Estreno de Valentina, de Arturs Maskats, en la Deutsche Oper de Berlín

Estreno de Valentina, de Arturs Maskats, en la Deutsche Oper de Berlín

Fotos de  © 2014, Martins Ratniks

Este artículo resultará extraño a ortodoxos. Lo que voy a plantear es por qué no puedo escribir una crítica al uso de Valentina, una ópera estrenada en la ópera de Riga el 5 de diciembre de 2014 y que vimos por primera vez en Berlín el pasado 19 de mayo.

La ópera trata, en pocas palabras, de la invasión nazi y rusa de Letonia. La historia se centra en la historia de la  especialista en cine y teatro Valentina Freimane, que estuvo presente en la representación, con un libreto adaptado de su novela Adieu, Atlantis adaptado por el propio compositor y Liana Langa. Su historia es la de tantas vidas de judios, gitanos, homosexuales, o negros, o simplemente, gente no considerada humana por los diferentes regímenes totalitarios del siglo XX; que vieron sus días truncados por el fascismo asesino. En el caso de Valentina, sobrevivió a base de esconderse y moverse por toda Europa, y ver morir a su pareja (Dima) y a sus padres.

Valentina fue interpretada de manera excelente  bajo la batuta de Modestas Pitrenas (con especial mención de los vientos metales) e Inga Kalna, en la papel de Valentina, en especial, fue una soprano de manual en el mejor sentido. Con una voz muy potente, un timbre cuidado y redondo y unas cualidades teatrales bastante aceptables llenó el escenario. Me gustó mucho por los mismos motivos Dima (Janis Apeinis), Elsa (Kritine Zadovska) y la madre de Valentina (Liubov Sokolova).

Lo que me impide escribir una crítica al uso es la posición política y estética que plantea esta obra. Su música era una auténtica banda sonora, un resquicio de la ópera de finales del siglo XVIII con tintes de la modernidad del séptimo arte con elementos de lugares comunes, como marchas militares o del musical. El problema es que no terminaba de ser nada, ni una ópera, ni un musical, ni un varieté. Fuera de que Maskats se mostró como un gran melodista, con un excelente gusto para la construcción melódica, parecía ajeno a todo lo que se ha escrito sobre estos temas musicalmente. La pregunta es, me temo, la de siempre: ¿puede expresarse el dolor de la pérdida, del fascismo, de la injusticia radical con un lenguaje musical marcado por otras épocas, que conocieron otros horrores? ¿Se puede contar una verdad con un lenguaje cargado de mentira? Con esto, no defiendo que necesariamente la música que cuente la época del nazismo tenga que ser «atonal» o «dodecafónica» o, simplemente, «disonante». Lo que me resulta curioso es como Maskats recurre a una música que parece, vista desde el siglo XXI, pendida del cielo, que no está manchada por lo que cuenta. ¿Puede lo formal mantenerse así de ajeno al dolor humano y no ser ideológico? ¿la música que suena igual que la música de las pastorales o de las canciones de amor de los musicales da cuenta efectivamente de lo que pasa en una familia que es separada a base de disparos? Según Th. W. Adorno, si la música llegó a desarrollarse como proponían las vanguardias es porque el lenguaje musical dejó de ser suficiente para hablar de la verdad. Que la música se crea lo que está narrando y no deje sola a la palabra.  Además, Maskats hace las paces con aquello que critica, ya que su material era, exactamente, el mismo que los nazis no consideraros como degenerado: el armónico, el grandioso, el que no está manchado por el lenguaje de las vanguardias, aquellas que ponen en duda la validez pura de la tradición. Si era una ironía, o yo no lo entendí o no fue lo suficientemente claro. Por eso no puedo escribir una crítica al uso, porque no podría pasar de «estuvo bien interpretada», porque interpretar bien no dice nada de una obra compuesta en 2014. Pero, si de lo que se trata es de contar cómo es la obra, si hace justicia a lo que exige su construcción, Maskats no ha conseguido su objetivo.  Toda una decepción, ya que Maskats es capaz de hacer cosas tan interesantes como estas.

De resto, vimos una escenografía (realizada por Viestur Kairish) de corte pseudo expresionista por la colocación de dos planos agudísimos que convergían en un punto de fuga. En un plano, estaba una fachada, en la otra una pared. Enfrentados y así colocados, formaban una calle, que hacía las veces de una metáfora del interior o del exterior para las diferentes escenas. Estos dos planos enfrentados giraban y daban lugar a otros escenarios que suplían su sobriedad con un excelente juego de luces. Lo más interesante es que la verdadera Valentina paseaba por el escenario observando su vida: u interesante juego que nos lleva a pensar hasta qué punto sólo somos espectadores de nuestra vida cuando recordamos.

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Mortier: reflexiones de un gestor. Reseña sobre In Audatia Veritas

Mortier: reflexiones de un gestor. Reseña sobre In Audatia Veritas

Cumplido un año de la muerte de Gerard Mortier (1943-2014) este libro comercializado por Confluencias Editorial es un homenaje a la figura del gestor cultural belga. Ese trata de la segunda referencia bibliográfica en castellano del controvertido e ilustre personaje. Dirigido al melómano medio, posee un carácter eminentemente divulgativo gracias a una prosa fluida, accesible, que muestra la sabiduría y riqueza intelectual de un hombre que vio mundo y razonó sobre él.

Silvain Cambreling y Peters Sellars lo retratan desde el ideario del proyecto artístico mientras que Mar Fosca aborda la trayectoria. Tras ello el ensayo de Mortier se reparte en tres grandes bloques: uno político, otro artístico y el último, operístico. En ellos reflexiona sobre la importancia del equilibrio de los órdenes económico, político y cultural como base de salubridad social. Dicho equilibrio es posibilitado por un crecimiento y estabilidad social sólo posibles en época de paz. También critica una parte del ideario del neoliberalismo y del despotismo del mercado económico contemporáneo. Igualmente reflexiona sobre los ejes de la identidad cultural europea (andante, mitos, religión, filosofía, arte). Todo ello prepara al lector para concebir la ópera como una de las máximas manifestaciones culturales de la civilización. De ahí que no sea gratuito glosar las tipologías del teatro y su reflejo social a partir de la arquitectura.

Por otro lado, Mortier reivindica la vitalidad del espacio teatral y la voluntad que éste no degenerara en pura decoración. La acción debía interpretarse y no ilustrarse como se percibe en el comentario y profundización de algunos títulos que inducen al lector a ampliar sus puntos de mira. Una mención especial merece el capítulo dedicado a Messiaen y su San Francisco de Asís, una obra que fascinaba al gestor belga. En cuanto a la filosofía operística también incide en la importancia de guiar al público antes de la difusión de la ópera; en el papel del teatro en correlación con el mundo actual y, finalmente, en la función del arte como agente educativo en la sociedad. Como es sabido, en sus pensamientos hay una dimensión moral, una invitación a la reflexión y una utilización de códigos de nuestro tiempo: para Mortier no había una estética que se justificase sin ética.

La edición es atractiva con una estética cuidada con fotografías, cubiertas rústicas y tipografía de letra cómodamente legible. Cabe señalar un posible error de traducción en la página 146: donde indica “el gran corazón del pelegrino” seguramente se refiera a “coro de pelegrinos” de Tannhäuser.

Por Albert Ferrer Flamarich

Port Bou, de Eliot Sharp. Estreno en la Konzerthaus de Berlín

Port Bou, de Eliot Sharp. Estreno en la Konzerthaus de Berlín

 

Imagen tomada de aquí

Port Bou, de Eliot Sharp, es una de esas obras que se quedan grabadas en la memoria musical, aunque no tanto por la calidad insólita de la partitura, sino por la originalidad del tratamiento de lo vocal, que fue extraordinario. Tuvimos la suerte de estar en su premiere el día 25 de abril en la Konzerthaus de Berlín, después de que se estrenase en octubre de 2014 en Nueva York. Según el propio Sharp, para escribir esta ópera (sic) se inspiró en los últimos días que Walter Benjamin pasó en la frontera de España y Francia (en el pueblo de Port Bou), antes de decidir suicidarse, antes de que lo matase la Gestapo o la policía franquista. Walter Benjamin es uno de los filósofos que más influencia tienen en todo el mundo actualmente, aunque en vida fue rechazado en círculos académicos y tuvo dificultades para vivir como crítico literario, y traductor. Fue un personaje de extraordinaria inteligencia y sensibilidad, una de esas figuras que la humanidad debería ser incapaz de perdonarse el haberlo maltratado de tal modo que su solución fue el suicidio.

Se trata de una pieza que, en realidad, se basa en una suerte de libreto que resume las lecturas y las, por así decir, reflexiones musicales que Sharp ha hecho de Benjamin, que básicamente son La tarea del traductor, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica y La obra de los pasajes. No estoy segura de que consiga aquello que proponía: contar esas últimas horas de Benjamin. No es que exija una especie de monólogo sobre el fin de la existencia, pero me parecía interesante ver qué posibilidades daba el enfrentarse realmente a esa experiencia. Al menos, hubiese sido deseable, por ejemplo, algún tipo de alusión a los problemas de las Tesis sobre el concepto de historia, que es el último texto que nos dejó (incompleto), o a esa compleja vinculación entre la propia vida de Benjamin y su trabajo intelectual. Por tanto, la obra me parece una música excelente sobre un texto que poco tiene que ver con la promesa de su compositor. Se entremezclan dos asuntos. Por un lado, la pregunta de cuál sería, si es que la hay, para narrar un muerte anunciada por el propio ejecutor, si cabe musicar algo tan terrible como el suicidio impuesto por gobiernos fascistas. Y si esa música debe ser, efectivamente, en lenguaje contemporáneo o si debe apelar a cosas que movieron a Benjamin, como los cuentos infantiles. ¡Quién sabe si el sonido de una caja de música se aproxima más a esas últimas horas de Benjamin, si insistimos que esa es la intención de la obra! Y, por otro, nos cuestionamos hasta qué punto, con esa música y ese libreto, hace falta realmente Benjamin, si realmente para lo único que aparece  Benjamin ahí es mera cita textual. Y digo mera con todas las consecuencias, porque Sharp pasa de puntillas por lo que Benjamin abre, porque no hay diálogo entre Benjamin y Sharp. Sharp petrifica las letras de Benjamin, no permite que hagan lo que él siempre intentó: que viviesen, que fuesen “programa de la filosofía futura”. Eso sí: musicalmente fue apasionante, un viaje por la maestría, especialmente del trabajo vocal. Nicholas Isherwood es, simplemente, una de las mejores voces actuales. Versátil, preciso, impecable, con un timbre extraordinario. Le falló lo que le falló a la obra completa: algo más de dramatismo, introducir verdaderamente el tema en el marco de la pieza. De ahí que los momentos susurrados que terminaban en una “Scheiße” [=mierda] pareciesen fruto de un loco, y no de un condenado a morir. Aquí pueden encontrar muestras de lo que es capaz de hacer. La música, que la interpretaban William Schimmel al acordeón y Jenny Lin en muchos casos quedaba eclipsada por la fuerza de lo vocal. Fue muy interesante el diálogo con la electrónica y todo un acierto la interacción entre células, que iban apareciendo y desapareciendo a lo largo de las diferencias “escenas”.

Lo peor: el vídeo, hecho por Janene Higgins. Fue, en resumen, una suerte de cúmulo de lugares comunes y estereotipos. Era, además, poco logrado a nivel estético. Sólo la parte en la que se refería al comunismo y a Ascja Lascis tenía algo rescatable, y más por una combinación cromática que por construcción fílmica. Un desastre. Al menos no molestaba en exceso el discurrir de la acción, pero sí que condicionó en algunos momentos la lectura de lo musical con alusiones a los mismos vídeos que hemos visto miles de veces de nazis desfilando o de trenes.

Por Marina Hervás

 

Tarquin, de Krenek, en la Staatsoper de Berlín. Una obra corta de miras.

Tarquin, de Krenek, en la Staatsoper de Berlín. Una obra corta de miras.

Foto tomada de aquí

 

FICHA TÉCNICA

DIRECCIÓN MUSICAL

Max Renne

ESCENOGRAFÍA

Mascha Pörzgen

DECORADOS

Johannes Gramm

VESTUARIO

Isabel Theißen

MARIUS | TARQUIN

Maximilian Krummen

CORINNA

Sónia Grané

CLEON | OFICIAL

Stephen Chambers

ARZOBISPO | TONIO

Grigory Shkarupa

CANCILLER | BRUNO

Jonathan Winell

TÉCNICO DE LABORATORIO | PERIODISTA

Annika Schlicht

El pasado 19 de abril fue la premiere de Tarquin, de Krenek en la Staatsoper de Berlín. Es una ópera pequeña, en su concepción: para seis músicos y cinco cantantes. El libreto, aunque intenta ser satírico con la figura de un dictador en apariencia similar a Hitler, pero con una complicada vida interior, se queda en un texto insulso y a la altura de los peores libretos de la historia de la ópera. La historia va así: Marius, Corinna y Cleon son compañeros de college. Marius y Cleon están enamorados de Corinna, quien parece preferir a Marius. Éste, un chico ambicioso y autoexigente, aspira a conseguir las mejores calificaciones. Pero no es así: las obtiene Cleon. Eso le hace desquiciar y autoprometerse llegar a ser el número uno. Esta frustración personal le lleva a convertirse en dictador, Tarquin. Mientras, Cleon y Corinna desconocen que Marius es Tarquin, y tienen una radio clandestina de resistencia. La policía descubre la radio y así se produce el encuentro entre los tres antiguos compañeros. Corinna le hace recordar el tipo de chico que era Tarquin antes, y hace aflorar a Marius y, con él, el amor adolescente por ella. Cuando todo parece que va a terminar en una bonita historia de amor, el capo de la policía estatal mata a Corinna y Marius queda destrozado por su muerte. Poco después, fallece él también. En fin, todo esto se adereza con catolicismo rancio y espiritualidad religiosa. Según J. Stewart, «It would be charitable to suppose that Krenek was not yet sufficiently acquainted with English to appreciate the awfulness of such lines». Pero, a veces, con un mal texto se puede hacer una gran escenografía. Al fin y al cabo, la música tiene muchos momentos muy rescatables e interesantes. La puesta en escena, a cargo de Mascha Pörzgen, consistía en una especie de laboratorio, donde la historia del libreto se mezclaba con la idea de que estábamos viendo algo explícitamente irreal, como si el público (que íbamos vestidos con la semibata verde típica de los hospitales, que se repartían a la entrada) tuviese que apreciar poco más que un experimento. No sé si eso habla a favor o en contra de Krenek (es decir, puede subyacer la idea de entender su pieza como experimento y no como algo terminado) pero, desde luego, fue un flaco favor para Pörzgen. Esa idea del laboratorio no llegó a entenderse, se integró más bien mal con el contenido de la historia.

La interpretación instrumental fue más que correcta: hubo momentos muy buenos. Lo cierto es que con tan pocos instrumentos es difícil crear grandes construcciones, sin embargo se consiguió, sobre todo, mantener siempre una tensión que no estoy segura que la propia partitura desprenda fácilmente. Lo más flojo fue el clarinete, cuya presencia se vio muy eclipsada por el resto.

Sobre los cantantes: es una pieza exigente. Salvo Corinna y Marius, todos los demás tienen que asumir varios roles. Esto, vocalmente, en una pieza tan corta y en el espacio del Werksatt de la Staatsoper, es todo un reto. Sobre todo porque no hay exactamente un backstage. Es decir, los cambios de atrezzo y de caracterización se incluían dentro del propio discurrir de la historia. Me pareció un acierto, daba que pensar sobre el dentro y el afuera de la puesta en escena.

Sonia Grané, como Corinna, demostró tener una gran voz y de un timbre muy bonito, en el mejor sentido de la palabra de bonito, pero teatralmente tiene mucho que pulir. Muy forzada y excesivamente dramática, tuvo problemas con la naturalidad de sus movimientos. Maximilian Krummen, como Marius/Tarquin, fue quizá uno de los mejores de la noche. Quizá gestualmente un poco exagerado, pero sus exageraciones no desentonaban en exceso con el manierismo de su personaje, un megalómano que va a menos. A Stephen Chambers le faltó un poco de adaptación vocal a lo que estaba cantando, aunque en general estuvo a la altura. Grigory Shkarupa fue un divertido y excelente Tonio, no tan brillante Arzobispo. Jonathan Winell dejó en evidencia los problemas de pronunciación del resto con una excelente dicción del texto narrado. Fue convincente y vocalmente muy potente. Quizá el mejor de los secundarios, que en muchos momentos sobresalía como un protagonista más.  A día de hoy no entiendo el papel de Annika Schlicht como técnico de laboratorio. Su función consistía en explicar al público qué pasaba en la historia, como si no fuese ya suficientemente evidente. Me pareció algo absurdo, innecesario y falto de consideración para con la inteligencia de los asistentes. Eso sí, vocalmente demostró tener una gran potencia y una capacidad dramática que, por desgracia, no pudo explotar demasiado. La hubiese preferido a ella como Corinna.

 

 

 

Por Marina Hervás

Moses und Aron, de Schönberg, en la Komische Oper de Berlín: una lectura beckettiana.

Moses und Aron, de Schönberg, en la Komische Oper de Berlín: una lectura beckettiana.

El reto de representar Moses und Aron, una de las grandes obras de A. Schönberg, es al mismo tiempo complicadísimo y apasionante. En Berlín casi se habla más de la escenografía de Berrie Kosky que de todo lo demás. Y es que presentó un trabajo al principio poco convincente. Antes de iniciarse la escena, se proyecta sobre una tela negra un fragmento del texto de Esperando a Godot, de Beckett, lo cual es una declaración de intenciones por parte Kosky
«ESTRAGÓN: Siempre encontramos alguna cosa que nos
produce la sensación de existir, ¿no es cierto, Didi?
VLADIMIR (impaciente): Claro que sí, claro que sí, somos
magos».
(Traducción de Ana María Moix)
 Sin duda, Moisés y Aron (Schönberg decidió eliminar la segunda «a» de Aarón porque si no el título original tendría 13 letras, y él era altamente supersticioso) son ellos dos, Vladimir y Estragón. Una idea atrevida y muy rica para trabajar todos los recovecos de la historia. Es un giro radical del relato, que deja abierta la cuestión de si Kosky estaba buscando, entonces, hacer una crítica radical al momento religioso de la ópera. Moisés representa al intelectual, el teólogo, por así decirlo, el personaje que recibe inmediatamente la palabra de Dios y es así como quiere transmitírsela al pueblo oprimido de Israel, que vive en Egipto bajo el yugo de los faraones. Aron, que representa el momento práctico, lo mediato, le sugiere que deben facilitarle al pueblo ese mensaje. Él hace una de las grandes preguntas que recorren toda la pieza: ¿cómo podemos creer en algo abstracto?. Para Kosky, esta cercanía de Dios al pueblo no es sino mediante la magia, algo que ya apareció desde el principio con los zapatos de Moises, que prenden f Aron se dedica a hacer trucos de magia que hipnotizan a algunos, aunque otros siguen recelosos de ese mensaje divino. Una lectura radical, pues estos trucos no son tal en el libreto original, sino verdaderos milagros. Así que Kosky está traduciendo la verdad simplificada que propone Aron por el engaño y el artificio que es la magia. Con lo cual, cabe la pregunta de si Kosky está viendo en la religión la capacidad de poner, en lo que originalmente sería la palabra de Dios, la palabrería y lo volátil. Esto contradice esencialmente la idea judía de revelación y de inmediatez, que sólo se mantiene intacta en Moisés. Kosky marca la separación de los dos polos, y eso enfatiza el final del primer acto, donde el pueblo rechaza a Moisés pero se convence de las medias verdades de Aron. Pero, si asumimos que Moises es Estragón, Dios no es más que ese convencimiento que nos hace existir. La revelación no es más que desesperación por el sentido de la vida.
El segundo acto también lo enmarca una cita de Esperando a Godot, lo cual confirma toda sospecha, y con Moises haciendo un truco de magia: se introduce un pañuelo blanco con una estrella de David azul en la mano. Al sacar el pañuelo, la estrella ha desaparecido. Y lo vuelve a hacer varias veces, haciendo así aparecer y desaparecer la estrella. Bien podría interpretarse este acto simbólico como la pregunta de si lo que ocurre en el escenario es sólo una cuestión judía o, en general, un problema del fundamento de cualquier religión. La aparición del becerro de oro fue uno de los momentos de más belleza de la puesta en escena. Con la luz de una cámara de cine antigua, cuya manivela es movida por Freud, Marx y ¿Schönberg mismo? (algunos críticos apuntan que es Mahler, maestro de Schönberg) aparece una bailarina dorada, que guía al pueblo a la idolatría, a la «adoración de la carne», el cual está desesperado por la tardanza de Moisés en el monte Sinaí. Una danza bellísima, que termina con tres bailarines más que se le unen y, más adelante, con una mujer anciana, con el pecho caído, desnuda, que viste los despojos del becerro de oro y mira al público con la boca abierta pero sin decir nada durante un tiempo que se hace eterno.
La unión de otros judíos que dan cuerda a la cámara cinematográfica, la propia introducción del cine como elemento histórico del engaño y el baile son elementos altamente simbólicos. A mí me sugirió, dado el escenario que se mantuvo toda la pieza, muy similar a una suerte de sala de proyección o a una suerte de sala de operaciones, que Kosky quería trabajar con el adentro y el afuera, con la ilusión que mantenemos en nuestra existencia de tener nuestro espacio; el cual, en realidad, es el espacio que nos dejan tener.
Quizá la escenografía fue, precisamente, lo más deficiente de la puesta en escena. Parecía demasiado sobria, demasiado vacía. Luego ese vacío se convirtió en todo lo contrario, en una claustrofobia absoluta, un horror vacui de manual con la aparición del coro. El contraste era muy interesante, pero los polos fueron demasiado extremos, especialmente al principio, en la revelación de Moisés. A nivel musical, el coro fue ejemplar, algo fundamental, ya que la obra, si es algo, es expresión de lo comunitario, trabajo del pueblo, relación de lo social con las imposiciones, las ideologías y las creencias. Es lo político, en el sentido del demos griego. La precisión, los matices, el gusto, la comprensión de la obra: todo fue excelente, y lo potenció una coreografía milimétrica, acelerada, radical: todo un año de ensayos, según me contaron algunos de sus miembros. Se mezclan en el escenario judíos vestidos al modo tradicional y con ropa actual, lo cual nos permite introducir la continuidad en el relato koskyano. Vimos a un Moisés (Richard Haywaks) que hizo un Sprachgesang con una voz rota de gran calidad  e impostación de calidad, pero en muy baja forma física. Su postura, con los hombros caídos, las dificultades para moverse y los problemas respiratorios fueron evidentes en su teatralización, totalmente absorbida por Aron, que fue imponente. Hubo algunos errores de coordinación, debido a que John Daszak tuvo que incorporarse a última hora por enfermedad de David Cavellius. Aún así, y aunque vocalmente le faltaba todavía un plus, fue muy convincente teatralmente, demostró cómo un artista ha de adaptarse a todo y trabajar rápido y con calidad. Su voz fue especialmente interesante en las dinámicas medias. Jens Larsens, que hacía el rol del sacerdote, muchas veces brilló más que los protagonistas. El error no está en él, claro, sino en la descompensación vocal de aquéllos. Y, a la batuta, estaba Wladimir Jurowski, que hizo un excelente trabajo, en términos generales, con esta partitura que es complejísima. No obstante, echamos de menos más pianos como los que Berg supo musicar en el III movimiento de su Suite lírica: es decir, pianos introspectivos, de la nada, a la altura de la música que escribió Schönberg.
Creo que marca de que una obra es buena es que siempre deja preguntas sin contestar y, si se alcanza una respuesta, aparece una nueva. Esto ya sabía que pasaba con Schönberg (aquí tienen el enlace  a una tesis doctoral excelente sobre la pieza), pero intuyo que Kosky ha acertado en muchas cosas: su escenografía aún me deja muchos enigmas y me da la sensación de que ha revisitado muy dignamente este monumento musical del siglo XX.
FICHA TÉCNICA
Dirección musical
Escenografía
Decorado e iluminación
Colaboración de decorado
Anne Kuhn
Vestuario
Dramaturgia
Coro
Choreografía del becerro de oro
Coro
Solistas del coro de la Komische Oper y el Vocalconsort Berlin
Moses
Aron
Mujer joven/ primera mujer desnuda
hombre joven
Adrian Strooper,
Michael Smallwood, Michael Pflumm
Efraim/otro hombre
Sacerdote
Joven desnudo
Michael Pflumm,
Johannes Dunz
Una enferma/tercera mujer desnuda
segunda mujer desnuda
Sheida Damghani
por Marina Hervás