por Cristopher Morales Bonilla | Oct 25, 2016 | Artículos, Cine, Críticas |
La conformación y creación de un nuevo partido político es un fenómeno que parecía ya relegado a las viejas generaciones. Más aún, la posibilidad de que una nueva fuerza política pudiera, como mínimo, desestabilizar la hegemonía del bipartidismo, parecía condenado a la utopía.
El componente histórico de un nuevo partido político viene dado por su capacidad para, en poco tiempo, hacer que un sistema político determinado ya no pueda entenderse sin ese elemento novedoso. Esa entrada en la historia proviene de su sensibilidad a la hora de entender que nuevas relaciones sociales empiezan a exigir un conjunto de demandas que el estado, y el conjunto de fuerzas políticas que lo constituyen, no pueden hacer frente.
Más allá de la multitud de posiciones que se pueden tomar, la creación de Podemos ya es un acontecimiento histórico por una razón principal: ha venido para destruir el bipartidismo del sistema político parlamentario español. Si durante mucho tiempo la doctrina de la estabilidad institucional sirvió para que el reparto del estado entre el PP y el PSOE se viera como la muestra de la solidez de aquel sistema político que surgió de la Transición, a partir de Podemos esa confianza ha empezado a quebrarse. ¿Qué ocurrió para que esta confianza comenzase a romperse? La irrupción del 15M fue el momento en que la cultura de la Transición empezó a romperse. El grito de «No nos representan» iba dirigido al bipartidismo, precisamente porque el estado estaba constituido por esos dos partidos. La crisis práctica de la representación política abrió la puerta para que una nueva forma de hacer política pudiera, por lo menos, plantearse. Esta nueva forma no era otra cosa que el propio movimiento, el mismo 15M. La recuperación de las plazas como lugar de encuentro, la crítica a la democracia representativa o el rechazo a la especulación económica como causante de la crisis iniciada en 2008 ya eran una forma de hacer política que no era institucional pero que sí era directa, deliberativa, horizontal, autónoma y, en muchos aspectos, más acorde a nuestros nuevos tiempos que aquella circunscrita al parlamentarismo.
Esta diferencia entre dos concepciones de lo político son muy importantes para entender el propio auge de Podemos. El conflicto entre la institución y la calle, para reducirlo de forma esquemática, juega un papel muy importante en el relato que cuenta Política, manual de instrucciones, un documental de Fernando León de Aranoa.
La historia que se muestra es la que va desde la fundación del partido en el congreso de Vistalegre en Madrid (18/10/2014) hasta las primeras elecciones generales en las que se presentan (20/12/2015). Por lo tanto, es el desarrollo de cómo un movimiento se convierte en partido político. Es el viaje de la calle a las instituciones.
Ya en el momento de la inauguración del partido se muestra la diferencia de modelos organizativos, y de formas de entender la política, de la que surge Podemos. Principalmente dos: por un lado, el grupo de Pablo Iglesias, que aboga por una organización centralizada y jerárquica alrededor del líder – secretario general, Pablo Iglesias. La segunda, que apuesta por repartir el liderazgo entre varias personas para dar más peso a los círculos, órganos democráticos de base de los que surgió la conformación del partido, en donde si sitúan Teresa Jiménez o Pablo Echenique.
Como ya es sabido, la propuesta que ganó fue la de Pablo Iglesias. Sin embargo, el documental muestra que las diferencias entre los dos grupos fueron mucho más importantes de lo que, en un principio, parecía. Los desacuerdos fueron tan importantes que lo que se pone en juego es la posibilidad de articular un movimiento político capaz de ganar el poder a través de unas elecciones, sin por ello crear un partido político tradicional.
¿Qué hubiera pasado si la opción «circulista» hubiera ganado? Probablemente sí que hubiera existido un grupo político que hubiera hecho posible esa aspiración de «otra política posible». La pregunta es cuál hubiera sido el límite de una forma semejante en un sistema representativo que ha creado una sociedad acostumbrada a las formas tradicionales de hacer política.
Probablemente, esta sea la parte más interesante de todo el documental, porque muestra una posibilidad truncada de haber apostado por formas nuevas de hacer política, con todos los riesgos que eso conllevaba.
El resto del recorrido hasta las elecciones generales no es más que la construcción de una posición paradójica: un partido nuevo, que aspira a transformar el país y la política, se va posicionando a nivel nacional e internacional con los gestos y ademanes de los partidos viejos: viajes internacionales para recabar apoyos, presencia masiva en medios de comunicación, defensa de los ataques mediáticos sin la valentía que supondría romper con todo lo que tuviera que ver con el nuevo marxismo latinoamericano, etc.
Esta segunda parte tiene el interés de ver cómo se conforma a nivel interno y externo un partido político en relación a su cotidianeidad: creación de un programa, dinámicas electorales, etc. Aunque los fantasmas de aquella posibilidad realmente democratizadora vuelven a surgir de vez en cuando en relación a cuestiones de organización, lo cierto es que la unidad y fidelidad (curioso el rol absolutamente mesiánico del líder que se respira en las reuniones en las que se deciden cuestiones realmente importantes) parecen ser el pegamento con el que funciona un partido político.
Tal vez sin quererlo, Política, manual de instrucciones confirma que la historia de Podemos es la historia de una desilusión, de un movimiento político como el 15M del cual podría haber salido una organización más allá de la forma-partido, pero el cual fue clausurado rápidamente por ese mismo gesto que entiende que toda política debe llegar a ser parlamentaria o no ser.
por Javier Santana | Jul 25, 2016 | Artes plásticas, Artículos, Libros, Recomendaciones, RESONANDO |
Imagen: DreamHack LAN Party, Tofelginkgo, 2004 (CC-BY-SA 1.0)
Debemos el actual orden de poder mundial a una determinada conjunción entre cultura y espacio. La atribución de un determinado contenido cultural (tradiciones, producciones artísticas, figuras históricas, costumbres, sabiduría, idiomas, valores, etc.) a un lugar claramente delimitado (país, ciudad, región, continente, norte/sur, oriente/occidente, centro/periferia, etc.) es un gesto que se quiere inocente, pero que esconde la inauguración de una metafísica de lo local, de lo propio y lo extraño, de lo culto y de lo vulgar, de lo normal y lo exótico. Es a través de esta atribución geoespacial, de esta territorialización de la cultura, como se fundamenta la autoridad política. Durante el siglo XIX, este gesto que coloca la cultura de aquí, la cultura ubicada, como referencia política paradigmática, tuvo su más exitosa versión en el proceso histórico conocido como nacionalismo. Las consecuencias del enorme éxito que tuvo dicho proceso aún son patentes hoy, en un sistema político internacional en el que el principio de soberanía nacional sigue sin ser cuestionado (como demuestran los recientes acontecimientos de la crisis europea). No obstante, la atribución geoespacial de la cultura no empezó con el nacionalismo, pues ya desde hace siglos hablamos de la Antigüedad clásica como algo específicamente mediterráneo (Grecia, Roma, Jerusalén) de la cual el Renacimiento debía reapropiarse, o del budismo como una religión que, si bien se originó en la India, es la que conforma la tradición de China y de sus esferas de influencia geográfica, etc. (más…)
por Marina Hervás Muñoz | Jul 8, 2016 | Artículos, Música, Recomendaciones |
Si hablamos de canción protesta nos vendrán automáticamente a la mente las imágenes de las chaquetas de pana (tan maltratadas en los últimos tiempos por algunos debates políticos), las melenas, las patillas y las guitarras. Quizá algunos tengan memoria más allá y vean a Bob Dylan y a Joan Baez haciendo de las suyas, o un poco más abajo, a Nacha Guevara, Mercedes Sosa o Violeta Parra cantando en algún local pequeño de un barrio obrero. Aunque ahora no puedo meterme en el debate sobre la definición de la canción protesta, parece que hay un cierto acuerdo sobre su origen temporal -en los años 60-70 del siglo XX- y más o menos sobre su objetivo -generar canciones de reflexión y de crítica al sistema-. Lo problemático comienza cuando se trata de delimitar su contenido, pues en muchos casos se da una mezcla entre la «canción de autor» -el songwriter en inglés- y la canción popular. En el caso español, aunque también en muchos compositores latinoamericanos, la canción protesta se une con la recuperación de lo prohibido o de lo reprimido (¿Sería canción protesta Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, que compusieron sus canciones siguiendo el ideario de la revolución cubana?). Paco Ibaez cantaba desde el exilio a Antonio Machado y a Lorca -y a Quevedo, León Felipe, Pablo Neruda, etc.-, reivindicando la fuerza política de lo poético; Joan Manuel Serrat, antes de volverse peor que aquello que criticaba, cantaba en catalán, al igual que Mikel Laboa, que lo hacía en euskera: ambas lenguas prohibidas por el régimen franquista. Otros músicos trataban de hablar de una cultura en extinción o de corte popular/folklórico, como es el caso de Los indios tabajara o, en España, de Jarcha.
Recientemente, ha aparecido un disco, Domus, de Silvia Pérez Cruz, y una cantautora, en el caso de Palito que, según mi criterio, han traído aire fresco a este asunto de la canción protesta. No se trata de que sea gente joven la que compone, pues hay buenos ejemplos de jóvenes cantautores, como Ismael Serrano o Marwan, sino de lo que hacen con el género. El primer caso es, como decíamos, el disco Domus (Universal, 2016), que contiene la banda sonora de la película Cerca de tu casa, de Eduard Cortés, que la cantante también protagoniza. La película habla de una de las tragedias sociales más terribles de los últimos tiempos, y que han puesto en jaque mate los principios democráticos de la sociedad, en este caso, española: los desahucios. Más allá de su origen, de intención filmográfica, el disco tiene fuerza por sí mismo, aunque canciones como «Cerca de tu casa» es evidentemente música de fondo para la imagen. ¿Por qué refresca el concepto de canción protesta Domus?, se preguntará usted, ávido lector. Este disco descoloca al oyente habitual de canción protesta desde su primera canción, «No hay tanto pan», que evidentemente coge una de las frases más cacareadas en las manifestaciones, a saber, «no hay tanto pan para tanto chorizo». Tres elementos son los que llaman la atención: primero, la sencillez de su letra, que rehúsa la tendencia a la poesía hipermetafórica de la canción protesta habitual. En relación a esto llegamos al segundo aspecto, la cercanía del texto a sus protagonistas, «Mercedes, Patricia, Jaime, Juan,….», que ya no se nombran sin ser nombrados, metaforizados. Aunque hay un antecedente evidente en esto, en «Te recuerdo Amanda», de Víctor Jara, no es tan habitual el acceso directo a los interlocutores o protagonistas de la letra. Pensemos, por contra y por ejemplo, en «Hombre pequeñito», el poema de Alfonsina Storni musicado por Imanol o por Rosa León. El último elemento es que el «para tanto chorizo» nunca llega. Con la elegancia que caracteriza a SIlvia Pérez Cruz, ella modifica esta frase para explicar la situación de los desahuciados: no hay tanto pan para alimentar todas sus bocas. Aunque las frases de las protestas ya se habían introducido en las canciones, como «No nos moverán», que clamaba Joan Baez, normalmente se utilizaban literalmente, no se invertía su significado. Otra de las canciones que desplazan este concepto de canción protesta es Sí se puede, grito de guerra de la PAH (Plataforma de afectadxs por la Hipoteca), donde Silvia Pérez Cruz añade una melodía, que es al mismo tiempo hilo conductor del disco, a grabación real de manifestaciones y protestas anti-desahucios. Nuevamente, ella invierte el protagonismo, y se deja diluir para dar voz a los que se les ha robado. Lo mismo pasa en «Todo hombre», donde oímos cantar a Lluís Homar y a Pepo Blasco, compañeros de elenco en la película, que no llegan a los agudos y a veces se les van las notas. Pero no importa, lo que prima es la sencillez, la rotundidad de su mensaje, y la sensación de que esta canción la podría cantar cualquiera, en cualquier rincón, como marca de lo que decía Blas de Otero: después de todo, «me queda la palabra» (por cierto, musicada por Paco Ibañez), en el poema «En el principio»:
Si he perdido la vida, el tiempo, todo
lo que tiré, como un anillo, al agua,
si he perdido la voz en la maleza,
me queda la palabra.
Si he sufrido la sed, el hambre, todo
lo que era mío y resultó ser nada,
si he segado las sombras en silencio,
me queda la palabra.
Si abrí los labios para ver el rostro
puro y terrible de mi patria,
si abrí los labios hasta desgarrármelos,
me queda la palabra.
El siguiente ejemplo que he seleccionado es Palito y su disco homónimo (Chulos Records, 2014), una cantante gallega apodada así por sus piernas delgadas como palitos. Es pura explosión de energía sobre el escenario cuando -con telón de fondo spinoziano- invita al público a gritar con ella ‘¡Libertad!’. Algunos la ven como la encarnación -algo- menos alcóholica de Javier Krahe convertido en mujer. Pero yo creo que Palito no es una mera seguidora de Krahe -algo que ya, de por sí, si está bien conseguido, sería decir muchas cosas buenas de ella- sino que ha conseguido esculpir una personalidad propia. Si se parece a Krahe es porque sus canciones se ríen de la vida, tanto porque a veces más vale reír que llorar como porque en la exageración y en la ironía se esconde la fuerza de la verdad. Una lectora y seguidora de Plotino y de Mihura, licenciada en Filosofía, que hace que sus canciones tengan muchas esquinas: la de la risa fácil o la del que mira con lupa todas sus referencias. De nuevo se preguntará usted ávido lector, dónde está la protesta en esta muchacha. Pues bien, desde mi punto de vista, Palito resitúa la canción protesta por varios motivos: primero, porque destabuíza algunos de los temas habituales de la experiencia cotidiana, como la sexualidad de la gente ‘normal’, marcada, en negativo, por las revistas con chicas photoshopeizadas con chicos idem, es decir, por relaciones heterosexuales cuyos protagonistas poseen cuerpos diez, o de la pornografía. Ella le da voz la gente mayor, como en «Esperanza, espera«, o habla de problemas comunes a la hora de ponerse al tema, como en «Tres copas de sombrero» o en «Sucumbir«. No hay tabú, no hay obscenidad, no hay objetualización del cuerpo, tampoco estratosféricas metáforas sobre el amante, sino humor desde las experiencias de una «cualquiera», en el mejor sentido de la palabra. Segundo, porque desmasculiniza la canción protesta y de la canción de autor, algo que en pocas ocasiones se toma en serio. Es importante hacer el ejercicio de reflexionar desde dentro sobre la propia práctica. Un ejemplo evidente es la angustia de las entrevistas de trabajo y todo su montaje, donde el entrevistador suele ser un proto macho alfa, como en «La entrevista», que al mismo tiempo es una protesta contra la «insoportable levedad del neceser» o, la necesidad de «disfrazarse de mujer» que vivimos muchas mujeres. Por último, al igual que señala en el caso de Silvia Pérez Cruz, se elimina el peso de las metáforas: su lenguaje es directo, pese a la finura de sus juegos de palabras. Su protesta es contra la normalidad no crítica, contra lo que asumimos que «simplemente se ha hecho así siempre», o contra aquello que nos avergüenza como colectivo social, las represiones sociales aún operantes. Es decir, en Palito no hay una afrenta contra el sistema político, sino contra aquello de ese sistema que nos creemos e interiorizamos, contra decir que sí mirando al suelo.
Aquí concluyo esta primera parte de la nueva canción protesta. El siguiente artículo versará sobre aquellos grupos que, de entrada, no se definirían como compositores de canción protesta, pero que en los últimos tiempos tienen una intención crítica o reivindicativa. Seguimos…
por Cristopher Morales Bonilla | Jun 7, 2016 | Artículos, Cine |
La historia de los conocidos como los diez de Hollywood es el ejemplo perfecto de cómo en determinadas coyunturas históricas dos modelos de sociedad aparentemente contrapuestos pueden llegar a desarrollar mecanismos muy similares de defensa ante la misma amenaza. Poco tiempo después del final de la II Guerra Mundial, comenzó a desarrollarse un clima de persecución a todo elemento social que pudiera estar relacionado de alguna u otra manera al comunismo, desembocando en la caza de brujas liderada por el senador Joseph McCarthy.
Dalton Trumbo era, por entonces, uno de los mejores guionistas de Hollywood. Su prestigio era tan grande que fue precisamente ese elemento el que le salvó del ostracismo. Cuando las acusaciones de ser un peligroso agente comunista le llevaron a la cárcel, el único modo de conseguir volver a trabajar fue el de usar un seudónimo con el cual poder seguir escribiendo guiones. Al principio, sólo pudo hacerlo para producciones de serie B. Pero el problema es que era demasiado bueno para no aprovechar su talento en las grandes producciones. Películas como Spartacus de Stanley Kubrick fueron escritas por él en el más absoluto secreto.
Precisamente, su forma de sobrevivir a las acusaciones y al ostracismo fue la de ser más capitalista que los propios capitalistas, es decir, más americano que los propios americanos conservadores. Cuando los representantes más ideologizados presentan el límite de la necesaria adhesión a una americanidad que está en absoluta contraposición a los valores teóricos del comunismo, lo que hacen es plantear sin quererlo el hecho de que la búsqueda de beneficio es la verdadera esencia de dicha americanidad. Por este motivo, el propio talento de Trumbo le convertía en el verdadero representante del capitalismo en comparación con los defensores conservadores de la ideología, es decir, de ese sistema en el que la consecución del beneficio ya se sitúa por encima de todo.
¿Qué valor puede tener la historia de Dalton Trumbo, una vez que parece que el fantasma del comunismo parece haber desaparecido completamente? En concreto, que al ser un fantasma su presencia nunca es total, del mismo modo que tampoco lo es su ausencia. Desde el punto de vista del relato, Trumbo es una víctima de un período especialmente desquiciado de la ideología norteamericana y su hegemonía. Su verdadero delito no sería otro que el deseo universalizable de justicia y de reparto de la riqueza, es decir, aquello que en el viejo continente ha llegado a identificarse con la socialdemocracia.
Aunque la política norteamericana nunca ha dejado de temer a ese fantasma del comunismo, lo cierto es que en el contexto del Estado español esta presencia fantasmal parece más presente que nunca, si es que un fantasma puede tener grados diferentes de presencia.
A raíz del auge de Podemos, se han vuelto a oír otra vez las cadenas de ese fantasma, ahora mediatizado a través de una sobre-preocupación absolutamente ideologizada por la suerte de los regímenes de Venezuela e Irán en base a las relaciones que algunos miembros de Podemos tuvieron con esos países en el pasado. Mediante una transferencia ideológica artificial, se sospecha que el fantasma del comunismo bolivariano y/o de la dictadura teocrática iraní pueden empezar a amenazar la vida política española. Curiosamente, aquellos que buscan los rastros de ese fantasma son los mismos que no dejan de legitimar el relato de la Transición como el momento de la reconciliación verdadera entre las ideologías encontradas. Lo que esta historia cuenta, y que parece olvidarse de modo interesado, es que el comunismo dejó de ser un fantasma para convertirse en una presencia identificable dentro de la nueva vida política española.
De alguna forma, las posiciones que agitan el fantasma caen por detrás del relato mismo de la Transición, es decir, en el momento en que la ideología ultra del fascismo franquista entendía al comunismo como amenaza inasimilable, es decir, en el mismo momento en que McCarthy se alinea con el fascismo europeo en su cruzada contra el comunismo. Por eso, cabría preguntarse si la historia de Trumbo nos resulta lejana o si está más cerca de lo que pensamos en la coyuntura histórica en la que el fantasma del comunismo, pese a ser sólo un fantasma, parece volver a amenazar a Europa.
por Pablo Mato Cano | May 11, 2016 | Críticas, Teatro |
Juan Mayorga, recientemente galardonado con el Premio Europa de Realidades Teatrales, suele decir que “el texto sabe cosas que su autor desconoce”, defendiendo así que el teatro es el arte de la colaboración y que sus textos se encuentran siempre abiertos a las aportaciones de actores, directores y demás participantes del hecho teatral y, por tanto, son susceptibles de reescritura. También suele decir que “el lenguaje es la cuestión política por excelencia”. Sobre estas dos afirmaciones podemos empezar a comprender dos obras de su autoría que se pueden (y deben) ver estos días en Madrid:
FAMÉLICA
Me referiré en primer lugar a Famélica, que estará en el Teatro del Barrio hasta el día 27 de junio, aunque ya lleva un tiempo en escena (yo tuve la oportunidad de verla en el Teatro Lara el verano pasado). La idea surge del encuentro de Mayorga con la compañía teatral La Cantera y consiste en un experimento por el cual el autor enviaba a los actores y al director, Jorge Sánchez, escenas sueltas que iba escribiendo, y estos trabajaban sobre ellas sin saber qué ocurriría a continuación, de tal manera que la obra se mantenía viva y en conversación tanto en el escenario como en el papel.
El resultado es una comedia irreverente, de diálogos frenéticos y frases vertiginosas, en la que se plantea la creación de una “sociedad secreta, insólita, extravagante”, en palabras del autor, una organización comunista dentro de una gran empresa, una multinacional que podría ser cualquiera. La organización fundamenta sus virtudes en la fraternidad, o el encubrimiento de los compañeros, y sobre todo en la improductividad absoluta, en la resistencia pasiva contra el capitalismo: sus miembros pueden dejar de trabajar en sus tareas y dedicarse a aquello que realmente les guste, pareciendo además trabajadores modélicos a ojos de sus jefes.
La obra se recrea en el lenguaje al servicio del disparate: las fórmulas propias del lenguaje político comunista, los símbolos, himnos y demás nomenclatura otorgan consistencia al propósito libertario de los personajes y sentido del humor al conjunto de la obra. “Estamos construyendo una sociedad secreta de hombres sin cadenas”, “Somos la organización del momento” o cantar en voz baja la «Famélica legión» son algunos ejemplos del tono de la obra. No es exactamente una parodia del comunismo, tampoco una crítica feroz del sistema del mercado; es una comedia, una farsa iconoclasta, que pretende agitar la discusión política desde la sátira, sin dejar de formular preguntas.
ANIMALES NOCTURNOS
En 2002 la Royal Court de Londres invitó a Mayorga, junto a otros dramaturgos a presentar una escena sobre un tema de especial relevancia en la actualidad española. Eligió la ley de extranjería, recientemente aprobada por el parlamento, que permitía a cualquier ciudadano denunciar a otro por no tener papeles. Esa escena, «El buen vecino», se convirtió en una obra más larga, Animales Nocturnos, que se estrenó en el teatro La Guindalera un año después. La joven compañía el Aedo Teatro acaba de estrenar en el Fernán Gómez un nuevo montaje de la obra dirigido por Carlos Tuñón e interpretado por Jesús Torres, Pablo Gómez-Pando, Viveka Rytzner e Irene Serrano. Se podrá ver hasta el próximo 5 de junio.
La premisa de la obra es sencilla: dos vecinos, un hombre alto y un hombre bajo, se cruzan cada día en la escalera; el primero vuelve de su trabajo nocturno y el segundo se dirige hacia el suyo (diurno). El día en que se aprueba la Ley de Extranjería su relación cambia: el Hombre Alto es un “sin papeles” mientras que el Hombre Bajo es español. La frase “el zorro sabe muchas cosas, el erizo una pero importante” se convierte en un mantra que evidencia la naturaleza de la relación entre estos personajes y la trascendencia del secreto compartido.
Se trata de un montaje repleto de signos y guiños, en el que nada resulta aleatorio o arbitrario, construido en estrecha colaboración entre la compañía y el propio autor, que durante el proceso ha reestructurado parte del texto y depurado pasajes, en un nuevo ejemplo de reescritura a pie de escena. Mención especial merece la escenografía: una versátil caja de madera cuyo movimiento y disposición nos traslada de una escena a otra de la obra, diferenciando espacios y sugiriendo emociones, miedos y necesidades encerradas en los muros de nuestra intimidad. Desde esta humilde tribuna quisiera destacar el trabajo de Jesús Torres, que comprende y muestra las sutilezas y los matices del personaje del Hombre Bajo: sus frustraciones, sus deseos insatisfechos, su mediocridad y, a la vez, una ternura difícil de transmitir bajo las premisas de la obra, que consigue, como suelen conseguir los textos de Mayorga, que salgamos de la sala con más preguntas que certezas.
Para Mayorga, esta sociedad “nos está educando para dominar o ser dominados” y el teatro es el lugar idóneo para mostrar la violencia cotidiana, las relaciones de poder entre entre distintos tipos sociales, para analizar al individuo tanto en su vertiente emocional como política, defendiendo así su ideal de que “el teatro debiera ser un sitio tal que los cobardes quisieran alejarse de él”.