cita musicalmente al aria Piangeró la sorte mia. He ahí una prolepsis de la selección vocal, un ir y venir entre los fuegos artificiales de Hasse y Händel, siendo ejemplos de un barroco maduro. Entre cambios de programa (Sonata quinta a quattro de Castello en Re) y una retrospectiva a la seconda practtica con la Didone de Cavalli, el programa cierra con una increíble conexión entre la Passacaglia de Luggi Rossi y una última selección de Dido y Aeneas: Oft she visits y Thy hand, Belinda… When I am laid. “African Queens” ha comenzado con la obra de Purcell y cíclicamente termina su viaje por un exotismo barroco. Como bis, Prohaska y Antonini regalan otro memento de Purcell y encore un fois la prometida y citada aria: Piangeró la sorte mia.
En tiempos de propuestas programáticas es agradable toparse con un programa inteligente, desafiante sin abordar lo pretencioso. Una vez más Giovani Antonini e Il Giardino Armonico demuestran su excelencia y gran conocimiento entorno a la música vocal. Por otro lado, Prohaska ofrece una fresca visión vocal: elegante, inteligente y dispuesta a explorar repertorios desafiantes y poco explotados. La travesía ha terminado, en el silencio descansan las reinas.
Por Denise Reynoard