por Marina Hervás Muñoz | May 11, 2016 | Críticas, Música |
Morgen und Abend © 2015, Clive Barda
El pasado noviembre de 2015 se estrenó en la Royal opera House Covent Garden de Londres Morgon og kveld de Georg Freidrich Haas (1953-) inspirada en el texto homónimo (arreglado como libretto por el mismo escritor) de Jon Fosse. Ahora se encuentra en la Deutsche Oper, que coparticipó en el montaje de la obra, donde vimos el pase del pasado 3 de mayo. Se trata de una obra corta (90 minutos), poco ambiciosa. Es una pieza dividida en dos partes, aunque no hay ningún corte entre ellas. Cuentan el nacimiento y la muerte de Johannes (Christoph Pohl), el protagonista de la pieza. La música comienza con tres solistas de percusión y la orquesta respondiendo a las llamadas de tambor con melodías típicamente espectralistas. El primer acto, por llamarlo así, correspondiente a la mañana («Morgon»), o al inicio de la vida, una metáfora típicamente romántica, recuerda a Beckett y a Grisey. La música de la orquesta trata de captar la atmósfera de Olai (Klaus Maria Brandauer), que espera la noticia del nacimiento de su hiijo. sin embargo, su espera es similar a la de Godot del clásico de Beckett: una espera de la espera. Habla y describe, de forma lacónica, sus inquietudes. Cuando el niño llega al mundo, anunciado por una exageradísima matrona (Sarah Wegener), Olai no se atreve a ir a verlo. El segundo acto, «Kveld» o noche (en sentido de evening inglés, para la que no tenemos traducción) Johannes ya es adulto, yse desierta con una sensación de ingravidez. Le visita su esposa fallecida, Erna (Helena Rasker) y su mejor amigo, también muerto, Peter (Will Hartmann), al estilo del señor Scrooge de Un cuento de navidad de Charles Dickens. Pero, en lugar de mostrarle a Johannes sus errores del pasado, le invitan a acompañarles. Es decir, le anuncian su muerte. Signe (Sarah Wegener), la hija de Johannes y Erna, esta vez moderada y delicada, una de las grandes sorpresas de la noche, aparece varias veces en escena y no es capaz de ver a su padre, ya muerto, que intenta hablar con ella, decirle que todo está bien aunque él se vaya. Haas une el principio y el final de la vida con el grito del recién nacido y el grito del que se queda en la tierra viendo cómo sus seres queridos se van.
Quizá uno de los puntos fuertes de esta obra sea precisamente su capacidad de tratar temas peliagudos y normalmente apaciguados por las herramientas del arte, como la muerte y el dolor. Aunque Haas no es crudo, sí que es diáfano, algo que hace destacar la radicalidad de la experiencia de un nacimiento y una muerte. Olai espera al nacimiento como el que sabe que esa buena noticia sifgnifica que uno ha crecido, que uno ya es suficientemente mayor como para ser capaz de ser reproductor, para ser padre, es decir, para no ser ya sólo hijo. La muerte, por su parte, puede entenderse a là Heidegger, como la dirección de nuestras vidas, no tanto porque es evidente que nos vamos a morir algún día, sino porque todo lo que consideramos único o irrepetible lo es proque nuestra experiencia del tiemppo es finita, y porque cuando algo único nos pasa no es por el evento en sí, sino porque nuestra capacidad del aquí y el ahora se limita con nuestra muerte. Aunque intuyo que Haas no quería llegar tan lejos, sí que hay algo relevante: y es tratar de captar musicalmente o, al menos, desde la música, el momento del nacimiento del otro (quizá me parecería más coherente la pieza con el nacimiento de uno mismo) y la muerte propia. Si bien sus figuras de los seres queridos que ya nos han dejado nos recogen y nos arropan en la muerte es bastante manida y se desteñían algunos toques pseudocristianos, como la luz, la vida eterna y una serie de figuras por el estilo, me parece interesante como ejercicio, como camino a explorar. Si normalmente la ópera ha contado historias que pasan entre el nacimiento y la muerte de sus personajes, aquí la obra se centra en los dos extremos, en los límites de los propios protagonistas. Este es sólo el principio, por eso decía que no parece una pieza muy ambiciosa.
Carente de ambición lo fue también musicalmente que, en lugar de utilizar leitmotive al uso, Haas tató de trazar atmósferas que terminábamos vinculando a cada personaje o a cada estado de ánimo vinculado a su rol. Así, la espera era siempre caracterizada por melodías espectrales. La hija de Johannes, Signe, y en ocasiones su madre, Erna, tenían asociadas melodías construidas por glissandi muy acusados. Los monólogos de Johannes (cantados) y de su padre, Olai (hablados) se construían mediante efectos en la orquesta de todo tipo. El problema de este recurso es que el efecto sólo actúa como tal si se puede relacionar con algo previo con lo que contraste. Cuando todo es efecto, resulta pobre e insuficiente, algo torpe. En general, la ópera, musicalmente, se quedaba pronto con poco que decir y sólo brilló el final de la ópera gracias a la excelente interpretación de la despedida de Johannes y Signe. La escenografía, por su parte, consistía en un par de muebles (una cama, una silla, una puerta) y un barco, punto de unión en el dúo entre Peter y Johannes, ambos compañeros pescadores (y una excelente excusa para recurrir a otra metáfora romántica del mar como la muerte, presente en Baudelaire, Rimbaud, Poe y otros tantos). Una luz cenital que cada vez era más intensa y un fondo de tela gris completaban el escenario, parco pero muy expresivo en su sencillez. Según acontecía, por decirlo de alguna forma, ya que en realidad no pasaba nada, la pieza, los elementos del escenario quedaban en primer plano, pues eran movidos por una plataforma rotatoria. La escenografía, en su sencillez, fue capaz de dignificar una obra que no termina de brillar por sí misma. Me faltó más trabajo orquestal (de la misma calaña que la fuerza de lo escrito para la sección de percusión), más trabajo compositivo, más trabajo letra-música. Faltaron mejores y más ideas, menos esbozo y más carácter definitivo. La ópera tiene el sabor de lo a medias. Quiere ser moderna, pero no le sale del todo bien. Al mismo tiempo, por texto y por el uso de leitmotive ambientales, por llamarlos de alguna manera, es bastante antigua, repetitiva en muchos aspectos, pero tampoco convence en su retorno a lo pasado. Creo que ahí está su problema: que no se atrevió a salir del punto intermedio, que trató de agradar un poco a todos. Y eso taicionó todo su potencial.
por Marina Hervás Muñoz | Abr 28, 2016 | Críticas, Música |
El pasado febrero la Deutsche Oper de Berlín estrenó su montaje de El caso Makropulos (Vec Makropulos) de Leoš Janáček, un compositor aún por descubrir seriamente en España. Esta obra, de 1926, dialoga con las mujeres protagonistas de la ópera de Puccini, pero también -y no sólo por el rol femenino, también musicalmente- con Lulú, de Alban Berg. Janáček prescinde de Leitmotive evidentes, y trabaja con la creación de estados emocionales. Es decir, sus Leitmotive, si es que los podemos seguir llamando así, hacen referencia más a situaciones, no a personajes. Expande el uso de lo tonal sin participar en ninguna de las escuelas predominantes por aquellos años y alcanza su fuerza expresiva con una orquesta llena de timbres, sobre todo en los contrastes entre los agudos y los graves y cromatismos muy acusados. En Cultural Resuena tuvimos la oportunidad de conocer el montaje el pasado 27 de abril. Se trata de una escenografía bastante sencilla, sin ambiciones, que no trata encontrar una complejidad interpretativa que haga que la obra y tal interpretación diverjan. Más bien había una intención clara de potenciar lo que ya estaba en la música y en el libreto sin grandes florituras. Esto es de agradecer cuando se sabe de la fina línea entre hacerlo bien, sin excedentes, y pasarse de listo. Pero empecemos por el principio.
La historia conjuga líos amorosos y problemas de herencia de varios personajes que confluyen en una mujer con muchos nombres, todos ellos con iniciales E. M. Estos diferentes nombres se los ha ido poniendo Elina Makropulos, hija del alquimista Hieronymus Makropulos, que probó con ella una pócima que permitía vivir al que la bebía 300 años. Elina, en el momento de la ópera, tiene 337 años. En el último acto, cuando es descubierto su secreto, aparece la reflexión fundamental de esta ópera, basada en un texto de Karel Čapek: ¿cómo se vive en un mundo donde la gente muere y el tiempo pasa cuando se sabe que no se envejece? Esto, a nivel vital de la protagonista, es importante, por supuesto, pero lo es más a la luz de las reflexiones teóricas que había dejado Nietzsche sobre el tiempo. Su Zaratustra, que no de forma casual es también en cierto modo un alquimista, un mago, como Makropulos, hace una pregunta que es su imperativo ético: ¿Seríamos capaces de repetir una y otra vez lo vivido, seríamos responsables de nuestro pasado como para hacerlo siempre presente? Ese es uno de los núcleos del eterno retorno. La responsabilidad, en alguien que sabe que no va a morir en el mismo margen del resto de los mortales, se cifra de manera diferente. Por eso E. M., que al final de la ópera ha dejado de saber quién es y se enfrenta a todos sus yoes, prefiere morir y no repetir su juego con la eternidad. Se da cuenta de que lo que en sentido abstracto sería abrazado por muchos humanos, la posibilidad de no envejecer, se vuelve problemático cuando se ven todas sus aristas. Querríamos vivir para siempre, sí, pero no ver morir a los nuestros.
También Bergson andaba por estos años pensando el tiempo. Las experiencias de la primera guerra mundial y los efectos de la creciente industrialización iniciada en siglo XIX hicieron que el tiempo se tomase muy en serio, ya no como un asunto matemático (es decir, en sentido formal) sino desde una perspectiva vital. Por eso Bergson se dedicó a pensar el temps dureé, el «tiempo duración» durante muchos años. El aspecto que más nos interesa aquí es su definición en la que señala que «la duración es el progreso continuo del pasado que corroe el porvenir». El «progreso continuo» del pasado rompe con la idea, quizá intuitiva, de que el pasado «pasa», de que se da de una vez para siempre, que queda ahí y configura el presente de manera irrevocable. Junto a Bergson, estaba Benjamin, que en numerosas ocasiones pensó cómo elaborar el pasado -es decir, asumía que el pasado es plástico y aún por trabajar- para hacer del presente. Así rezo su VI Tesis sobre el concepto de historia:
Articular históricamente el pasado no significa conocerlo “tal como verdaderamente fue”. Significa apoderarse de un recuerdo tal como éste relumbra en un instante de peligro. […] El peligro amenaza tanto a la permanencia de la tradición como a los receptores de la misma. Para ambos es uno y el mismo: el peligro de entregarse como instrumentos de clase dominante. En cada época es preciso hacer nuevamente el intento de arrancar la tradición de manos del conformismo, que está siempre a punto de someterla. Pues el Mesías no sólo viene como Redentor, sino también como vencedor del Anticristo. Encender en el pasado la chispa de la esperanza es un don que sólo se encuentra en aquel historiador que está compenetrado con esto: tampoco los muertos estarán a salvo del enemigo, si éste vence. Y este enemigo no ha cesado de vencer.
Musicalmente, Janáček habla de todo esto, se inserta plenamente en una generación preocupada por el tiempo en un sentido enfático, vital, y no meramente como un elemento formal que se rellena. E. M. sufre porque todo en ella es un pasado sin futuro, y tiene que desprenderse de lo que parece que nos hace únicos: nuestra identidad. Que se cambie de nombre no es baladí. Según las reflexiones de Benjamin, en el nombre se recoge la fuerza del lenguaje. En la historia se ha ido perdiendo el nombrar originario, según él, el divino, en el que la cosa correspondía a su nombre, en la medida en que en el lenguaje cotidiano la cosa mantiene una relación arbitraria con su nombre. El momento en que se nombra a un bebé, comienza su camino como ser humano nombrado y nombrador. E. M. prescinde de eso, es decir, renuncia a una parte de sa, lo que lo vconvierte, en el fondo, en una nadie.
La escenografía, inicialmente, dividía en dos el escenario, de tal modo que en una parte acontecía el presente y en la otra se sucedían escenas del pasado. Sin ser una idea brillante ni muy elaborada, era lo suficientemente efectiva como para que se comprendiera el entretejido temporal de la obra Lo mejor, aunque suene muy crudo: no molestaba. Pero el peso caía sobre los personajes, un riesgo que sólo se debía asumir si se estaba muy seguro del éxito de su capacidad teatral. Vimos a un parco Seth Carico como Dr. Kolenaty, en contraste con una estupenda Jana Kurukova como Krista, un frío pero convincente Ladislav Elgr como Albert Gregor, una actuación fría y calculada como su personaje, es decir, muy adecuada de Derek Welton como Jaroslav Prus, una mejorable intervención de Gideon Poppe como Janek, al que le faltaba fuerza y creerse su personaje, que no terminó de intergrarse en el elenco y a un Vivek, interpretado por Paul Kaufmann ausente, en cierto modo prescindible. Robert Gamill como Hauk-Sendorf hizo de sus intervenciones de lo mejor de la noche, a un altísimo nivel interpretativo y vocal. Siendo el personaje más devastador de todos, porque situa en un presente imaginario el pasado ya casi olvidado de E.M. y supone un giro musical radical con la integración de las castañuelas pero sin sonido español como sugiere el texto (algo realmente interesante, pues rompe con una tradición en la que se imaginaban «colores exóticos» para lugares considerados periféricos de la Europa avanzada y respetada, a saber Francia, Italia, Austria y Alemania), dio a la escenografía y al montaje un giro cualitativo. Evelyn Herlitzius, en el papel protagonista, aumentó en calidad según avanzaba la obra, demostrando en el tercer acto porqué se había guardado todo su potencial hasta entonces. Allí sacó todas sus cualidades vocales y teatrales, que sólo había apuntado anteriormente. Su presencia era toda elegancia y buen criterio, incluso cuando E. M. se da cuenta de su destrucción cuando se averigua el secreto de su edad. Para exponer su relación con el pasado, David Hermann, el encargado de la escenografía, puso a varias mujeres parecidas vestidas con trajes de otras épocas, para hacer entender al público las diferentes identidades de E.M. Muy simple y probablemente insuficiente para esta complejidad, sobre todo por una coreografía plana y sin demasiada gracia. Sin unos protagonistas con tanta fuerza, y sin esa música que corta el aliento en muchas ocasiones, deliciosamente bien interpretada por la Orquesta titular de la Deutsche Oper bajo la batuta y el buen gusto de Donald Runnicles, esta crítica no sería tan generosa con la escenografía, que no explotaba prácticamente la riqueza del texto, sino se limitaba a explicitar sus lugares comunes. Como ya señalé, esto no es problemático mientras no moleste. Imperdonable fue, sin embargo, la simpleza de la conclusión final, en la que E.M. se invierte para convertirse en «me» (yo en inglés, en este contexto) rompe precisamente con la complejidad de la multiplicidad de identidades, que cuestiona la unicidad del yo. Ahí se sobrepasó esa fina línea que hablábamos al principio: la que separa lo sencillo del pasarse de listo.
por Marina Hervás Muñoz | Abr 6, 2016 | Críticas, Música |
El debate sangrante que se produce en los ámbitos musicológicos y algunos de la crítica musical es cómo poder acercar la música clásica (sea lo que sea eso) a la gente normal. Yo, hace ya algún tiempo, hablé de más (pero sobre todo, mejor) pedagogía musical. Hay otros que optan (además) por pensar qué es lo que lleva gustando a la gente unos cuantos años sin caer en la mediocridad. Desde esta postura se ha concebido el montaje de la obra eterna La flauta mágica de Mozart de la Komische Oper de Berlín, que está en cartel con un «Ausverkauft» (todo vendido) desde el 25 de noviembre de 2012, que comenzó a estar en cartelera. Yo no había sido de esas afortunadas que la pudo disfrutar ni en la capital alemana ni en la española, donde estuvo en el pasado mes de enero, hasta el día 2 de abril, en que celebrara su segunda reposición del año presente. Este montaje, idea original de los miembros del colectivo 1927 Paul Barritt y Suzanne Andrade en colaboración con Barrie Kosky, puede ser o más o menos criticado (aunque toda la crítica lo elogia sobremanera) pero da una lección importante: que con imaginación (y mucho trabajo, eso sí) se pueden seguir siendo original en la ópera. Lo más gracioso es que, en este caso, en realidad no se ha sido original en absoluto, sino que el lenguaje teatral de la ópera se ha adaptado al del cine, que es una industria que de manera reiterada confirma su éxito entre el público. Es irónico: el cine en el que se han fijado es el mudo, algo paradójico, al menos, si de lo que se trata es de música.
Pero esto tiene varias caras: por un lado, que se puede tratar la música de Mozart como la del organista que hacía efectos y ponía música de fondo. Por lo tanto, el público poco habituado a la ópera se convencerá de que «no es tan aburrida» (porque, al fin y al cabo, la música está en un segundo plano, es casi decorativa). Esto fue una auténtica lástima, porque la partitura no tiene desperdicio. Admirada por compositores posteriores, como Beethoven, en ésta se adelantan muchas cosas que aparecerán en el siglo XX (como el famoso quinteto «Hm, hm, hm», que avanza el trabajo vocal no significativo) y también es una muestra evidente de la genialidad del músico austriaco, que combina en este singspiel, escrito unos meses antes de morir, lo mejor de su técnica. Si bien no comparto algunas de las decisiones de Alexander Joel, el director al frente de la orquesta titular de la Komische Oper), que fue demasiado brusco en los forte y estiraba demasiado los silencios dramáticos, la orquesta reclamaba con su calidad sonora un espacio más importante que el mero acompañamiento. Y esto, me temo, en este montaje es inconcebible.
Por otro, porque aparecen los personajes que pertenecen al mundo pop vienen garantizando ventas de camisetas, tazas, y otros artículos de merchandising. Vemos un Papageno (Tom Erik Lie) que habla de Buster Keaton más joven, tan tierno como Chaplin. Monóstatos (Peter Renz) es una versión poco estilizada de Nosferatu. Pamina (Sidney Mancasola) se parece a las bailarinas de variedades cuyo interés fue renovado recientemente en The artist. Tamino (Adrian Strooper) era una mezcla de varios galanes de Hollywood. Y Sarastro (Stefan Cerny) en una versión seria de Max Linder. Todos ellos representaban sus papeles en La Flauta mágica como si hubiesen sido sacados de un plató directamente: Tamino elegante -a veces tanto que resultaba sosísimo-, Pamina representando la delicadeza y la calidez, algo que hacía perder fuerza al personaje, Papageno, torpe y valiente y, contradiciendo la presentación que él hace de él mismo, en la que dice que siempre está alegre, encarnaba esa sonrisa tristísima del mejor Chaplin, que en cierto modo se reía por no llorar. Los más fans de La Flauta mágica -o quizá de su archiconocida Der hölle Rache- se preguntarán porqué no he nombrado aún a La Reina de la Noche (Beate Ritter). Ella no era ningún personaje de ficción cinematográfica, sino una araña gigante. Pese a las pocas posibilidades de movilidad -y por tanto, de actuación- que tenía, fue sin duda uno de las mejores de la noche y sus dos arias principales fueron sobresalientes.
La siguiente cara de este montaje tiene que ver con otro debate sangrante de la musicología, el que se pregunta por el hasta donde se respetan las obras de arte. La producción de la Komische Oper, desde luego, se ha ganado un puesto de honor en el certamen de hacer lo que les da la gana con las obras, algunas veces con gran éxito y otras con grandes fracasos, como en el caso de Puccini/Bartok del que les hablé una vez. La transgresión de esta vez consiste en la adaptación de las partes habladas de la ópera a cartelas como en el cine mudo con un fondo de música de Mozart ajena a la de La Flauta mágica, ya que pertenece a la Fantasía en do menor K. 475.
Llegamos a la última cara. El mundo de la proyección sugería uno distinto al simbolismo masónico que parece que se trasluce en el libreto original. Aparecen personajes que podrían hacer sido sacados de Disney, los sacerdotes son autómatas de los que vemos su forma animal y la maquinaria, la flauta mágica y las campanillas no son tales, sino mujeres (algo que explota la búsqueda del amor que guía a los dos protagonistas masculinos), etc. Es decir, la proyección -que hacía las veces de escenografía- consiguió algo que a mí me parece esencial siempre que esté bien hecho, como en este caso (no como en la versión en la misma casa en 2007): contar historias paralelas que se trasluzcan del texto original. Esta es la única forma, por ejemplo, de no escandalizarse con lo que en el mundo de hoy nos parece un texto profundamente machista y maniqueo como el de La Flauta mágica.
Creo que no me equivoco si me arriesgo a vaticinar que este montaje no será pasado por alto. Pone entre las cuerdas los montajes más tradicionales y habla de la necesaria actualización a los medios actuales de la ópera. Como todo lo arriesgado tiene errores, incluso imperdonables, como la adaptación libre de los textos de Mozart y la inclusión de otra música que rompe con la lógica de la principal. Pero precisamente aquello que ha sido más cuestionado en este montaje, la primacía de la escenografía sobre todo lo demás, me parece que tiene un momento de verdad: que la ópera, que se ha convertido de un tiempo a esta parte, gracias a muchos montajes, en una mera sucesión de momentos virtuosísticos de stars, debe recordar con qué otra arte se emparenta: el teatro y nos las galas de lieder de los salones de la burguesía. Considero que algo vale la pena si motiva el pensamiento y cuestiona su tradición: es el caos de esta versión de La Fñauta mágica que, desde luego, no dejará a nadie indiferente.
por Elio Ronco Bonvehí | Feb 12, 2016 | Críticas, Música |
Como ya comentamos en la crónica del Otello de Rossini representado en el mismo Liceu, este título se ha convertido en maldito para el teatro. A la cancelación del tenor Aleksandr Antonenko se sumó la de la soprano Carmen Giannattasio. Para sustituirlos se confió en José Cura y Carl Tanner para el rol de Otello, y en Ermonela Jaho y Maria Katzarava para el de Desdemona. Ninguno de ellos, aunque cada uno por diversas razones, ha resultado una elección acertada para los roles respectivos. Aquí nos limitaremos a comentar las prestaciones de Carl Tanner y Maria Katzarava, que fueron los interpretes de la función a la que asistimos. (más…)
por Elio Ronco Bonvehí | Feb 8, 2016 | Críticas, Música |
A raíz de una serie de lamentables accidentes, la ópera La Forza del Destino de Giuseppe Verdi ha adquirido la fama de título funesto. A partir de ahora, en el Liceu, será Otello la que lleve esta etiqueta, debido al gran número de cancelaciones y sustituciones de última hora que han acumulado las óperas de Rossini y Verdi basadas en la tragedia de Shakespeare. Ya hablaremos del título verdiano en su momento, para el de Rossini estaban previstos los esperados debuts de Lawrence Brownlee y Julia Lezhneva. La sustitución del tenor americano por Dmitry Korchak estaba anunciada desde hace tiempo, pero la de Lezhneva fue una sorpresa de última hora, a pocos días del estreno y sin justificación alguna por parte del teatro, que se limitó a anunciar el cambio. Demasiadas bajas en solo dos títulos, y sin dar ninguna opción de cambio o devolución a los compradores. Parafraseando a Shakespeare, ¿algo está podrido en el Liceu? (más…)