por Marina Hervas Munoz | Abr 13, 2015 | Música, Sin categoría |
Fotografía de Monika Rittershaus
FICHA TÉCNICA
Decorado Rebecca Ringst
Vestuario Ingo Krügler
Iluminación Franck Evin, Rosalia Amato
de Zita
de Buoso
Gherardo
cuñado de Buoso
Buoso
Marco, su hijo Nikola Ivanov
Ciesca, Anna Werle
mujer de Marco
M. Spinelloccio, Bruno Balmelli
Médico
Notario
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Barbazul Guidon Saks
Además, para más inri, la puesta en escena de Gianni Schicchi fue obscena, escatológica y muy banal. Las alusiones al infantil «caca, culo, pedo pis» eran constante, además de hacer de los personajes una suerte de corte de los milagros que incluyen a Torrente, La Chona, Betty «La fea» o una suerte de jorobado de Notre Dame, un tontito, del que burlarse fríamente. El escenario, que mostraba una habitación de esas de casa de abuela que no se pueden situar específicamente en un periodo del tiempo, castísima (con sus vírgenes y crucifijos), era una suerte de habitáculo claustrofóbico para la esperpéntica familia. Sobraron por completo los momentos (por citar algunos) en que Nella (que hacía de las veces de La Chona o de la Jenny de cualquier teleserie española) se insinuaba, se tocaba todo el cuerpo, e incluso, cuasi explícitamente le sugería tener sexo anal a Schicchi; o cuando Rinuccio se restregaba la cara con excrementos de su difunto tío; o cuando Gherardo enseña su trasero de manera gratuita o cuando Marco se tira dos pedos y los dirige al público. No se trata de ponerse casto o escandalizarse por este tipo de humor. Sin embargo, en algunos momentos atentaba contra la inteligencia del espectador y molestaba verdaderamente al transcurso de la acción. Por fortuna, y nadie sabe cómo, los músicos supieron mantener la concentración entre aquel espectáculo penoso y dejaron momentos muy destacables. Kim-Lillian Strebel hizo un dignísimo «O mio bambino caro» (que es probablemente el aria más esperada de toda la pieza), con un decrecesndo largo y muy delicado al final, en el pianissimo. Tansel Akzeybek tuvo momentos muy bonitos. Su voz es potente y su vocalización y dirección son impecables. Günther Papendell brilló en su doble caracterización (haciendo de él mismo y Buoso). Fue divertido, convincente y caradura, también en lo musical. Los demás fueron correctos.
El plato fuerte fue el Castillo de Barbazul de Bártok. Es, sin exageración, toda una experiencia musical. Fue excelente a todos los niveles. La coreografía y el escenario es hipnótico. Saks y Stundyke trabajan de forma ejemplar. Musicalmente fue brillante en la conservación de la tensión hasta el final. Destacaron, además, la sección de vientos maderas (en especial el oboe) y la percusión. Lo interesante y originalísimo de la unión de ambas obras es que el cambio de escenario se hace sobre la marcha, sin pausa. De pronto, entra Barbazul a la habitación en la que antes sucedía Gianni Schicchi, y le sigue Judith. La habitación se parte en tres módulos, los cuales se van desplazando y desaparecen de la escena. Los técnicos introducen nuevos módulos con los que los cantantes van interactuando, según Judith va abriendo puertas. La interpretación que Bieito hizo de la obra es extraordinaria. Judith va abriendo, en realidad, las puertas del interior de Barbazul, por eso el teatro también se abre. Se muestra todo el rato la tramoya, pero no importa. Nada es más real que lo que sabemos que pasa de mentira, lo que sucede en el escenario. La sensibilidad de la estructuración de la escenografía y la coreografía hicieron brillar la obra, ya de por sí una pequeña joya del repertorio operístico del siglo XX. Se debate los polos esenciales del ser humano, sobre todo, la convivencia entre lo racional y lo irracional o el conflicto entre lo que uno es, lo que otros creen que uno es y lo que uno quiere mostrar de sí mismo. ¿Qué derecho tenía Judith de abrir esas puertas, de penetrar en el yo de Barbazul? Conocerle más es renunciar a poder quererle. Pero, al mismo tiempo, esa renuncia es la única forma que tiene Judith de no traicionarse a sí misma. Si tuviésemos que buscar una sola palabra para esta representación sería pasión, en sus dos acepciones: como éxtasis, como cúlmen emocional y como padecimiento. Por eso Judith quiere hacer padecer físicamente a Barbazul, lo condena, lo odia, pero al mismo tiempo no puede sino quererle porque se está abriendo a ella, porque le está mostrando su negrura. Los dos, allí, en ese teatro negro, con escenografía que va desde una cama, a un baño y a la fachada de un castillo clásico en muy mal estado, y un juego de lueces impecable, se llenan de sangre, tienen relaciones sexuales, se pegan, se intercambian la ropa. No saben cómo expresar físicamente ese pathos, por eso todo es tan exagerado: no puede ser de otra manera cuando se trata de despojarse de secretos, de saber que el final ha llegado porque se comienza a conocer el inicio. Todo se queda corot: fue magistral. Saks y Strundyke son un dúo de extremada fuerza teatral y vocalmente son precisos, potentes, claros y capaces de modular a su antojo. Strundyke salvó como si fuera fácil los complejos pasajes a capella y demostró una forma física fundamental, ya que forzando la respiración o corriendo seguía siendo impecable. La compenetración con la orquesta fue clave, Nánasi captó perfectamente la interpretación de los personajes.
Lo que la komische Oper consiguió con este tándem fue dejar en un lugar pésimo a Puccini, que quedó como un mero compositor simplón y prescindible. Creo que el año de composición no es un motivo suficiente para poner a dialogar de esta manera a dos obras: ya dijo Dahlhaus que no siempre lo cronológicamente simultáneo es contemporáneo. El Gianni Schicchi podría ser una pieza imprescindible en otro ámbito pero, en esta relación, quedaba muy retrasada con respecto a Bártok, tan sensible a lo que pasaba en esos primeros años del siglo XX.
Por Marina Hervás
por Marina Hervas Munoz | Abr 12, 2015 | Críticas, Música |
Foto de Matthias Baus
Ficha técnica
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dirección musical
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escenografía
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decorado
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vestuario
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iluminació
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coreografía
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VIDEO
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coro
Hay algo de esta ópera, en cierto modo tan actual, tan viva, que no ha estado presente el pasado 9 de abril en la Staatsoper de Berlín. Aún no detecto qué es lo que no ha terminado de funcionar. Fue una representación que deja a los asistentes fríos, pese a haber pasado musicalmente por un montaje de música que nos acompaña a menudo. No podemos terminar de sentirnos identificados con nada de lo que pasaba en el escenario. Quizá fue eso: quizá fue que la escenografía no estaba a la altura de la calidad de la partitura. En muchas ocasiones, se asemejaba a los malos montajes escolares. Las escenas se sucedían entre dos cortinas de cadenas metálicas lo cual, visualmente, al inicio, era muy convincente pero que terminaba entorpeciendo el discurrir de la acción y, sobre todo,
aportaba poco al contenido de la obra (algo no permisible a estas alturas de la historia de la escenografía). El centro del escenario lo presidía una suerte de espejo enmarcado, que hacía, de cuando en cuando, las veces de puerta y de estrado. También el escenario terminaba en dos espejos. Algo que podría haberse calificado de
meramente decorativo si no fuera porque, en un momento dado, Jenny lo utilizó para crear formas caleidoscópicas con su cuerpo. Lo cual me desconcertó más: si los espejos tienen un protagonismo, o parece que lo tienen, en el sentido esceanográfico, ¿porqué no usarlos a conciencia? ¿qué sentido tienen elementos situados en lugares tan llamativos si sólo casi por casualidad adquieren un sentido dentro de la acción? Bien, esto nos llevaría por otros derroteros que ahora no vienen al caso. Tampoco el vestuario fue convincente. Los hombres iban vestidos como
gentlemen de los años 30. Las prostitutas y Leokadja Begbick iban vestidas, no obstante, de manera estrafalaria. El contraste con los
gentlemen era excesivo y, además, innecesario. Lo estrafalario de las damas era, simplemente,
kitsch, una suerte de pastiche de un estilo
glam venido a menos. Que fueran prostitutas y, según la interpretación del esceanógrafo, Leokadja Begbick una suerte de
madame, no justifica ese atuendo de la diferencia, donde los varones tienen derecho a estar en el mundo de lo
normal y ellas, sin embargo, en lo
anormal, lo
extraordinario. Precisamente son las mujeres, en esta obra, las que muestran el problema social, el veneno del paraíso que prometía ser
Mahagonny. Con esto no hago una interpretación
à la Adán y Eva, donde la mujer trae todos los males al mundo (según el relato de asiduos a Intereconomía…), sino que la mercantilización del cuerpo de las mujeres como pilar de la economía de la ciudad es una de las claves críticas de la pieza. Es decir, las mujeres en
Mahagonny representan lo que más crudamente es el ser humano. Y si no, que se lo digan a las mujeres asesinadas, a las putas de los mundiales de fútbol, a las lapidadas vivas, etc. Por eso, apartarlas de la
normalidad, como si eso fuera diferente a lo que son esos hombres con chaqueta que se tapan sus
partes nobles con el bombín antes de entrar al prostículo, es una
ideologización (si me permiten) del rol femenino.
Ellas van disfrazadas, evidentemente. Para que pueda ser posible el distanciamiento y para que tengamos la tranquilidad que nos ofrecen otras plataformas para pensar que
eso no va con nosotros y que ese tipo de cosas sólo existen en un marco teatral: luego la vida
no puede ser más dura. Con este planteamiento, se está haciendo un flaco favor a
Mahagonny. Como dice Th. W. Adorno, atento crítico de esta pieza (que reseñó en su estreno), lo absurdo en
Mahagonny «es real, no simbólico». Para él, en
Mahagonny se muestra, como en Kafka, el mundo burgués de la administración llevado hasta su límite: todo es anarquía, salvo la regla que lo cambia todo. Está prohibido
no tener dinero. ¿No es eso acaso, como ya sabía
Quevedo, lo que mueve la lógica de la
normalidad en el modelo capitalista? ¿No eres
normal, no entras en el juego si y sólo si tienes
dinero? Si no, que se lo pregunten a Grecia, por citar un ejemplo reciente.
Mahagonny es un
como si, una especie de pacto con el público en el que se
juega a ver qué pasaría si, de pronto, el mundo se convirtiera en un paraíso organizado en torno a una única regla. Según Adorno es, precisamente, este momento de
juego el que hace que se alumbre de manera precisa las grietas de lo real, donde la distancia entre el pacto y lo que pasa después de salir del teatro se une. Por eso, musicalmente,
Mahagonny es una suerte de montaje, de crítica a esructuras musicales (no podemos verlo aquí, pero se pasa por toda la historia de la música en la obra de Weil), de construcción de esas reglas del juego que terminan siendo las de la vida misma.
Wayne Marshall, al que no conocía con la batuta, sino ante las teclas blancas y negras, estuvo excelente. Mahagonny es una obra muy exigente a nivel rítmico y de color orquestal, y consiguió el carácter irónico que pide la pieza sin caer en una suerte de ridiculización de sus motivos. Según Adorno, Mahagonny utiliza (él dice, igual que Mahler), «la fuerza explosiva de lo inferior para destruir lo mediocre y hacerse partícipe de lo superior». Es decir, Weil, y esto lo entendió Marshall, se sirve de songs, de jazz, de cabaret, sumados a cantus firmus, ostinatos, duetos de sabor arcaico, etc. sin que nada sea lo que parece. La Moon of Alabama, por ejemplo, no es ni una canción de pop, ni de blues, ni de jazz, ni es tampoco nada estándar de la música de ópera. Sin embargo, ella, y su símbolo lunar, es uno de los hilos conductores del libreto.
Los cantantes fueron bastante irregulares. Los roles protagonistas no brillaron en absoluto y tuvieron algunos problemas vocales bastante serios. Gabriele Schnaut no tenía muy claro, o no parecía que lo tuviera, la vocalización ni la dirección de la voz, y en varias ocasiones la orquesta la superaba en volumen, y no precisamente porque la orquesta no fuese cuidadosa con las dinámicas. A nivel teatral, dejó también bastante que desear. Forzada, ruda, y simplista. Del dúo de Jonathan Winell y Tobias Schabel, salvamos a Winell, que estuvo a nivel vocal y teatral espléndido, con algunos momentos muy brillantes. Adriane Queiroz fue una Jenny muy atractiva. Teatralmente fue muy convincente, tenía momentos, por así decir, magnéticos. Lástima que, a nivel vocal, sólo destacó a partir del segundo acto. Por su parte, Christopher Ventris nos gustó vocalmente, pero teatralmente fue bastante lánguido. Su resignación, el final de su personaje, se atisbaba desde el principio. De resto, el coro fue excelente, especialmente las voces masculinas. Sus vocalizaciones daban en el clavo con la intención musical.
Aún no sé qué es, aparte de la escenografía y el vestuario, lo que no me convenció de la representación. Creo que, simplemente, flotaba en el aire la falsa creencia de que la música
contemporánea es
menos seria que la
tradicional. Tenía la sensación, todo el tiempo en aquel patio butacas, de que la asunción del montaje musical que es
Mahagonny le impide ser una
gran obra, como si Rossini fuese otra cosa que montaje (pero nadie pondría en duda su grandeza sin miedo a los críticos más feroces). No es que no hayan sido
serios, no quiero quitar el valor del trabajo de las horas que han invertido en este proyecto. A lo que me refiero es que se no se pensaron las últimas consecuencias de la pieza de Weil, que no terminó de darse pábulo a los problemas que se abren con él. Quizá es eso: que parecía que sólo pasaban por su música y el teatro de Brecht de puntillas, como si adentrarse más fuese abrir heridas desagradables para todos.
por Marina Hervás
por Marina Hervas Munoz | Feb 9, 2015 | Críticas, Música |
DIRECCIÓN MUSICAL: Renato Palumbo
DIRECCIÓN DE ESCENA: Kevin Newbury
ESCENOGRAFÍA : David Korins
VESTUARIO : Jessica Jahn
ILUMINACIÓN: D. M. Wood
NUEVA COPRODUCCIÓN
Gran Teatre del Liceu, San Francisco Opera, Chicago Lyric Opera y
Canadian Opera Company
Orquesta Sinfónica y Coro del Gran Teatre del Liceu
Pollione
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Gregory Kunde
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8, 11, 14 y 17 Feb
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Andrea Carè
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9, 12 y 15 Feb
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Oroveso
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Raymond Aceto
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8, 11, 14 y 17 Feb
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Simón Orfila
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9, 12 y 15 Feb
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Norma
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Sondra
Radvanovsky
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8, 11, 14 y 17 Feb
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Tamara Wilson
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9, 12 y 15 Feb
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Adalgisa
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Ekaterina
Gubanova
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8, 11, 14 y 17 Feb
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Annalisa
Stroppa
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9, 12 y 15 Feb
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Clotilde
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Ana Puche
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Flavio
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Francisco Vas
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Copyright: Opera San Francisco / Cory Weaver |
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El estreno de
Norma (8 de febrero) era uno de los eventos más esperados de la temporada. No sólo porque es una ópera muy querida (más allá de la archiconocida «Casta diva»), sino porque contábamos con voces espectaculares y una puesta en escena por parte del Kevin Newbury,
escenógrafo que no suele dejar indiferente, algo que no había hecho más que generar altas expectativas. No las desfraudaron, desde luego, aunque hubo algunos aspectos que no estuvieron del todo a la altura. Los iremos detallando.
Nos sobreviene un escenario robusto, de madera oscura, con dos toros (?) mirándonos imponentes. Una portón que comunica el afuera y el interior, que a veces es la ciudad y a veces la propia existencia de Norma, su intimidad y conflicto interior y su responsabilidad civil. El primer acto empezó estático y con bastantes carencias de tensión por parte de los miembros del coro y los protagonistas. Era frío y poco pasional, algo fuera de lo deseable cuando se ponen sobre la mesa temas de guerra y enfrentamientos territoriales. Quizá por eso la actuación de Raymond Aceto estuvo un tanto agarrotada: no tenía hueco para sentirse cómodo entre el estatismo del coro que, a veces, parecía que posasen para un cuadro. Es una verdadera pena que a nivel interpretativo el coro fuese tan pobre, ya que a nivel vocal mantuvo durante toda la representación un nivel altísimo, con momentos bellísimos. Poco a poco, la tensión fue
in crescendo, con una calidad extaordinaria de Sondra Radvanovsky y Ekaterina Gubanova, ambas excelentes en todos los sentidos: sensibles, emocionales, duras y muy convincentes. Su proyección vocal y musicalidad fueron, quizá, los aspectos de su interpretación más notables, tanto solas como a dúo. Consiguieron alcanzar texturas similares en sus voces para empastar -casi como en un abrazo- en momentos como el «
Ah! si! fa core i abbracciami!«. Vimos a un frío
Gregory Kunde, que no fue sino hasta el segundo acto donde volvió a tener sangre en las venas. Vocalmente, aunque sus primeros compases no tuvieron la redondez de proyección a la que nos suele tener acostumbrados, enseguida volvió a su color. Verle era un tanto contradicctorio: cantaba de una manera pero se movía por el escenario de forma opuesta. Le vimos poco guerrero y poco amante hasta la escena final del segundo acto, donde supo derrumbarse junto a Norma de una forma muy brillante. Pero un poco tarde.
El segundo acto mantuvo el sabor del final del primero. Parece que en los veinte minutos del descanso hubo una reflexión sobre los errores del primero y se fue muy consciente de la necesidad de poner en movimiento el espectáculo. Volvió la fuerza y vimos, por fin, una Norma acompañada por personajes a la altura de su tragedia. Norma, que es una mujer llena de contradicciones y con la carga de lo peor de los dos mundos al que pertenece (al divino, por tener que tomar decisiones que afectan a un pueblo entero; al humano, por sufrir sus desvelos e imperfecciones), necesita un marco en el que desatar el conflicto del triángulo amoroso y las consecuencias políticas del amor prohibido.
Echamos un poco de menos más preciosismo en la escenografía, que explotaba mucho sus claroscuros y sus momentos tétricos, pero que sólo creo contrastes tonales al inicio de la ópera con los árboles blancos, de una elegancia exquisita. Sin embargo, pese al juego visual que mostraba árboles sanos y altos al principio y esos mismos árboles talados al final del mismo como metáfora del desgarramiento de Norma al saberse traicionada, nos faltó explotar esos momentos de contrastes y de relato visual. Por ejemplo ¿por qué la hoguera de Norma es en un toro de madera? Pese a que estéticamente funciona, no parece tan clara su función semántica.
Y ahora viene lo que definitivamente es inaceptable: los problemas de afinación de la sección de vientos en la orquesta. No sé si fue la calefacción u otro tipo de problemas pero, desde luego, no estuvo a la altura de una orquesta profesional. Cabe destacar, no obstante, la calidad de los solos de clarinete y flauta, con una excelente compenetración con los cantantes y la lógica discursiva. En este sentido, también debemos destacar a la sección de cuerda y, especialmente, a los bajos y chelos.
Pese a estos elementos negativos, el balance es más que positivo. Lo que intentamos destacar es que podría haber sido una ópera muy redonda sin esos descuidos que parece que obedecen a una discrepancia de comprensión de la obra entre los intérpretes. Muy merecida fue la gran ovación que le otorgó el Teatre del Liceu a Radvanosky, que tuvo al público hasta el final con el corazón en un puño y mantuvo todo el tiempo la concentración para una interpretación impecable. Muy recomendable.
por Elio Ronco Bonvehí | Ene 25, 2015 | Críticas, Música |
Los emparejamientos operísticos de conveniencia son siempre un asunto delicado, por lo menos cuando se pretende algo más que llenar el cupo estándar de dos horas de música. A veces el emparejamiento resulta un poco forzado, por mucho que se argumente lo contrario, como fue el caso de Il Prigionero y Suor Angelica. En el caso que nos ocupa, el tándem funciona mucho mejor, pues son muchos los puntos de conexión, no necesariamente argumentales, entre las dos obras. (más…)