por Marina Hervas Munoz | Abr 23, 2015 | Críticas, Música |
En un abril con muchas propuestas musicales en Sabadell –tanto dentro como fuera de las salas de concierto- la convocatoria de este mes de Joventuts Musicals se ha saldado con otro éxito. Dos jóvenes lumbreras como Fernando Arias y Luis del Valle demostraron una progresión y una calidad artística en un programa variado, de raíces románticas y propicio a las efusiones líricas de amplio vuelo.
El atento Luis del Valle secundaba con la seguridad de quien domina el teclado con gesto acaparador y sutil a voluntad, y que se sabe garantía de respaldo. De esta manera Fernando Arias extraía un sonido rico y homogéneo, con mucho vibrato, idóneo para un repertorio que explota la preeminencia del violoncelo con grandes meandros melódicos como el Adagio y el Allegro para violoncelo y piano de Schumann, la Introducción y polaca brillante de Chopin y los pasajes más tensos y exhalantes de la Sonata en re menor de Shostakóvich. Es fácil presuponer que uno de sus referentes es Rostropóvich, a la vez que, escuchados algunos de los preludios de Scriabin por el pianista, Luis del Valle se revela como un intérprete de ascendencia beethoviana, lisztiana y de Prokófiev.
Ahora bien, la intensidad y la pureza buscados por Arias a veces presentaban cierta falta idiomática en obras exigentes como la de Shostakóvich. En parte por una homogeneidad expresiva que contrastaba poco el “melos” de raíz tchaikovskiana con la acidez y la opresión propias del compositor, por mucho que técnica y rítmicamente los resultados fuesen meritorios. La ironía en música, tan abstracta como imprecisa, ha de rebasar los márgenes de la ambigüedad.
La adaptación del lied “Que descansen en paz todas las almas” de Schubert cerró una sesión aplaudida por un público satisfecho por el carácter, la vehemencia y la intensidad de los intérpretes. Unos trazos presentes en la Suite de Cassadó, bien enfocada por Arias como soliloquio y con precisos sonidos aflautados en la cuerda aguda en el Preludio-Fantasía iniciales y “rasqueados” en el último movimiento.
Por cierto, ¿hay que recordar que el toser, los caramelos y los móviles que se caen al suelo provocan molestias a los otros asistentes y a los músicos que, por encima de todo, están trabajando y merecen el máximo respeto?
Programa:
Obras de Cassadó, Scriabin, Schumann, Shostakóvich, Chopin.
Fernando Arias, violoncelo. Luis del Valle, piano.
Por Albert Ferrer Flamarich
por Marina Hervas Munoz | Abr 21, 2015 | Críticas, Música |
El reto de representar Moses und Aron, una de las grandes obras de A. Schönberg, es al mismo tiempo complicadísimo y apasionante. En Berlín casi se habla más de la escenografía de Berrie Kosky que de todo lo demás. Y es que presentó un trabajo al principio poco convincente. Antes de iniciarse la escena, se proyecta sobre una tela negra un fragmento del texto de Esperando a Godot, de Beckett, lo cual es una declaración de intenciones por parte Kosky
«ESTRAGÓN: Siempre encontramos alguna cosa que nos
produce la sensación de existir, ¿no es cierto, Didi?
VLADIMIR (impaciente): Claro que sí, claro que sí, somos
magos».
Sin duda, Moisés y Aron (Schönberg decidió eliminar la segunda «a» de Aarón porque si no el título original tendría 13 letras, y él era altamente supersticioso) son ellos dos, Vladimir y Estragón. Una idea atrevida y muy rica para trabajar todos los recovecos de la historia. Es un giro radical del relato, que deja abierta la cuestión de si Kosky estaba buscando, entonces, hacer una crítica radical al momento religioso de la ópera. Moisés representa al intelectual, el teólogo, por así decirlo, el personaje que recibe inmediatamente la palabra de Dios y es así como quiere transmitírsela al pueblo oprimido de Israel, que vive en Egipto bajo el yugo de los faraones. Aron, que representa el momento práctico, lo mediato, le sugiere que deben facilitarle al pueblo ese mensaje. Él hace una de las grandes preguntas que recorren toda la pieza: ¿cómo podemos creer en algo abstracto?. Para Kosky, esta cercanía de Dios al pueblo no es sino mediante la magia, algo que ya apareció desde el principio con los zapatos de Moises, que prenden f Aron se dedica a hacer trucos de magia que hipnotizan a algunos, aunque otros siguen recelosos de ese mensaje divino. Una lectura radical, pues estos trucos no son tal en el libreto original, sino verdaderos milagros. Así que Kosky está traduciendo la verdad simplificada que propone Aron por el engaño y el artificio que es la magia. Con lo cual, cabe la pregunta de si Kosky está viendo en la religión la capacidad de poner, en lo que originalmente sería la palabra de Dios, la palabrería y lo volátil. Esto contradice esencialmente la idea judía de revelación y de inmediatez, que sólo se mantiene intacta en Moisés. Kosky marca la separación de los dos polos, y eso enfatiza el final del primer acto, donde el pueblo rechaza a Moisés pero se convence de las medias verdades de Aron. Pero, si asumimos que Moises es Estragón, Dios no es más que ese convencimiento que nos hace existir. La revelación no es más que desesperación por el sentido de la vida.
El segundo acto también lo enmarca una cita de Esperando a Godot, lo cual confirma toda sospecha, y con Moises haciendo un truco de magia: se introduce un pañuelo blanco con una estrella de David azul en la mano. Al sacar el pañuelo, la estrella ha desaparecido. Y lo vuelve a hacer varias veces, haciendo así aparecer y desaparecer la estrella. Bien podría interpretarse este acto simbólico como la pregunta de si lo que ocurre en el escenario es sólo una cuestión judía o, en general, un problema del fundamento de cualquier religión. La aparición del becerro de oro fue uno de los momentos de más belleza de la puesta en escena. Con la luz de una cámara de cine antigua, cuya manivela es movida por Freud, Marx y ¿Schönberg mismo? (algunos críticos apuntan que es Mahler, maestro de Schönberg) aparece una bailarina dorada, que guía al pueblo a la idolatría, a la «adoración de la carne», el cual está desesperado por la tardanza de Moisés en el monte Sinaí. Una danza bellísima, que termina con tres bailarines más que se le unen y, más adelante, con una mujer anciana, con el pecho caído, desnuda, que viste los despojos del becerro de oro y mira al público con la boca abierta pero sin decir nada durante un tiempo que se hace eterno.
La unión de otros judíos que dan cuerda a la cámara cinematográfica, la propia introducción del cine como elemento histórico del engaño y el baile son elementos altamente simbólicos. A mí me sugirió, dado el escenario que se mantuvo toda la pieza, muy similar a una suerte de sala de proyección o a una suerte de sala de operaciones, que Kosky quería trabajar con el adentro y el afuera, con la ilusión que mantenemos en nuestra existencia de tener nuestro espacio; el cual, en realidad, es el espacio que nos dejan tener.
Quizá la escenografía fue, precisamente, lo más deficiente de la puesta en escena. Parecía demasiado sobria, demasiado vacía. Luego ese vacío se convirtió en todo lo contrario, en una claustrofobia absoluta, un horror vacui de manual con la aparición del coro. El contraste era muy interesante, pero los polos fueron demasiado extremos, especialmente al principio, en la revelación de Moisés. A nivel musical, el coro fue ejemplar, algo fundamental, ya que la obra, si es algo, es expresión de lo comunitario, trabajo del pueblo, relación de lo social con las imposiciones, las ideologías y las creencias. Es lo político, en el sentido del demos griego. La precisión, los matices, el gusto, la comprensión de la obra: todo fue excelente, y lo potenció una coreografía milimétrica, acelerada, radical: todo un año de ensayos, según me contaron algunos de sus miembros. Se mezclan en el escenario judíos vestidos al modo tradicional y con ropa actual, lo cual nos permite introducir la continuidad en el relato koskyano. Vimos a un Moisés (Richard Haywaks) que hizo un Sprachgesang con una voz rota de gran calidad e impostación de calidad, pero en muy baja forma física. Su postura, con los hombros caídos, las dificultades para moverse y los problemas respiratorios fueron evidentes en su teatralización, totalmente absorbida por Aron, que fue imponente. Hubo algunos errores de coordinación, debido a que John Daszak tuvo que incorporarse a última hora por enfermedad de David Cavellius. Aún así, y aunque vocalmente le faltaba todavía un plus, fue muy convincente teatralmente, demostró cómo un artista ha de adaptarse a todo y trabajar rápido y con calidad. Su voz fue especialmente interesante en las dinámicas medias. Jens Larsens, que hacía el rol del sacerdote, muchas veces brilló más que los protagonistas. El error no está en él, claro, sino en la descompensación vocal de aquéllos. Y, a la batuta, estaba Wladimir Jurowski, que hizo un excelente trabajo, en términos generales, con esta partitura que es complejísima. No obstante, echamos de menos más pianos como los que Berg supo musicar en el III movimiento de su Suite lírica: es decir, pianos introspectivos, de la nada, a la altura de la música que escribió Schönberg.
Creo que marca de que una obra es buena es que siempre deja preguntas sin contestar y, si se alcanza una respuesta, aparece una nueva. Esto ya sabía que pasaba con Schönberg (
aquí tienen el enlace a una tesis doctoral excelente sobre la pieza), pero intuyo que Kosky ha acertado en muchas cosas: su escenografía aún me deja muchos enigmas y me da la sensación de que ha revisitado muy dignamente este monumento musical del siglo XX.
Choreografía del becerro de oro
Solistas del coro de la Komische Oper y el Vocalconsort Berlin
Mujer joven/ primera mujer desnuda
Una enferma/tercera mujer desnuda
por Marina Hervas Munoz | Abr 21, 2015 | Críticas, Música |
Quizá es que estoy cansada de que siempre se repitan una y otra vez los mismos programas, quizá es que el repertorio tiene que tocarse de una manera extraordinaria para que cuente cosas nuevas. El caso es que me sobró Mozart y Haydn, aunque por dos diferentes razones. El Mozart fue soso, simplemente correcto. Estos stars que tocan hoy aquí y mañana en la otra punta del mundo es imposible que tengan tiempo de pensar las obras como merecen. Las ideas estaban claras, estuvo bien tocado (en el sentido de que se entendían las líneas de tensión y de construcción), pero no había ese plus que la partitura mozartiana puede ofrecer. El cansancio, quizá, la dinámica de tocar hoy el Mozart n. 12 y mañana el Beethoven n.3 y pasado el Grieg, como si la música fuera una suerte de mercado donde se pueden elegir los hits que exige el cíclico cambio de programa acorde con los gustos de cada institución. El Haydn sobró porque la obra de Say, de la que hablaremos a continuación, al eclipsó. Queridxs programadorxs: ¡ojo! la música dice cosas, tiene un sentido. No se puede poner, simplemente, dos obras juntas porque hay que llenar un horario. Las obras tienen que dialogar entre ellas. El paso de una atmósfera a otra fue casi insultante para ambos compositores. Un sinsentido que dejó al público con un sabor agridulce.
El Idilio de Siegfried, una obra de juventud, ayudó a resaltar las cualidades musicales de la Orpheus, que demostró que determinados repertorios (con un número concreto de músicos) pueden funcionar extraordinariamente bien sin director. Así hicieron todo el concierto y fue ejemplar. Su conexión, el trabajo conjunto de pensar la obra era evidente. Se podía seguir auditivamente la construcción de las obras, especialmente en el Wagner, donde fueron delicadísimos. Supieron mantener la tensión en una obra que tiene el defecto de que se puede caer muy fácilmente, porque los motivos son sencillos y aparecen numerosas veces. Si se tocan sin más, se desmorona la construcción.Desde luego, lo mejor, fue la forma de dialogar entre el conjunto de cuerdas y el viento. Las dinámicas y el color fue excelente. Especialmente logrado fue el sonido de la oboísta.
La obra de Fazil Say volvió a confirmar algo que llevo pensado varios años: que se está volviendo mejor compositor que pianista. Con esto no quiero decir que sea mal pianista, ni mucho menos. Pero su talento está en la composición, donde demuestra una y otra vez que sus ideas son riquísimas y sabe hace hablar a los instrumentos de esa mezcla que es su propia vida. En la obra escuchamos un trozo de toda la tradición musical, también la más contemporánea. La composición jugaba con la unión entre efectos sonoros (como glissandi y sul tasto), que eran una suerte de marco, y la unión entre melodías que toma de la tradición turca y romántica europea. Una obra que sabe a Istambul, a esa ciudad entre dos continentes, entre varias religiones, varias culturas, un idioma que bebe de casi todos los arcaicos; que huele al gran bazar, donde aparecen las especias de todos los colores y se juntan los tapices y alfombras tradicionales con las camisetas de los equipos de fútbol. Musicalmente, como Say sabe para qué músicos trabaja, se aprecia la construcción de cámara, si se puede decir así. Si duda, fue lo mejor del concierto, aunque Say se hizo un flaco favor a sí mismo al haber escogido el Mozart y al hacer una interpretación del mismo tan por encima, tan de puntillas. La orquesta, un diez. Demostraron muchas cosas: que no hace falta un gran número de músicos para alcanzar un buen sonido, que no hace falta (siempre) un director, que la música de cámara tiene que existir siempre, con cualquier repertorio, que todas las voces hablan.
FICHA TÉCNICA
ORPHEUS CHAMBER ORCHESTRA
FAZIL SAY Piano
Richard Wagner
«Siegfried-Idyll»
Wolfgang Amadeus Mozart
Konzert für Klavier und Orchester A-Dur KV 414
Fazil Say
Chamber Symphony op. 62 (Composición de encargo de la Orpheus Chamber Orchestra)
Joseph Haydn
Sinfonie Nr. 80 d-Moll Hob I:80
por Marina Hervás
por Cultural Resuena | Abr 20, 2015 | Críticas, Música |
l pasado 16 de abril tuvimos la oportunidad de escuchar al Gringolts Quartet en la sala 2 del Auditori de Barcelona (véase el programa más abajo). El Gringolts Quartet es el resultado de la conjunción de cuatro músicos excelentes con una biografía artística muy rica y diversificada. Los cuatro han hecho carrera como solistas, en el ámbito de la música de cámara y dentro de la orquesta sinfónica.
A pesar de ello, y debido al rol que cada uno desempeña dentro de dicha agrupación, podemos vislumbrar en qué campo encuentran sus aptitudes más marcadas.
En el caso de Ilya Gringolts, queda patente su carrera como solista y quizá este sea uno de los motivos por los cuales dicho cuarteto lleve su nombre. Pareciera en ocasiones que es un virtuoso acompañado de un grupo de cámara. Aun así, ha sabido escoger bien a sus compañeros y el hecho de interpretar la voz de violín I no hace desagradable su interpretación destacada en relación al grupo.
En contraposición tenemos a Anahit Kurtikyan, cuya experiencia orquestal liderando sección de violines II en la Zurich Opera Orchestra, hacen de ella un componente maleable tanto en sonido, fraseo y timbre, y sorprende su capacidad de adaptabilidad y reacción inmediata a la eventualidad musical.
La violista Silvia Simionescu apasiona por su sonido dulce y con un carácter muy definido a nivel interpretativo; y parece por su comportamiento en relación al grupo, ser el componente más acostumbrado y que sabe entender a la perfección lo que es ser un músico de cámara en el sentido más amplio del término.
Por último el violoncellista Claudius Herrmann, desempeña un papel quizá algo más tímido en sonido pero correcto e impecable en la ejecución.
¿Qué puede decirse de Jonathan Brown y Arnau Tomás? El sonido personal y rico en timbres de ambos denotan una vida consagrada a la música de cámara con uno de los mejores cuartetos del mundo. Su intervención en la última pieza hacen de la pareja de violas algo espectacular. La sección de cellos por el contrario parecía no haber pactado una coherencia completa a nivel de balance. Aún así, la adaptabilidad de Arnau Tomás llevó a buen término el desarrollo de la pieza.
El Cuarteto en Fa Mayor de Maurice Ravel es un claro ejemplo de la formación académica del compositor en estructura y tratamiento de la temática de una manera escolástica. Pero siempre sin renunciar a unas melodías cargadas de sensibilidad.
El primer movimiento brilla por sus texturas bien conseguidas y la melodía que siempre destaca en relación a las voces internas empastadas que logran sonar como un solo instrumento. En cuanto al fraseo del violín I se agradece la capacidad de ligar sin portar, que encaja perfectamente con el estilo.
Cita el programa de concierto»l’ Scherzo, d’ inequívoca inspiració espanyola». Desde mi punto de vista no queda clara esta relación. Podría relacionarse con el palo de fandango, pero el reparto de acentos y el patrón métrico no coinciden con dicha estructura.
Limitándonos al concierto, lo más agradable de este movimiento fue la decisión de los músicos de interpretar los pizzicati sull tasto, indicación que no aparece en la partitura pero es de una inteligencia sublime a nivel de color, fraseo, timbre, dinámica y textura.
El violín I siempre se mantuvo en un primer plano, con un vibrato muy expresivo. La viola explota el color y una delicadeza muy personal y el cello siempre claro y elegante.
En general la precisión rítmica es lo fundamental de este movimiento, característica que los Gringolts logran de una forma natural.
El tercer movimiento, quizá el más narrativo de los tres, llama la atención por su creación de atmósferas y su mayor utilización del vibrato que encaja con el estilo. Especial mención a C. Herrmann que cierra este capítulo de una forma exquisita.
El cuarto movimiento es un broche perfecto en esta pieza magistral con remembranzas al primer movimiento donde la precisión rítmica, la articulación precisa, el buen uso de las texturas y los accellerandos siempre progresivos en velocidad y dinámica, dejan patente el estilo de Ravel que conforma un puzzle lleno de piezas cuya única finalidad es encajar unas con otras (recordemos su obsesión por los juguetes de engranajes).
Sobre la interpretación del Cuarteto op. 20 nº 5 de Haydn es de admirar la fantástica comunicación entre los dos violinistas del cuarteto. A pesar de que el I. Gringolts tiene un sonido incisivo y en ocasiones poco articulado (para este estilo y sólo en el registro agudo). La asombrosa maleabilidad de A. Kurtikyan jugando con las contramelodías y la perfecta proporción dinámica, convierten a esta pareja en algo sublime.
Asimismo, las pausas y respiraciones entre motivos temáticos están fantásticamente conseguidas.
Para cerrar el concierto interpretan junto a J. Brown y A. Tomàs el Souvenir de Florence op.70 de Tchaikovsky.
En general I. Gringolts continúa en su línea de voz principal con un vibrato quizá demasiado explotado y con presencia; A. Kurtikyan pendiente de todo y reaccionando ante cualquier eventualidad; la pareja de violas, aunque con su sonido diferenciado y propio, forman un equipo sólido y preciso y como ya se mencionó al principio la pareja de cellos quizá tenga una línea de bajo demasiado presente aunque impecable musicalmente interpretada por A. Tomás, mientras que C. Herrmann es preciso y con un sonido elegante aunque en ocasiones demasiado tímido.
Cabe valorar la velocidad y dinámica proporcionadas durante toda la obra. Los períodos corales muy bien logrados de empaste en el segundo movimiento. Preciosos finales de empaste y color en los finales de sección y en los intercambios de voces instrumentales. Y finalmente en el último movimiento el color étnico del comienzo interpretado por I. Gringolts, la articulación de la línea de bajo y la intervención de J. Brown.
Programa
- Cuarteto en Fa M- M. Ravel
– Allegro Moderato
– Assez Vif, tres rythmé
– Très Lent
– Vif et Agité
- Cuarteto nº 5 en Fa m op. 20
– Allegro Moderato
– Menuetto
– Adagio
– Finale. Fugue a due Soggetti
- Souvenir de Florence op. 70
– Allegro con Spirito
– Adagio Cantabile e con moto
– Allegreto Moderato
– Allegro con brio e Vivace
Por Helena Garreta Suárez
por Marina Hervás Muñoz | Abr 15, 2015 | Artículos, Críticas, Música |
Las mónadas no tienen ventanas, como nos recuerda Leibniz, el filósofo barroco. Y, además, atrapan en sí el mundo entero. Sin ventanas es la sala de conciertos (la sala industrial del Radialsystem) o, al menos, sus ventanas viejas, que fueron cegadas para alcanzar la oscuridad, que poco a poco se iluminaba con linternas. Su luz se descomponía a través de prismas y cristal de colores. En ese ambiente crepuscular, aparecen primero de forma tímida, titubeante, aunque cada vez más nítida: sonidos. Del conjunto del cembalo, de las cuerdas, que paladeaban aquella semioscuridad, resonando entre aquellas paredes quasi abaldosadas. El eco se tropezaba con el poliestireno, recorriendo los muros bruñidos, produciendo un ruido que bien podría ser un mero chirrido o una completa estridencia pero que, de realidad, es resonido, resonancia, y una respuesta.
Cuanto más escueta era la luz, más exactamente brillaban aquellos sonidos. No sólo aumentaba su multiplicidad, producido por el creciente número de instrumentos, sino que iban penetrando al oído cada vez de forma más precisa. El oído está todavía más desamparado que el ojo, que se puede [al menos] acostumbrar a la oscuridad. Lo que penetra al oído es, particularmente, la lucha resistente de sonidos que se filtraban en aquella habitación sin ventanas, golpeando, arrastrando, restregando, la exigencia de la conciencia. Son originarios de un tiempo lejano -¿realmente provienen de un tiempo lejano?
Reconozcámoslo: los sonidos son extraños en el aquí y el ahora. En realidad no son ellos los extranjeros: mucho más rara es la habitación, el tiempo, el estado de la conciencia en los que caen. [Estos elementos] se comportan a la inversa de la experiencia, la cual procura un paseo a través de las calles barrocas y [sus] arquitecturas: [recreando] el asombro que suponían esas construcciones más bien ostentosas y, de algún modo, demasiado contemporáneas como figuras contrahechas del bienestar, la fuerza y la posición – de alguna forma tranquilizadora e irrisoria al mismo tiempo. Por el contrario, los sonidos, que se unían en reconocibles composiciones de música antigua, pasan revista al mismo tiempo divertidos y casi un tanto compasivos al público (nosotros, yo), que está sorprendidos de que aquellos oídos sepan captar alguna cosa. El espacio, el tiempo, en los que caen, tienen algo de enigmático y de improbable: ¿no se forma [acaso] la música burguesa para emancipar a todo ser humano, no se escapan los sonidos y tonos de la aristocracia para alcanzar cada alma humana –incluyendo la última en el más solitario y deplorable patio de atrás-, para ennoblecer y para liberarnos de la miseria? ¿Qué ha devenido de esta promesa?
A pesar o debido a este asombro, a esta duda, se despliega la elegancia los sonidos del cembalo y del cello, de la viola y del violín, de los fragmentos de poliestireno, totalmente independiente de si resultan de unas reglas del juego previamente dadas o de una ortodoxia inesperada. Es más: la insistencia de los sonidos de aquella música antigua de ser cada uno una única voz, luchaba contra la cosa misma –aquí fue, [sin embargo,] consecuente: grandioso, como el surgimiento de un coro en las sonatas para cello de Bach para instrumento solo, incluso cuatro coros, que cantaban hacia todos los puntos cardinales. Y, realmente, los sonidos antiguos y los nuevos cantan, o más bien hablan –aún sin palabras, y tienen mucho más que decir que aquellos embelesados, encaprichados, mudos (el público, yo). Así encuentra esta música, que no es ni antigua ni nueva, un refugio en esa habitación sobria– lo sobrio dura desde hace mucho, ya que las posibilidades disponibles fueron desperdiciadas, las promesas fueron incumplidas – asilo, al menos, por un poco de tiempo.
Tiempo, que en la composición 4 Rooms (for/four Rooms – por/cuatro habitaciones) se transforma repentinamente en por-cuatro tiempos que son algo completamente diferente al tiempo ordinario estipulado: el primero es pasado o recuerdo, cuya música puede tener varios siglos de antigüedad; el tercero es el futuro o la espera, que se dirige hacia adelante, avanzará eternamente y cumplirá sus promesas. El segundo es evidentemente el presente, aquí y ahora, donde la música suena, para perderse al mismo tiempo que aparece. El cuarto es, sin embargo, el tiempo atemporal, su detención, nunc stans, la interrupción sin entumecimiento, ya que lo temporal se desarrolla de manera infinita en el espacio (él mismo descompuesto) expandiéndose hacia dentro de forma imprevisible y sinuosa: y en algunos –pocos- momentos de éxito, que son más un suspenso que una parálisis, como lo que pasa cuando se cierran los ojos, y es aquí donde se consigue: la música.
Igual que un trenzado fino de inmunerables hilos frágiles y fuertes al mismo tiempo se tensan las voces de cuerdas y arcos, de la nostalgia, de atriles y los cuerpos de los instrumentos en cada uno de sus registros a través del espacio, el transcurrir y el tiempo atrapan cuidadosamente a una araña en su red de nylon. Sin palabras cantan los coros de todas las tribunas, sin palabras canta un coro de una sola voz, que se dibujan el uno al otro. Como sólo puede ser en un ensamble de solistas (los cuatro solistas son, en el mejor sentido, stars arriesgadas cuando se trata de la música y no tanto de gestos virtuosos).
Al principio los sonidos y las notas bajo la luz de las linternas en esa suerte de sala de cámara industrial penetraban distanciadamente, será apreciable algún día antiguo para oídos taponados : la diferencia interna o, mejor dicho, más interna de una música que es mucho más que la suma de voces.
Tomando cada uno de los pasos de su transcurso por separado se abre una anatomía sonora, igual que en el brazo disecado de la pintura de Rembrandt, diseccionada meticulosamente, inspeccionada de manera prometedora. Consonancias superponen y rompen, contrariamente [a lo esperado], el sonido. No son disonantes debido al asco, tampoco al escalofrío o al espanto. Si no porque los sonidos individuales así lo quieren, y este comportamiento intransigente y profundamente deseoso de libertad es –sencillamente- conmovedor.
La resonancias de precisamente aquellos movimientos musicales alcanzaba al oído en lo más profundo, la puñalada del pizzicato se introducía a través del tímpano en regiones recónditas olvidadas de la conciencia, provoca un retumbar profundo
Sensi! Lo he reconocido y lo he sentido: ella, la música sin palabras nos recuerda que no se pierda el lenguaje. Cuanta fuerza va a costar todavía poder dar palabras suficientes a la constante fragmentación de cualquier pensamiento terminado. Eco, resonando en el oído de Narciso petrificado, para el conocimiento posterior significa hundimiento, y así terminó el concierto –¿duró sólo algunos segundos o una eternidad muy dichosa? – ¿se ha desintegrado todo esto en los acordes finales, o no?
Texto original en alemán de Martin Mettin,
Phd y profesor asistente en la Universidad Carl von Ossietzky
de Oldenburg, Alemania
Traducción de Marina Hervás Muñoz