por Marina Hervás Muñoz | Feb 3, 2016 | Críticas, Música |
Foto: Salome © 2016, Monika Rittershaus
Aunque las decepciones siempre son mayores cuando se tienen grandes expectativas sobre un evento -como era mi caso el pasado 29 de enero-, la propuesta de la Deutsche Oper es difícilmente salvable, incluso para los menos entusiastas. Ya algo pintaba mal. La Salomé habitual, Catherine Naglestad, que estaba resfriada, fue sustituida en una esquina con un atril por Allison Oakes en la voz y en la actuación por la coreógrafa de la producción Sommer Ulrickson. Bueno, son cosas que pasan, murmuraban los asistentes a mi alrededor.
Lo que no son cosas que pasan es una mala escenografía y una mala puesta en escena. ¿Qué te ha pasado, Claus Guth? Él, que es uno de los escenógrafos más aclamados y que ha hecho numerosos montajes muy alabados por la crítica, consideró que la interpretación más apropiada de Salomé de Strauss, esta obra que cambió el siglo XX, era destacar un lado naïv del todo inexistente en la partitura y en la historia. Salomé cuenta con un libreto basado en la obra homónima de Oscar Wilde tras la traducción de Hedwig Lachmann. Que Strauss prefiriera la versión de Wilde y no la tradicional bíblica, ya indica muchas cosas. En el texto original, Juan el bautista rechaza el matrimonio entre Herodes y Herodías, ya que ella es una mujer divorciada. Salomé consigue la muerte de Juan después de danzar para su padre, que le concede por tan bello baile lo que quiera: ella le pide la cabeza del Bautista en una bandeja de plata. Wilde aprovecha el momento de dudosa moralidad en el que Salomé baila para su padre para dar un giro al su personaje. En su historia, Salomé no quiere la cabeza de Juan para restaurar, por así decir, la honra de su madre; sino porque quiere poseer a Juan, porque lo desea de manera obsesiva (yo rechazo las interpretaciones que hablan de Salomé como una mujer enamorada. Desde mi lectura, Wilde quería jugar con los extremos de las pasiones sexuales). Pues bien, una vez sabiendo esto, podemos esperar que la escenografía evidencie este giro, que juegue con la sexualidad en los límites de los tabúes sociales que escribió Wilde. Esto no sólo no pasó, sino que fue mucho peor. La escenografía estaba basada en una tienda de trajes de caballero, para poder jugar con el paralelismo de una evidencia demasiado inmediata entre la cabeza de Juan y la de los maniquíes. Salomé, en lugar de mostrarse como una mujer que es capaz de destruir a un hombre para poseerlo, es decir, una mujer en los extremos de lo permisible y de la cordura, de lo «normal»; era retratada como una suerte de adolescente que era seguida por seis niñas, que trataban de crear la ilusión de una Salomé desplegada en sus edades. De esta forma, la danza de los siete velos, una de las partes más esperadas de la ópera y que es, quizá, como el así llamada ‘aria de la locura’ de Lucia de Lammermoor, uno de los momentos donde la tensión acumulada durante la pieza debe explotar, se convirtió en una especie de festival infantil en la que las seis niñitas danzaban como en la fiesta de final de curso. La única explicación posible es una suerte de lectura de psicoanalista barata, en la que se pretende centrar la historia en la relación niña-padre. Quién sabe. No hubo nada de los simbolismos evidentes en el texto con la luna, por ejemplo, donde se muestran las contradicciones del personaje (según Yvonne Gebauer, en las notas al programa, la luna aparecía como la luz inicial, que era «lunar». Que baje Wilde y lo vea). Según apunta P. Dierkes-Thrun, la luna representa la virginidad, «la que nunca se ha abandona a los hombres, como otras diosas» pero, al mismo tiempo, la personalidad cambiante, en la que se torna Salomé para querer matar a aquél que desea -parafraseando al propio Wilde-. Nada fueron capaces de aportar la conversión de los personajes en maniquíes, que eran movidos en algunas ocasiones por unos técnicos vestidos de negro y otras veces volvían a la vida por arte de magia. ¿Qué aporta a la historia el espacio de los trajes, con los escaparates de las corbatas y las chaquetas colgadas por orden cromático? ¿Porqué uno de los momentos más escabrosos de la obra, donde en el texto se explica cómo Salomé besa la cabeza decapitada de Juan, sucedió de tal manera que Salomé no lo besó?Son tantos y tantos los problemas, y tantas las injusticias cometidas contra Strauss y Wilde que será mejor dejar el asunto de la escenografía aquí.
Entonces quizá alguien me pueda decir que esperan que al menos la música y la actuación haya sido buena. Tampoco. No seré injusta: la orquesta de la Deutsche Oper estuvo a la altura de las circunstancias y los cantantes dieron la talla: fue todo muy correcto y desabrido hasta mitad de la ópera, donde por fin aquello comenzó a coger fuerza musical. Especialmente brillante fue la danza de los siete velos. Esta interpretación puso en evidencia al resto y demostró que podían haber tocado mucho mejor el resto de la pieza. Herdoes, en voz de Burkhard Ulrich tuvo momentos muy buenos y otros sobreactuados, que ponían en evidencia más problemas de coreografía y comprensión de la obra que vocales. Jeanne-Michèle Charbonnet, en el papel de Herodías, tuvo problemas vocales serios en los agudos y en la calidad tímbrica. Sólo mejoró tímidamente al final de la danza de los siete velos, en el momento en el que anima a Salomé en que no ceje en pedir la cabeza del Bautista. Michael Volle, fue un sobrio Juan, lo que apoya la interpretación de la pieza en clave psicoanalítica, donde el peso está en la relación niña-padre y no, como en realidad parece que quería Wilde, entre Salomé y Juan. Allison Oakes salvó una Salomé bastante aceptable, algo admirable dadas las circunstancias. Salvo algunos momentos en los graves que prácticamente se volvían audibles por la dinámica mal escogida de la orquesta, teatralmente estuvo muy convincente en la esquina en la que la habían situado. Lo que es inadmisible es la actuación de Sommer Ulrickson, que además es la coreógrafa (por eso quizá se entienden algunas cosas). Fue una Salomé insípida, en una pose permanente que la mantenía ajena a todo lo que pasaba en el escenario.
Los sonoros abucheos tras el último acorde me dieron la razón de todo lo que he intentado explicar. En cierto modo, los allí presentes vimos una tremenda profanación de una de las piezas claves del siglo XX. Una verdadera lástima.
por Elio Ronco Bonvehí | Nov 18, 2015 | Críticas, Música |
La nueva producción de la ópera de Berlioz, que contaba solo con 3 funciones en los anales del teatro, cosechó un éxito incuestionable, logrando llenar la sala cada día con un público que salió entusiasmado por la gran calidad artística de la propuesta. Es evidente que el reclamo de la dirección de escena de Terry Gilliam contribuyó en gran medida al éxito, atrayendo público nuevo deseoso de experimentar en directo la desbordante imaginación del cómico y cineasta americano. Los responsables de marketing del Liceu explotaron al máximo su nombre, llegando a límites vergonzosos: el nombre de Berlioz desapareció de algunos carteles cediendo el protagonismo al director de escena o incluso al famoso grupo cómico Monty Python, al que Gilliam perteneció pero que nada tuvo que ver con la producción. El propio Gilliam se burló de la estrategia promocional en su cuenta de Facebook colgando una foto de uno de los carteles mas indignos que se han podido ver estos días: no solo están ausentes los nombres del compositor, director musical y reparto; el nombre de Gilliam queda en segundo plano frente al de su antiguo grupo, que aparece incluso más grande que el propio título de la ópera, relegado a un rincón. Esto roza la publicidad engañosa, puesto que más de un asistente esperará en vano los célebres gags del grupo inglés. (más…)
por Elio Ronco Bonvehí | Oct 18, 2015 | Críticas, Música |
La inauguración de una temporada debería ser una declaración de intenciones por parte del teatro. Al margen del pobre resultado artístico obtenido, Nabucco no parece la obra ideal para iniciar una temporada. Menos aun cuando el segundo título en cartel es Benvenuto Cellini, de Berlioz, una producción atractiva, tanto por el interés de la obra como por la dirección de escena a cargo de Terry Gilliam. Una lástima que el Liceu no haya aprovechado esta oportunidad de dar relieve a la inauguración con una obra que da prestigio y singularidad a la temporada. (más…)
por Marina Hervás Muñoz | Jun 26, 2015 | Críticas, Música |
Hay algo fantástico que ofrece este festival y de lo que deberían tomar nota programadores para futuros eventos, y es que Infektion ha devuelto a la vida obras semiolvidadas de compositores como Stokhausen, Cage o Feldman; y, además, a precios asequibles (¡incluso eventos gratuitos!). No obstante, en este caso, las buenas intenciones no son suficientes, y la calidad de Europeras 3&4 de John Cage y Originale, de Stokhausen (que ha sido lo que hasta ahora hemos cubierto desde Resuena), ha sido -por decirlo de manera cortés- bastante mejorable. Eso, o yo no he entendido nada, que es bastante probable. En este caso, hablaremos de las piezas de John Cage.
Europeras 3&4 (1990) se grabó por primera vez en 1993 por la Long Beach Opera (California), bajo la batuta del discípulo cagiano Andrew Culver. Estas dos piezas fueron compuestas entre las Europeras 1&2, compuestas para la ópera de Frankfurt y la Europera 4 escrita especialmente para el pianista Yvar Mikhashoff. La idea de Europera 3 es muy sencilla de fondo: seis cantantes cantan sus arias favoritas de Gluck a Puccini (escogidas por ellos mismos), dos pianistas tocan en tiempos determinados de manera aleatoria extractos de ópera y seis djs pinchan (en el lenguaje de hoy) fragmentos de óperas en vinilos de 78 rpm. Todo a la vez. A veces hay flashes de luces. Los silencios se determinan también de manera aleatoria. Como señala J. Prichett aquí, la pieza está pensada como un móvil de Calder: «los elementos formales están dados, pero una vez que la mano del artista los deja sueltos, el viento toma el control y los hace danzar». Son múltiples las reflexiones que propicia la pieza. En primer lugar, el horror vacui, algo muy logrado por en la propuesta de la Staatsoper. La saturación de sonidos, la indescernibilidad. Esto abre una cuestión: ¿realmente es deseable que sea indescernible, que se forme una masa sonora de diferentes eventos? Desde luego, en esto es una obra que supera al oyente: es imposible oírlo todo. Lo normal es que el oyente aficionado a la ópera se instale en aquello que conoce, aparte de que la selección de arias en la versión de la Staatsoper fue bastante recurrente el top ten de highlights. Pero no debe ser, al contrario de lo que sugiere Peter P. Pachl de NMZ online, que el oyente tenga que estar atento a ver qué es lo que puede reconocer, como si aquello fuese una fiesta de sociedad. Ahí pierde su fuerza. Parece que tenemos que aceptar que no hay un tipo de escucha ni una posible interpretación «más» adecuada, como aquello que pedía Adorno, «una intepretación verdadera» que él entendía como una suerte de «radiografía de la obra». Algo que sí parece básico, aunque no sabemos hasta qué punto se exige en la obra, es que los cantantes canten bien. Entiendo la dificultad de cantar cuando suenan muchas otras cosas simultáneamente, pero la afinación y el gusto brilló por su ausencia, lo que hizo merecedores a algunos momentos del calificativo de «genocidio musical». En segundo lugar, vemos cómo, en realidad, John Cage está poniendo sobre la mesa la artificialidad de los popurrís de ópera, que hacen que el resultado sea un batiburrillo desocntextualizado destinado a que se luzca el divo de turno. Esto sigue existiendo, y las galas de éxitos de ópera se coronan siempre con un sold out. Cgae lleva esto al extremo en esta pieza, que se basa en llevar al extremo ese batiburrillo. El problema, y esto tiene que ver con la puesta en escena, fue que se asumió ese momento tan peligroso en el arte contemporáneo del «todo vale», donde es evidente que no se sabe ni porqué ni para qué se hacen las cosas. Por ejemplo: los djs hacían un ruido extraordinario al guardar los vinilos de nuevo, algo totalmente innecesario y prueba del ideológico «total, como todo es un lío sonoro, algo más no importa». Pero sí importa, al menos yo no tolero escuchar cualquier cosa. Los cantantes miraban en un papel dónde tenían que situarse cada vez y el minuto en el que tenían que entrar. Aí va otro ejemplo, en el que me concentraré. Los cantantes tenían un rol, o eso parecían indicar por su ropa y maquillaje. De resto, se dedicaban a pasearse por el taller (Werkstatt) de la Staatsoper sin ton ni son. Una mujer vestida de hombre con la misma gracia y buen hacer que en las fiestas del patrón de un pueblo perdido (Katharina Kammerloher), otra vestida con un vestido de noche como se ven en las tiendas más horteras de los turcos que viven en Berlín (Narine Yeghiyan), una especie de arlequín de una comedia del arte venida a menos (Torsten Süring), una especie de cowboy de paquete apretado y botas, un ¿leñador? (quién sabe) y una chica vestida con un disfraz que -nadie sabe porqué- hacia de loca (Carolin Löffler). En realidad, casi todos tenían que asumir el rol de estar medio pallá. Esto, al principio lo interpreté como si la intención fuese que representasen una suerte de obsesión por su parte, por lo que tenían que cantar. Pero no. O sí. No lo sé. No se entendía nada. ¿Por qué iban con ese atuendo, qué aportaba a la obra? ¿por qué se comportaban de ese modo? Muchas veces prestaba más atención a que la cisne-loca no se cayera encima de mí o, simplemente, se cayera y se partiera la crisma en uno de sus escarceos en el límite de la plataforma que hacía las veces de grada y de escenario. Si, como propone Prichett, la idea es que Europera 3 traiga al escenario el Roaratorio (de ‘roar’ – rugido, trueno, vociferar en inglés) que sugiere James Joyce en su obra Finnegans Wake
Pulsa para ver un ejemplo del texto de Joyce
«What clashes here of wills gen wonts, oystrygods gaggin fishygods! Brékkek Kékkek Kékkek Kékkek! Kóax Kóax Kóax! Ualu Ualu Ualu! Quaouauh! Where the Baddelaries partisans are still out to mathmaster Malachus Micgranes and the Verdons catapelting the camibalistics out of the Whoyteboyce of Hoodie Head. Assiegates and boomeringstroms. Sod’s brood, be me fear! Sanglorians, save! Arms apeal with larms, appalling. Killykillkilly: a toll, a toll»
, un libro imposible de traducir a la lengua de Cervantes, donde se juntan ruidos y sensaciones de manera simultánea e independientes a la vez. Si bien cada personaje, con aquellos atuendos, parecía sugerir un mundo, el mundo de sus arias y a todo lo que remiten (no es baladí que se canten precisamente arias, que tienen tanta historia -de la propia obra y la de los seres humanos- y tanta política detrás), todo se quedó en una mediocre puesta en escena que le hizo un flaco favor a todas las posibilidades de la pieza de Cage. Si, como dice Prichett, Europera 3 tiene que ser una fiesta, yo me fui de allí con la sensación de que iba a tener resaca de las malas porque me habían dado garrafón en grandes cantidades.
Europera 4, por su parte, es una pieza mucho más corta, de 30 minutos, que frente a la densidad de Europera 3 es mucho menos ambiciosa. La idea es la misma, pero esta vez lo interpretaron dos cantantes, un bajo y una soprano, sólo pinchaba una mujer, esta vez en una gramola, y el piano tocaba extractos. Hay algo en lo que, quizá, me he ido volviendo menos tolerante: que una obra se convierta en una bufonada. Y eso pasó en esta ocasión. Los discos de la gramola estaban rayados a propósito, de tal manera que el sonido se colgaba y la calidad era bastante mala, aparte de los defectos técnicos propios de un reproductor tan antiguo. Esto hizo reír al público al menos diez minutos, con esa risa infantil que nos provoca la caída de alguien o los momentos escatológicos que se reducen al caca, culo, pedo, pis. El disco enganchado captó la atención y rompió lo poco que se había construido de la pieza y, desde mi punto de vista, fue una simplificación radical de las muchísimas posibilidades de diálogo que tienen las dos piezas. Nos trataron como si fuésemos oyentes simplones, y les devolvimos una confirmación. Prichett, que habla del momento de la pérdida de calidad de lo sonoro como de su fragilidad y del recuerdo que le evoca a su mujer escuchar esa música borrosa, que le lleva a estar con su madre haciendo la colada mientras escuchaban aquellos vinilos, en esta representación se vuelve burdo, bruto y de muy mal gusto. Por otro lado, de nuevo, los personajes no tenían sentido. Ella iba vestida de un traje de época del siglo XVIII, del cual se desprendió en el primer tercio de la obra para quedarse en enaguas (¿por qué? no lo sé. No tiene sentido nada, ni el traje ni las enaguas) y él como un protagonista de Saturday night fever sin presupuesto. Al menos, a nivel vocal, estuvieron mucho mejor que sus compañeros de Europera 3. Al menos afinaron. Si en algo había que hacerle caso a John Cage es, quizá, en sus notas sobre Europera 4, cuando escribe que «played so as to be suggested rather than heard». Esa sutileza de la sugestión brillo por su ausencia, siendo sustituida por la violencia de una mera de suma de partes.
Esta pieza, que tendría que ser un poco macarra (Según Cage: «durante 200 años nos han mandado los europeos sus óperas. ¡Ahora se las devuelvo todas!») y llevar a la reflexión sobre la primacía y sentido de la ópera europea en el mundo, que ha tenido un rol tan fundamental en muchos núcleos sociales del viejo continente, mediante la reflexión de un outsider como es John Cage como norteamericano y como músico combativo, se convirtió, a mis ojos y a mis oídos, en un quiero y no puedo.
Ficha técnica
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Directora (EUROPERAS 3)
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Directora (EUROPERAS 4)
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Escenografía
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Cantantes femeninas (EUROPERAS 3)
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Cantantes masculinos(EUROPERAS 3)
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Cantante femenina (EUROPERAS 4)
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Cantante masculino (EUROPERAS 4)
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Piano
por Marina Hervás Muñoz | May 27, 2015 | Críticas, Música |
Foto (copyright) de Ruth Walz
El libreto de The Rake’s Progress es, ya de por sí, una moralina sobre las desgracias que puede implicar el vicio, da mucho juego a los almodovarianos escenógrafos que quieran recrearse en las posibilidades que dan las prostitutas, la subasta, el juego y las mujeres con barba. Y en ese carro almodovariano se subió Varlikowsky, creando un esperpéntico juego entre el reality show (toda la ópera era grabada y proyectada en pantallas), el desfile drag queen del Carnaval de Las Palmas de Gran Canaria y un bazar de chinos, donde se puede encontrar casi cualquier cachivache a precio de risa. Por eso, vimos desfilar por el escenario todo tipo de personajes, entre los que se incluye Minnie Mouse y Darth Vader, que eran parte de los objetos de la subasta. El escenario parecía una especie de plató de televisión que unió atrezzo típico para un programa de entrevistado-entrevistador y un concurso de talentos, con algunas excepciones incomprensibles, como la inclusión de una caravana vintage para las escenas en el burdel. El escenario se coronaba por el coro, que hacía las veces de espectador del reality que constituía la escena principal. Esta idea hubiese tenido su interés si, al igual que el resto de la obra, no se hubiese introducido el sexo gratuito, ese momento de fascinación por la carne que domina a algunos creadores. El sexo fue uno de los leitmotive escénicos que resultó todo menos afortunado. Y aquí no nos ponemos remilgados: simplemente se trata de que lo arbitrario, simplemente, no funciona. Todo se quedó a medias en la propuesta escenográfica. La narración era contada con una literalidad asombrosa, pero eso mismo complicaba la inclusión de elementos externos a la historia que realmente llegasen a funcionar. Pese a que la pieza está inspirada en Londres, casi todos los elementos eran típicamente norteamericanos. El padre de Anne parecía sacado de algún documental de Michael Moore. Nick Shadow era una suerte de Andy Warhol. Baba la Turca era algo así como un homenaje a Conchita Wurst. Todo muy pop y muy hortera al mismo tiempo, con la excepción de una magnífica por minimalista y efectiva puesta en escena del momento en el que Shadow permite a Tom salvarse de su muerte con un juego de cartas.
Foto (copyright) de Ruth Walz
Musicalmente (bajo la batuta de Domingo Hindoyan), fue una representación bastante anodina, con un plano sonoro siempre entre los mezzoforte y los fortíssimo . Parecía que los músicos estaban aburridos de la pieza: en muchas ocasiones llegaron también a aburrir al público. A nivel orquestal sólo puedo destacar a los vientos madera y, en especial, a los fagotes, que tuvieron momentos deliciosos que aliviaban el tedio. Hay que tener cuidado con este tipo de representaciones que buscan ser tan rompedoras y esta música, que tiene momentos muy ñoños. Hay que saber combinar estos momentos que buscan hablar de una ópera tradicional, pero sin serlo del todo, con este tipo de almorovadiadas, que mal calibradas pueden resultar una mezcla forzada de imponer modernidad a una partitura que no necesariamente la exige. Norman Reinhardt, que sustituyó a Stephan Rügamer en el papel de Tom Rakewell, estuvo muy bien técnicamente, pero quizá algo fuera de estilo por la exigencia de la escenografía. Era demasiado clásico: así es también The Rake’s progress, un intento de restaurar la ópera. Y así es como cantó Reinhardt, con la fuerza de un cantante que resuena en el pasado. En la misma línea estuvo Anna Prohaska en el papel de Anne Trulove, aunque teatralmente se fue apagando a lo largo de la puesta en escena. Gidon Saks, en el papel de Nick Shadow, tuvo una actuación muy desequilibrada, con momentos que funcionaban perfectamente (¡a veces creíamos que había una luz entre todo aquel batiburrillo!) y otros que no sabíamos si Saks había sido exigente en su estudio. Eso sí: teatralmente fue muy superior al resto de los cantantes, siendo extraordinariamente convincente. Baba la turca, interpretada por el contratenor Nicolas Ziélinski, como una suerte de Conchita Wurst, como ya hemos dicho (quizá por la cercanía a Eurovisión(!)), fue una de las grandes sorpresas. Tiene un timbre muy delicado y de grandes recursos: superó bien los agudos y moduló de manera excelente los giros expresivos de su personaje, que tiene momentos de pseudo histeria o pseudo llanto. De resto, sólo cabe destacar a Patrick Vogel, en su papel de Sellem, que salvó la escena de la subasta, convertida por Varlikowsky en una burla –de mal gusto- a casi todo. Por lo demás, el coro fue bastante deficiente, con problemas de proyección y trabajo colectivo muy acusados. Este tipo de representaciones abren la cuestión que ya en más de una ocasión hemos puesto sobre la mesa: ¿qué significa contemporáneo? ¿Qué significa visitar el pasado? ¿es posible algo así como un análisis inmanente, donde la propia obra evidencia que lo que se quiere hacer con ella no funciona, no lo exige su construcción, no cabe dentro de sus límites?