por Marina Hervás Muñoz | Oct 31, 2017 | Críticas, Danza, Música |
Fotos con copyright de la Komische Oper
La Komische Oper celebra su 70 aniversario apostando por óperas poco representadas o aún no incorporadas al repertorio. Entre ellas, se encuentra Satyagraha, de Philip Glass, compuesta en 1979 y estrenada un año después. El término, en sánscrito, significa «lealtad a la verdad», y hace referencia especialmente a la filosofía de Gandhi, especialmente en los actos de resistencia y reivindicación de los indios en Sudáfrica. Es una pieza inspirada de cuatro personajes relevantes en la lucha no violenta, según la interpretación del compositor norteamericano, a saber, Gandhi (que es el protagonista de la ópera), Tagore (que articula las tres escenas del primer acto y era amigo de Gandhi), Troski (que da nombre a las tres del segundo y que se carteaba con él) y Martin Luther King (que está a la base de la única escena del tercer acto y que se inspiró en Gandhi para su lucha contra el racismo).
El montaje de la ópera, a cargo del coreógrafo Sidi Larbi Cherkaoui, es de una delicadeza, sensibilidad y elegancia excepcionales, que se ven pocas veces en la ópera y que suponen verdadero aire fresco ante montajes carísimos e insulsos. Toda la pieza está articulada en torno a la danza, que es hipnótica, basada en movimientos circulares y orgánicos. Lo que menos se merecen las piezas que tienen un talante político es incidir superficialmente en eso político como si se pudiese reducir a panfletos o pancartas. Aquí se mostraba, mediante el movimiento de los bailarines, la fragilidad y vulnerabilidad del cuerpo, que a lo largo de la pieza se va magullando, manchando y despojando de la ropa, el único cobijo, la segunda piel. El escenario, apenas una plataforma móvil, parecía que iba a terminar siendo un recurso limitado y simple, pero se convirtió un elemento plástico más con el que se crearon momento de gran potencia visual. En combinación con otras planchas móviles que movían los propios bailarines o cantantes, se construían los rasgos mínimos de un escenario, que actuaba con una mera superficie sin más peso que el estrictamente necesario para el desarrollo de la obra. Este minimalismo también escénico contrasta con esos grandes montajes de escenografía que no tienen fuerza por sí solos, que no terminan de empastar con la música y la narración y que, desde luego, no suponen una aportación a la interpretación de la pieza.
Las transiciones entre escenas, que en algunos casos son radicales (como de la segunda a la tercera escena del primer acto) se hacían de forma equilibrada y medida, de tal forma que había un continuum pero sin caer en la mera indiferencia de escenas. El trabajo de coreografía es inenarrable, pero nada resultaba excesivo, ni con la rigidez de lo ensayado hasta que deja de tener nervio, aunque ciertamente los cantantes carecen de la fluidez de movimientos de los bailarines.
Lo que convoca a esta creación a ser una ópera no queda claro, porque cuenta con numerosos momentos (de duración muy significativa) solo instrumentales, dejando de lado ese egocentrismo a veces cercano al horror vacui de la ópera tradicional. Por tanto, algo nos hace pensar que hay un interés en dejar que la música adquiera su espacio, que en esta propuesta destaca en su unión con el cuerpo y la palabra -escueta pero suficiente. Esta unión es también a veces reivindicada de forma explícita, como en el inicio del segundo acto donde, en una pieza que no tiene percusión, se sustituye la tensión rítmica por la propia construcción de lo dicho-cantado. El coro de hombres que increpa y ataca a Gandhi, hizo una demostración de la comunión de corporalidad, voz y música que aparece en el ritmo de forma casi primitiva, como ya estaba explícitamente en La consagración de la primavera de Stravinsky, por ejemplo.
Vocalmente, escuchamos irregularidades entre las voces femeninas y las masculinas hasta la segunda escena del segundo acto. Stefan Cifolelli estuvo excepcional como Gandhi, especialmente en su solo final, de una calidez extrema, aunque le costó un par de escenas perder la rigidez corporal. En cualquier caso, es sumamente difícil cantar en las condiciones que él lo hizo, después de ser elevado, girado y volteado en numerosas ocasiones, como representación de la violencia acometida contra él. Cathrin Lange (Miss Schlesen) y Mirka Wagner (Mrs. Naidoo), al principio mostraron poca delicadeza en la modulación de las voces, un tanto chillonas y sin redondear. Pero su aparición en el tercer acto fue un giro repentino, como si por fin se hubiesen integrado en la lógica del montaje, tan frágil y cuidado que, sin las pretensiones de lo pulcro y lo terminado de una vez para siempre, se podía resquebrajar en cualquier momento. El coro fue excelente, tanto teatral como vocalmente, y su tratamiento escénico me recordaba mucho al montaje de Moses un Aron que comentamos hace ya unos cuantos meses. A nivel orquestal, celebro el brillante control de la tensión (aunque eché de menos algo más de cuidado en la dinámica) en una pieza extremadamente exigente, por las repeticiones y microvariaciones típicas de la música de Glass. Pero, lejos de resultar monótona, la música fue contenida, de tal manera que actuaba como nervio de la pieza.
En estos días en que la agresividad y la violencia, precisamente por tener presencia absoluta en nuestras retinas, han dejado de afectarnos -mientras no sea contra nosotros, como aquel supuesto poema de Brecht-, la potencia de unos cuerpos se encuentra en la exposición desprejuiciada de su vulnerabilidad. Al igual que Gandhi pidió resistir sin utilizar los recursos que criticaba, los de la violencia, aquí la herramienta es mostrar eso que se oculta en el intento de hacer todo visible sin mediación, mostrar eso que no aparece en las imágenes: el cuerpo de individuos anónimos que se retuercen y se mezclan, que se rompen y dañan. En un mundo en el que no servir para nada es el mayor delito, pues se atenta contra la productividad y la supervivencia del sistema, bailar -que además nos hace felices- es una nueva forma de resistencia y, desde luego, un camino a seguir para la ópera y sus montajes contemporáneos.
por Jose Luis Perdigon | Oct 30, 2017 | Críticas, Música |
El pasado 27 de octubre tuvo lugar en la Komische Oper berlinesa una de las representaciones del Pelléas et Mélisande de Debussy, sin duda una de las grandes apuestas de esta temporada. A pesar de lo que pudiera parecer, llevar a cabo la puesta en escena de esta ópera es siempre un reto comprometido del que es difícil salir sin la sombra de la duda o del reproche. La obra de Debussy, ya blanco de innumerables críticas el día de su estreno -mejor no digamos quién y como, no sea que se nos caigan un par del pedestal- revolucionó la concepción de narración en el género, haciendo de cada escena pequeños versos que nos revelan anécdotas de una trama que ocuparía un acto entero de cualquier ópera coetánea. Esa discontinuidad, ese asomarse a fragmentos de actos enteros nunca compuestos, se suma a un texto de Maurice Maeterlinck donde el drama solo se sugiere y ningún símbolo se vuelve irrebatible. Con estas premisas, parece difícil pensar que el hecho de añadir cualquier cosa de cosecha propia -por muy original que sea- va a reforzar necesariamente la sinergia del conjunto. En una obra como el Pelléas, ir con pies de plomo no es suficiente.
La orquesta de la Komische, dirigida por Jordan de Souza, fue probablemente lo mejor de la noche. El director canadiense supo dar continuidad y frescura a cada escena, destacando la plasticidad de la cuerda y una homogeneidad que nunca se rompía. Es sobretodo a partir del cuarto acto cuando se perciben más intensamente los colores, que hasta entonces de Souza no quiso subrayar demasiado. En cuanto a lo vocal, la calidad de los fraseos y atención al detalle fueron la tónica de todo el elenco. Mención especial merece el Arkel de Jens Larsen, que confirmó la importancia de contar con un rey de Allemonde carismático; y también el Golaud de Günter Papendell, que poco a poco fue imponiendo su rol hasta cargar con todo el peso del drama en las escenas finales.
La dirección de escena por parte de Barrie Kosky sacó gran partido al escenario de plataformas en movimiento, creando muchas momentos de potencia visual indiscutible -en parte también gracias al discreto diseño e iluminación de Klaus Grünberg– y estructurando cambios de escena muy elegantes sin esfuerzo alguno; de estos que casi ni se notan pero sí se notan. Aunque sin lugar a dudas, y a pesar de esas virtudes, lo decepcionante se vinculó al aspecto más puramente teatral -responsabilidad que comparten, dudo que por igual, el propio Kosky y la dramaturga Johanna Wall-. Me sorprende como el texto y la música pudieron ser tratados con tanto automatismo, como si se tratara de crear una dirección de escena para Norma o La Traviata. Todo lo que el texto de Maeterlinck sugiere, Kosky lo concreta. Todas las emociones que Debussy insinúa y refleja como en un juego de espejos, Kosky las explicita y subraya; y si es con caída al suelo de Melisande (Nadja Mchantaf) ensangrentada mejor aún. La consecuencia de esa exaltación desde el minuto uno de la ópera es una pérdida general de empatía y la disminución considerable del efecto dramático en las últimas escenas.
Lo triste de un proyecto de esta envergadura, es ver como un buen reparto estorba constantemente. Cada gesto exaltado parece acabar con la magia y remar una y otra vez contra corriente. Pero lo más sorprendente es advertir la ironía que comporta. Hace ya años que las puestas en escena más “modernas” rompen todo tipo de estándares y fascinan y horrorizan por igual a todo tipo de público -sobra decir que siempre respetable-. Lo increíble de esta unión Debussy-Kosky es el carácter abiertamente reaccionario que muestra éste último en la dirección de escena; que se acerca a provocar el mismo impacto que los Don Giovanni ochenteros llenos de traficantes de heroína, solo que a la inversa. Lo más trivial y evidente hizo acto de presencia, echando a perder la oportunidad de hacer algo mucho más estimulante. Pero no es solo lo puramente interpretativo: la concepción de los roles y su psicología parece fallar irremediablemente. Un Pélleas aniñado y paranoico desde su entrada -que recuerda a un típico ayudante secundario de villano de Marvel- donde casi todo es ambiguo, no consigue tener la más mínima química con Melisande. Se confirma posteriormente de forma traumática, cuando en la escena del beso -como no, sustituida por sexo salvaje- da la sensación de estar asistiendo a un incesto bastante incómodo; que interrumpe Golaud para alivio del público.
Si hay algo que no se puede perdonar facilmente es la sensación de que “te” han mancillado un “clásico”. Mucho peor es la sensación de hacerte creer que ese “clásico” realmente no merece serlo. Eso sí que es imperdonable. Pero no hay que ponerse dramático, que de eso ya hubo bastante. Quizá solo fue que tomaron demasiado al pie de la letra esa famosa frase de Debussy durante los últimos ensayos de la ópera: “Por favor, olvidad que sois cantantes”. En todo caso, no sería un mal comienzo.
por Marina Hervás Muñoz | Oct 20, 2017 | Críticas, Música |
© Jan Bauer
El pasado 15 de octubre llegó al Berliner Festspiele el estreno de la segunda parte de un proyecto articulado conjuntamente entre esta institución y el Wiener Festwochen. En Viena, en junio, se interpretó ParZeFool/MONDPARSIFAL ALPHA 1-8. La segunda parte se tituló ParZeFool/MONDPARSIFAL BETA 9-23. El título y el compositor firmante, Bernhard Lang, ya no dejaban lugar a dudas. El objetivo del proyecto era revisitar (algo que se encuentra presente en prácticamente toda la obra de Lang con respecto a la tradición musical) desde una perspectiva crítica a Parsifal de Richard Wagner, estrenada hace 135 años, en 1882. Parsifal fue una pieza compuesta expresamente para la acústica de Bayreuth y responde a la creencia wagneriana de la Gesammtkunstwerk, la obra de arte total, algo que él, implícitamente, sólo veía posible desde la institucionalización total del su Gesammtkunstwerk. Fundamentalmente es como crítica a tal institucionalización (en este caso, la que subyace a que ciertas obras están pensadas para sonar óptimamente solo en un espacio concreto y, por tanto la fetichización de la escucha) como creo que se ha articulado este trabajo, firmado a tres por Jonathan Meese (escenografía), Bernhard Lang (música) y Simone Young (dirección musical). Así, al menos, nos invitaban a adentrarnos en el mundo de un Wagner ironizado. El Berliner Festspiele había sido tomado por las instalaciones de Jonathan Meese, que mostraban frases grandilocuentes sobre el arte, a modo de panfleto, pintado a brochazos en las paredes y en conjuntos escultóricos construidos con figuras pop de toda índole. Estas instalaciones trataban, aparte de «crear ambiente» de actuar como hilo conductor en la ópera.
Creo que Bernhard Lang y lo suyos trataban de explicitar lo que la ópera ha sido desde siempre, como los musicales: un espacio para lo imposible, donde se actúa como si eso imposible (entre otras cosas, cantar para comunicarse) fuese lo «normal» y, por ello, lo más serio. Pero claro, esto hay que hacerlo muy bien para que la obra no sea, simplemente algo fallido. Los recursos musicales se mostraron escasos: temas wagnerianos (sobre todo en materia armónica) aparecían aquí y allá con una reelaboración que rozaba lo peor de lo evidente, las típicas repeticiones de la escritura de Bernhard Lang resultaban toscas y forzadas; y una técnica de collage (que también estaba en la propia concepción escénica y lingüística de la pieza, pues aparecían todo tipo de personajes y escenas, y se mezclaban idiomas) que terminaba en pastiche. Según Lang, su intención era hacer saltar por los aires la linealidad que el propio Wagner pone entre paréntesis con su concepto de «melodía infinita» mediante le uso de loops, técnica que usa a menudo y que siempre justifica de una forma u otra; y que, en el caso de la pieza que nos ocupa, parecía que trataban de suplir una carencia del material. Pese a todo esto, hubo dos momentos memorables: el inicio, que era algo así como la recreación deformada de la obertura de Parsifal, como si se mirase en un espejo de los circos y los dos solos de saxofón, interpretados por Gerald Preinfalk, para mí el gran descubrimiento de la noche, y que me dieron la razón en que Lang tiene buena mano en la composición pero no estábamos ante una de sus mejores creaciones.
Los personajes eran planos (regodeándose en su esperpentismo). Las alusiones al sexo, a las drogas (que, según Lang, son fundamentales en Wagner) y otros tabúes eran agotadores pues, en lugar de elaborar el motivo y base de tales tabúes, trataban de forzar una situación de escándalo que ya no va a llegar en esta sociedad que bosteza viendo cómo matan a sirios por la televisión. Todo era como los vestidos de cartón de las muñecas del siglo pasado, que se cortaban y encajaban en la figura sin vida con una lengüeta. Quizá es que no comprendo qué tienen que ver en (y, sobre todo, qué aportan a) la escenografía personajes vestidos como Star Trek, Sailor Moon, un Bob Esponja que desciende del aire o un tipo follándose a un oso gigante. Me inundaba la pereza de lo facilón, de lo que quiere guiñar y criticar -creyéndose separarse a la vez- a la industria cultural. Aprecio, sin embargo, el buen hacer del contratenor Daniel Gloger, que no tenía un papel nada sencillo y se le notó, al final del segundo acto, con la voz resentida; y de Magdalena Anna Hoffmann. Tanto teatral como vocalmente fueron sobresalientes, mucho mejor que sus compañeros de elenco. También habría que destacar la precisión y buen gusto del coro Arnold Schönberg, casi siempre en off.
La conclusión a la que llego es si hace falta tanto montaje y parafernalia para llegar al lugar al que muchas obras llegan por otros medios: el cuestionamiento del lugar actual del arte, el elemento ficticio de sus fronteras, los límites de su alcance. La obviedad del planteamiento político subyacente a la pieza -poniendo en jaque el lugar de la obra pero sin pretender dejar de serlo- resultaba casi insultante tras cuatro horas y cuarto. Nada nuevo bajo el sol.
por Carlos Rojo Díaz | Sep 15, 2017 | ENTREVISTAS, Música |
“Lo único que realmente me importa ahora mismo como compositor es la ópera”
En febrero del año 2015, Mauricio Sotelo estrenaba en el Teatro Real de Madrid su ópera El público, basada en la obra teatral homónima del poeta granadino Federico García Lorca. Hoy, con motivo del reciente lanzamiento del DVD que contiene la representación de aquel estreno, hablamos con Sotelo sobre su creación más extensa realizada hasta la fecha.
1. ¿Cuál es el origen de El público, de Mauricio Sotelo?
El origen es un encargo de Gerard Mortier, que, en el momento en el que le nombran director del Teatro Real de Madrid (Mortier era el típico intendente, una persona muy creativa), tenía la idea de crear una ópera sobre El público, de Lorca. Yo creo que esta idea ya la tenía desde hacía tiempo por varias razones: por ser Lorca una figura en la literatura española, europea y universal; por ser El público una obra polémica, como es una historia de amor homoerótica; por ser una especie de teatro dentro del teatro; y también porque, en lo musical, daba pie a la introducción de la tradición oral, de elementos del flamenco.
Aunque El público, de Lorca, es una obra de su último periodo, es decir, no es una obra con elementos claramente folcloristas, sí existen ciertos ecos de su folclorismo y, por mi trabajo con el flamenco, Gerard Mortier pensó que la persona adecuada para hacer El público sería yo. Sinceramente, yo tenía otro proyecto que proponerle, un proyecto en el que llevaba trabajando ya muchos años. Él me escribió (siendo aún director de la ópera de París), nos reunimos y me dijo que ese proyecto era muy interesante pero que lo que él quería era llevar a la ópera El público, de García Lorca.
De manera que el inicio de esta ópera es un empeño de Gerard Mortier. La idea es suya y toda la propuesta y el arranque es gracias al visionario que fue Gerard Mortier.
2. ¿Es su primera experiencia en el género? ¿Cómo valora hoy este trabajo?
No es mi primera experiencia, pero sí es mi primera ópera grande. Mi primera ópera fue De amore (1995), una ópera de cámara encargo de la Bienal de Múnich. Así que El público es mi primera ópera de gran formato, tiene una duración aproximada de dos horas y media.
He de decir que la experiencia para mí como compositor no puede ser más intensa y más alentadora, en el sentido de que me atrevería a decir que lo único que realmente me importa ahora mismo como compositor es la ópera. Yo, a partir de ahora solo escribiría óperas con algunos interludios tipo: un cuarteto de cuerda o alguna obra para orquesta. Desde luego estoy muy fascinado con el género y muy fascinado con los instrumentos.
Y hay algo muy importante: los cantantes. Hoy en día son muchos los compositores que se olvidan del instrumento. Después de las experiencias de vanguardia y de compositores maravillosos como pueden ser Helmut Lachenmann, ahora un compositor joven, que no tiene ni la estatura de Lachenmann ni el posicionamiento ético o filosófico de Lachenmann, se pone a aporrear una guitarra. Yo creo que es que no sabe escribir para la guitarra. Con las voces pasa lo mismo, creo que para escribir ópera hoy en día hay que conocer muy bien las voces dentro de lo que se llama Stimmfach, o sea el sistema alemán de clasificación de las voces. Por ejemplo, en una soprano. Hay una diferencia enorme entre los diferentes tipos de sopranos (Lyrisher Koloratursopran, Dramatischer Koloratursopran, Soubrette, Lyrischer Sopran etc.), o entre los diferentes tipos de roles que hay en la ópera, y hay que conocer muy bien la literatura, los registros de las voces, el carácter, el color de las voces, donde está el passaggio. Todo eso es un mundo que para mí es absolutamente fascinante, hablando solamente de las voces.
Sin olvidar todo lo que se abre a la colaboración con otros artistas en el plano escénico, un mundo que ha avanzado muchísimo, no solo en cuestiones técnicas sino también en cuanto a planteamientos artísticos. Hace 30 años, era impensable ver las puestas en escena que se ven hoy en los teatros europeos o en algunos teatros americanos, las propuestas escénicas han avanzado mucho tanto artísticamente como técnicamente. Es un mundo apasionante.
3. ¿Cómo se compone una ópera con un texto tan complejo?
Es realmente muy difícil. Yo pasé del absoluto entusiasmo inicial al recibir el encargo a la desesperación absoluta (risas). Adaptarte a un texto así es muy difícil, de manera que el camino ha de ser muy claro.
Mi cometido, en primer lugar, era dejar hablar al texto. Esto es, encontrar un lenguaje musical que permitiese la comprensión del texto; encontrar líneas que permitan que el texto sea inteligible para la audiencia, eso es lo más difícil. El texto cantado es difícil de entender. Pasear recitando el texto, siguiendo el ejemplo de Schubert, es un método que adopté mientras estaba en Berlín en el Instituto de Estudios Avanzados (Wissenschaftskolleg zu Berlin), que fue donde compuse la ópera. Lo que hacía era leer pasajes del texto en voz alta con distintas entonaciones, como si fuese un actor más que un compositor, y luego buscaba el metrónomo de ese texto. Posteriormente, lo grababa y luego transcribía ese texto, medio hablado medio cantado (entonado digamos), dándole vueltas hasta encontrar un color en el perfil melódico del texto que permitiese al texto hablar por sí mismo. Mi intención como compositor era: neutralidad absoluta e intentar siempre permitir que el texto hablase. Esta ha sido una tarea muy difícil, la de que el compositor intervenga en el último momento.
En segundo lugar, cuando ya había conseguido unas líneas inteligibles, a través de la armonía y la orquestación, creaba en torno al texto un ambiente psicológico que ayudaba a traducir la intención del texto. Teniendo en cuenta que el texto no tiene una intención directa, es un texto abierto, surrealista, que propone mundos. Es como un multilayer, hay distintos planos en el texto que se superponen.
En resumen, la dificultad era, por un lado, conseguir un texto inteligible y, por otro, dotarlo de un aura que permita captar esa pluralidad de planos que el propio texto propone. Una tarea muy difícil y que espero haber conseguido en cierta medida.
4. El subtítulo de la ópera es “Ópera bajo la arena”. ¿Por qué este subtítulo?
En el mundo de El público, el propio Lorca habla del teatro al aire libre y del teatro bajo la arena. Quiero leer aquí un breve párrafo de un texto del libretista Andrés Ibañez, que clarifica estas dos ideas:
“Aunque en líneas generales de la historia son fáciles de seguir o de intuir, El público sigue siendo una obra elusiva y difícil, y es probable que querer descifrarla del todo sea un empeño imposible. Es de vital importancia el conflicto entre el teatro al aire libre (teatro burgués, fácil de seguir y complaciente con los gustos convencionales), el teatro bajo la arena (radical, crítico y revulsivo) y algo más, la idea de que la identidad no es algo que pueda ser fijado y aislado, sino una especie de continuo y de sueño en el que los límites aparentes del sujeto se tornan líquidos y evanescentes.”
El subtítulo de la ópera hace referencia, pues, a esa concepción lorquiana del teatro bajo la arena, crítico y revulsivo.
5. ¿Qué similitudes cree que existen entre el contexto en el que Lorca escribió la obra de teatro y el contexto en el que Sotelo escribe su ópera?
Sí, hay que situar un poco el contexto de las dos cosas. Piensa que estamos en un momento en el que todos los compositores, en los años 50 (empezando por Boulez), rechazaban la ópera como género burgués y convencional. Y ahora, todos los compositores, sin excepción, están componiendo para el género. Incluso el propio Boulez en el momento de morir estaba escribiendo una ópera, György Kurtag está escribiendo una ópera para la Scala de Milán, y también todos los compositores de las últimas generaciones. Es un género revisitado por muchas motivos, yo creo que hay un cierto renacimiento del género.
Por supuesto, una ópera sobre un texto así es extremadamente provocadora, y el contexto mío también lo es. Un musicólogo de Granada, Pedro Ordóñez, está escribiendo e investigando sobre el contenido político, sobre la relación del flamenco en El público. Porque, en el teatro, un guitarrista flamenco y un percusionista delante de la escena son un elemento visual predominante; la guitarra, el flamenco, están delante y encima de la propia orquesta. En la convención burguesa de lo que es el teatro de ópera, son elementos que molestan. En una de las pausas de una de las representaciones, una conocida política salía diciendo: “¡Pero bueno!, ¿cómo nos ponen esto en el Teatro Real? ¡Esto que lo pongan en un tablao!” En ese momento se lo comenté a Arcángel y, con la habitual guasa que tienen los flamencos, dijo: “No te preocupes, maestro, esta señora no tiene ni idea. Primero, no tiene ni idea de flamenco y, segundo, tampoco tiene mucha idea de ópera. Porque a ver, dígame, en un tablao ¿dónde vamos a meter a tanta gente como somos aquí?”
Así que, solo ese elemento de diferenciación entre la música culta (entre la ópera para un público burgués) y lo popular (algo para las clases bajas o que no tiene cabida en un teatro de ópera) es un conflicto muy actual: la diferenciación de clases. Con lo que todos estos elementos son también elementos que tienen un contenido sociopolítico y que provoca rechazo a determinadas personas o entre ciertas capas de la sociedad.
También el que fuese un tipo de público, ya no solamente un público joven, sino también más abierto. Yo he visto en el teatro (porque fui a todas las representaciones) a parejas de jóvenes emocionados llorando cogidos de la mano, me refiero a parejas de homosexuales, identificándose con el mensaje de la ópera, muy emocionados por todo lo que aquello significa. Que, aunque estemos en el siglo XXI (en la España del siglo XXI), creo que todavía hay elementos que no solamente molestan, sino que conmueven tanto a unos como a otros. Y creo que el momento no es más idóneo ahora, porque nuestra sociedad está pasando un momento muy difícil de identidad, la sociedad civil está muy avanzada en derechos, pero también hay un sector muy reaccionario.
Además, ha habido muchísima prensa, no solo crítica musical sino muchísima prensa a favor y en contra de este montaje. Eso ha provocado también que tuviésemos un éxito de público inusual, desde luego único en una ópera contemporánea y también dentro de las óperas de repertorio. Según los datos, hemos tenido un total de 11.697 espectadores, y un 88% de ocupación en ocho representaciones. Ese porcentaje significa que, de media, hemos tenido representaciones por encima del 90%. A la última representación asistieron los Reyes, hecho del que se hicieron eco revistas como Paris Match y otras revistas del corazón francesas e italianas.
Ha habido una repercusión social que no tiene que ver únicamente con el hecho musical sino con todos los elementos de los que hablábamos: sociopolíticos, sobre el contenido de El público, sobre el contenido de la obra de Lorca y sobre lo que significa la figura de Lorca, uno de los muchos asesinados y aún hoy también desaparecidos.
Y tenemos los asesinados en la guerra todavía y todavía hoy la polémica es si se pueden rescatar, si no. Son elementos importantes todavía en la España del siglo XXI, en la que ciertos temas todavía crean grandes conflictos sociales. Además el contexto en el que se encuentra España ahora mismo, con todas las tensiones que hay, las tensiones sociales, y con todos los elementos que hay también de nacionalidades, como el propio conflicto con Cataluña.
Ayer volví de Croacia. La última vez que estuve en Zagreb (el 4 de abril de 1993, con un estreno en la Bienal de Zagreb), la ciudad estaba en guerra. Y yo veía a la gente, chicos como los que ves en la Esmuc [Escola Superior de Música de Catalunya, donde Sotelo es profesor de composición], sin una pierna, o sin las dos, sin un ojo… El hotel en el que estábamos alojados se convirtió en un hospital de campaña, y hablamos de Centroeuropa, esto sucede aquí, y ha sucedido hace muy poco. Con respecto a este tipo de tensiones, los políticos son de una irresponsabilidad tremenda, porque en cualquier momento las cosas pueden irse de las manos. De ese conflicto no estamos libres, como el que sucedió en la España de Lorca. Lamentablemente, la historia se repite en momentos históricos distintos. Ahora vivimos un momento delicado, y no solo por temas como la homosexualidad, porque creo que España es uno de los países más avanzados a este respecto o con una sociedad, en parte, más tolerante.
por Elio Ronco Bonvehí | Jul 21, 2017 | Críticas, Música |
Luciano Berio afirmó en una ocasión que Puccini había inventado la mitad del musical americano, y Andrei Serban parece querer añadir la otra mitad en su vistosa propuesta escénica para Turandot, llena de movimiento, color y acrobacias. En general, la producción es muy recomendable para aquellos que deseen ver una Turandot tradicional, de ambientación oriental y de gran impacto visual. La cuestión es si tiene sentido repetir la misma producción 16 veces en 33 años, por muy espectacular que esta sea, ya que el público habitual de la Royal Opera House difícilmente repetirá por enésima vez a no ser que el reparto sea excepcional, y este no fue el caso.
Primer acto de Turandot en la ROH, producción de Andrei Serban. Nótese el verdugo afilando su arma en la piedra gigante y las máscaras colgando de la estructura de madera, con tiras rojas representando la sangre que brota del cuello rebanado de los pretendientes. ©Tristram Kenton.
La estética es claramente oriental, con un vestuario inspirado en el tradicional hanfu y la presencia constante de máscaras que remiten a las máscaras chinas (aunque los rasgos grotescos sugieren una influencia balinesa en el diseño). Precisamente uno de los elementos estéticos más interesantes de la producción es el uso de mascaras gigantes para representar las cabezas de los pretendientes ejecutados. El primer acto es el más logrado en todos los sentidos, con un ritmo trepidante que iguala al de la partitura. Serban traduce en movimientos casi la totalidad de los ritmos que se escuchan, ya sea con las coreografías de los bailarines que llenan el escenario o con los saltitos -algo ridículos- de los ministros Ping, Pang y Pong, imitando el martilleo del xilófono y el picado de la flauta que los acompañan. De echo, estos últimos, con ropas de vistosos colores, caras pintadas a lo payaso y movimientos llenos de saltos y piruetas, se convierten en manos de Serban en unos simples bufones, a diferencia de la también tradicional pero más ingeniosa propuesta de Mario Gas que comentamos hará casi un año, en la que adoptaban un rol de observadores y comentaristas críticos. En el resto de actos coro y bailarines tienen menos presencia, dejando todo el peso escénico a una dirección de actores cumplidora sin más. Tampoco el impacto visual del primer acto tiene continuidad en el resto, con algunos elementos innecesarios y más bien risibles, como la especie de ciclorama que se despliega mientras los ministros recuerdan con nostalgia sus hogares (como si la música de Puccini no fuera lo suficientemente descriptiva), o la aparición del Emperador Altoum montado en un trono en forma de nube que desciende del cielo. Dos únicos detalles, pequeños pero importantes, dan interés a la propuesta más allá de lo visual: para golpear el gong con el que desafía a Turandot, Calaf arrebata el bastón a Timur, su anciano y ciego padre, arrojándole al suelo sin contemplaciones; por último, mientras el coro entona su canto triunfal para celebrar la victoria del amor y Calaf y Turandot se besan apasionadamente, el anciano Timur cruza lentamente el escenario arrastrando el carro con el cadaver de Liù, para recordarnos el precio del «final feliz».
Acto primero. Calaf (Aleksandrs Antonenko, de azul) observa al verdugo Pun-Tin-Pao (el pitufo radioactivo en el centro) que se prepara para ejecutar al Príncipe de Persia, el último pretendiente que se sometió sin éxito a la prueba de Turandot. ©Tristram Kenton.
El rol de Turandot es de gran dificultad, además de ingrato. Solo canta en la segunda mitad de la obra, con pocas pero exigentes intervenciones, y el personaje no inspira precisamente simpatía, al contrario que la otra soprano en escena, la esclava Liù. Por desgracia no es extraño que más que cantada, la parte de Turandot sea gritada. Pero este no fue el caso, con una Christine Goerke tan impactante como precisa. Igual que pasa con Iréne Theorin -otra notable Turandot de la actualidad-, el repertorio natural de Goerke es el germánico, especialmente los roles de Elektra y Brünhilde. Esto marca su interpretación, con un sonido que tiende a ser más agresivo, a diferencia de la aproximación más belcantista de grandes Turandots del pasado como Sutherland, Callas o Caballé. Su entrada en escena con In questa reggia impresionó por el volumen de su voz y la seguridad en la emisión, aunque resultó algo monótona. Más interesante resultó la escena de los enigmas, con un fraseo sugerente y una actitud que reflejaba el progresivo temor de la princesa ante los aciertos de Calaf. Pero donde Goerke se mostró más inspirada fue en el dúo final con Calaf, con gran cantidad de matices que lograron hacer creíble la rápida capitulación de Turandot.
Timur (In Sung Sim, en el centro) intenta disuadir a Calaf (Aleksandrs Antonenko) de su intención de someterse a los enigmas de Turandot. Liù observa preocupada (Hibla Gerzmava). ©Tristram Kenton.
Por su parte, Aleksandrs Antonenko fue un Calaf absolutamente insuficiente, con evidentes signos de fatiga vocal. Si el pasado diciembre contamos como logró salir relativamente airoso de una función de Manon Lescaut a pesar de encontrarse indispuesto, esta vez los problemas vocales no pueden achacarse -que sepamos- a una enfermedad. Su voz suena gastada ya desde la primera nota, con constantes oscilaciones, cambios de timbre, una afinación imprecisa y enormes problemas en la zona del pasaje (especialmente en el fa), donde invariablemente se le rompía la voz. Tampoco su interpretación pudo disimular sus carencias vocales. El tenor letón nunca ha sido un prodigio de sutileza, pero en la citada Manon Lescaut demostró una importante mejora en este aspecto. Sin embargo, el personaje de Calaf es menos agradecido en este sentido y Antonenko, posiblemente condicionado por su estado vocal y más preocupado por terminar la función sin problemas mayores, se limitó a ofrecer un príncipe intrépido y orgulloso, pero que rivalizó en frialdad con la mismísima Turandot. En la tanda de aplausos parecía más aliviado que satisfecho.
El público dejó claro que, para ellos, la gran triunfadora fue Hibla Gerzmava en el papel de Liù. Es evidente que el carácter trágico del personaje así como la bellísima música que Puccini le proporciona incita a una respuesta entusiasta, a veces en exceso. Gerzmava tiene una voz atractiva, rica y dúctil, de una dulzura ideal para Liù. El problema es que no siempre la controla adecuadamente, mostrando cambios demasiado bruscos de dinámica y timbre, especialmente cuando pasa de piano a mezzoforte. Sus primeras intervenciones, incluida la esperada aria Signore ascolta, fueron algo irregulares por culpa de estas imperfecciones. En el tercer acto y con una emisión más cuidada, Gerzmava demostró su verdadero potencial, con una conmovedora aria final cantada, esta vez si, con una elegante y sólida linea vocal. Muy correctos y ágiles Michel de Souza, Aled Hall y Pavel Petrov como Ping, Pang y Pong respectivamente, en la acrobática e histriónica versión del trio de ministros que propone Serban. Muy bien In Sung Sim como Timur y correcto Robin Leggate como Emperador.
Acto tercero. Los tres ministros Ping, Pang y Pong (Michel de Souza, Aled Hall y Pavel Petrov) torturan a Liù (Hibla Gerzmava) para que les diga el nombre del principe desconocido. ©Tristram Kenton.
Impecable el coro de la Royal Opera House, en una partitura especialmente exigente. La orquesta aportó la densidad y el carácter necesarios para desplegar la suntuosa paleta de colores pucciniana (¡como se echa de menos en el insatisfactorio final de Alfano!). Dan Ettinger tuvo algunos problemas para mantener a los metales sincronizados en un par de fragmentos del primer acto. Por lo demás, su lectura fluyó con naturalidad entre la delicadeza de los momentos más íntimos y la grandiosidad de los más solemnes.
- La función del viernes 14 de julio de Turandot estará disponible en el canal de Youtube de la Royal Opera House hasta mediados de agosto, con un reparto alternativo que contó con Roberto Alagna, Lise Lindstom y Aleksandra Kurzak.
Acto tercero. Turandot (Christine Goerke) cede finalmente ante Calaf (Aleksandrs Antonenko) para alegría del pueblo y del emperador (Robin Leggate) que los observan. ©Tristram Kenton.
Sábado 15 de julio de 2017, Royal Opera House, Londres
Turandot
Música de Giacomo Puccini (final completado por Franco Alfano) i libretto de Giuseppe Adami y Renato Simoni.
Director de escena – Andrei Serban
Decorados – Sally Jacobs
Iluminación – F. Mitchell Dana
Coreografía – Kate Flatt
Choreologist – Tatiana Novaes Coelho
Director musical – Dan Ettinger
Princesa Turandot – Christine Goerke
Calaf – Aleksandrs Antonenko
Liù – Hibla Gerzmava
Timur – In Sung Sim
Ping – Michel de Souza
Pang – Aled Hall
Pong – Pavel Petrov
Emperador Altoum – Robin Leggate
Mandarín – Yuriy Yurchuk
Royal Opera Chorus
Orchestra of the Royal Opera House