por Marina Hervás Muñoz | Oct 16, 2017 | Críticas, Teatro |
Fotografías con copyright de Lovis Osternick
La obra comenzaba con un estruendo. Una sombra fantasmagórica se convierte en la silla de ruedas, iluminada brevemente y rodeada por figuras estáticas de Clov. Se apagan las luces, vuelve el estrueno, vuelve la luz. Solo la postura de Clov ha cambiado. Y así se repite unas veinte veces: se trata de una reinterpretación de la construcción del espacio claustrofóbico que abre Final de partida.
Clov (Georgios Tsivanoglou) es un payaso -parece un tema recurrente en esta temporada del Berliner Ensemble– con tendencia a mimo, Hamm (Martin Schneider) una especie de encarnación del Papa Inocencio X de Francis Bacon. Nell (Traue Hoess) y Nagg (Jürgen Holz) dos parias, como unos teleñecos agotados.
Había, además, dos protagonistas más: las visuales y, sobre todo, la música, que se convirtió en un personaje más. Bajo la firma de Hans Peter Kuhn, al principio era solo un complemento para caracterizar a los personajes. Por ejemplo, casi cada vez que Clov se movía, sonaba una melodía circense, él andaba tambaleante y se chocaba con la puerta. Pero, poco a poco, consiguió su nombre propio. Una completa instalación sonora y visual enmarcó las dos intervenciones largas de Hamm. O bien con un fondo marino, que sumía la escena en la soledad de la inmensidad acuática o bien tras una cortina de luces móviles. Esto sería casi decorativo salvo porque solo enmudece el escenario cuando Clov, al final del texto, dice uno de los textos más terribles de los que han salido de la pluma de Beckett:
Me digo algunas veces, Clov, es necesario que sufras más que ahora, si quieres que se cansen de castigarte algún día. Me digo, a veces, Clov, es necesario que estés allá mejor que aquí, si quieres que te dejen partir, un día. Pero me siento demasiado viejo, y demasiado lejos, para lograr adaptarme a nuevas costumbres. Bien, esto no terminará nunca, nunca partiré. (Pausa.)
Luego, un día, de repente, esto termina, cambia, no lo comprendo, se muere, o yo, no lo comprendo, ni esto tampoco. Lo pregunto a las palabras que quedan, sueño, despertar, noche, mañana. Nada saben decir. (Pausa.) Abro la puerta del calabozo y me voy. Voy tan encorvado que tan sólo veo mis pies, si abro los ojos, y entre mis piernas un poco de polvo negruzco. Me digo que la tierra se ha extinguido, aunque nunca la haya visto viva. (Pausa.)
No hay problema. (Pausa.) Cuando caiga lloraré de felicidad.
Se marca así, gracias a la música, el punto culmen de esta concepción de la obra. Así se articula la obra desde los seres sufrientes, desde la soledad del sometido. Es curioso, porque en ocasiones Fin de partida ha sido concebida como una especie de relectura deformada de la dialéctica del amo y el esclavo hegeliana. Para Hegel amo y esclavo se vuelven mutuamente indispensables para cada uno -y no, como se pensaba en la tradición, solo el esclavo necesita a su amo-, en esta interpretación Clov ha salido de tal dialéctica porque ha conseguido articular su sufrimiento y lo asume. Es decir, como si Clov tuviera alguna clave contra lo claustrofóbico de su existencia, pero se resignase a su suerte. Una lectura más que se sume al misterio de esta obra.
Sin embargo, pese a lo afortunado del trabajo sonoro y el excelente trabajo de interpretación de los actores (especialmente de Jürgen Holz, carismático hasta el extremo), el montaje (Robert Wilson) fue un tanto simplista en su caracterización de los personajes, especialmente de Clov. La relación con el clown (una de las interpretaciones canónicas del nombre del personaje), tanto por la musiquita que le perseguía, como por su forma de andar, como su tropiezo incesante (y absolutamente esperable) con la única puerta de la estancia (que no lleva a ningún lado) o un bailecito con chasquido de lengua cuando se topa con la escalerilla simplifican a un personaje que ya tiene todo potencial en el diálogo beckettiano. Parece un innecesario y casi en exceso obvio recubrimiento de un personaje que pareciera que, por sí mismo, no da para mucho más. No me convence tampoco como estrategia para hacerlo destacar en su monólogo final enmarcado en el silencio. Lo mismo sucede con las escenas en las que se proyecta un fondo acuático. Se rompe precisamente lo claustrofóbico de la estancia y ni siquiera encaja con el bloqueo de la realidad que se percibe en las palabras de Beckett:
HAMM: Mira el mar.
CLOV: Es igual.
HAMM: ¡Mira el océano!
(Clov desciende de la escalerilla, avanza unos pasos hacia la ventana de la izquierda, se vuelve para coger la escalerilla, la coloca bajo la ventana de la izquierda, se sube, apunta el catelejo hacia el exterior, mira un buen rato. Se sobresalta, baja el catalejo, lo examina, apunta de nuevo.)
CLOV: ¡Nunca vi cosa igual!
HAMM (inquieto): ¿Qué? ¿Una vela?
¿Una aleta?
¿Humo?
CLOV (sigue mirando): El fanal está en
el canal.
HAMM (aliviado): ¡Bah! Ya estaba.
CLOV (igual): Quedaba algo.
HAMM: La base.
CLOV (igual): Sí.
HAMM: ¿Y ahora?
CLOV (igual): Nada.
HAMM: ¿No hay gaviotas?
CLOV (igual): ¡Gaviotas!
HAMM: ¿Y el horizonte? ¿Nada en el
horizonte?
CLOV (baja el catalejo, se vuelve hacia Hamm, exasperado): Pero, ¿qué quieres que haya en el horizonte?
(Pausa.)
HAMM: Las olas, ¿cómo son las olas?
CLOV: ¿Las olas? (Apunta el catalejo.)
De plomo.
HAMM: ¿Y el sol?
CLOV (sigue mirando): Nada.
Quizá es que a mí me parece que Beckett no necesita más que la fuerza de sus palabras, como en esta representación de Esperando a Godot, donde solo estaban los personajes con su soledad, en un tiempo que ya no es el de aquí -aunque tampoco es simplemente estático, sino cualitativamente otro-, donde la pieza es un hueco donde respirar, aunque solo (paradójicamente) a través de la asfixia. Fue una propuesta algo plana, aunque original en dar herramientas alternativas al lenguaje cotidiano, como la música y lo visual, a un texto que tiende al enmudecimiento -según la lectura de Th. W. Adorno-.
por Marina Hervás Muñoz | Oct 7, 2017 | Críticas, Literatura, Teatro |
El cambio de dirección del Berliner Ensemble, uno de los teatros míticos de Berlín -fundado en 1949 por Bertolt Brecht- ha sido muy comentado en el mundillo cultureta de la capital alemana. Oliver Reese releva a Claus Peymann, octagenario que ya llevaba doce años en el cargo. Para ello, Reese apostó por abrir las puertas del teatro con Calígula, de Camus, con dirección escénica de Antú Romero Nunes.
Un título muy atrevido, que espero no sea agorero. En Calígula, Camus se pregunta por cómo podemos dirgir nuestras acciones si ya no hay ni Dios ni razón que nos guíen. Calígula, tras la muerte de su amante y hermana Drusila, ha pasado de ser un hombre tranquilo, bueno y comprensivo, a su opuesto: se convierte en un tirano que quiere controlar todo con su poder. Por eso pide lo imposible: la luna, la inmortalidad o la felicidad.
Lo que prima en la propuesta de Romero es la ironía. Los personajes son viejos diablos, payasos venidos a menos que, a lo largo de la obra, van descomponiendo sus disfraces (el vestuario, por cierto, está en manos de Victoria Behr). Caen pelucas, se manchan de sangre, rompen las vestiduras. Es decir, se caen los velos de la propia construcción de los personajes, que se sitúan en un punto intermedio entre la ficción del escenario y la realidad que se cuela en el texto. Es como si el vestuario y el maquillaje tratase de ocultar eso que denuncia Helicón: “[…] vosotros los virtuosos […] he visto que tenéis un aspecto repulsivo y un olor triste, el olor insulso de los que no han sufrido ni se han arriesgado nunca”.
La música adquiere un lugar fundamental para la división de actos y para la constitución de la escueta escenografía (Matthias Koch), que simula los tubos de un órgano. Visualmente, la potencia del órgano, que en la penumbra podrían pasar también por columnas romanas -devolviéndonos a la época en la que supuestamente sucede la historia, en el 41- deja a esos personajes diminutos (o que van disminuyendo) en una especie de desnudez. Es algo similar a la sensación de deslocalización y des-pertenencia (¡e incluso im-pertinencia!) cuando nos hacemos selfies frente al Partenón, donde aparte del edificio salen otros quince turistas en la misma posición ridícula que nosotros con nuestro móvil (sin selfie-stick). Pero en este caso, es como si los payasos hubieran sido expulsados de ese paraíso del pasado, de ese lugar del imperio, donde el poder conseguía todos sus caprichos. Ni el tirano Calígula ha conseguido parar la muerte de su amada: “¿Qué gano con una mano firme, de qué me sirve tan tremendo poder si no puedo cambiar el orden de las cosas, si no puedo hacer que se ponga el sol por el este, si no puedo evitar que haya tanto sufrimiento y que los seres mueran”. Tampoco podrá contener la suya, aunque en un acto de dignidad (fundamental en la construcción de la obra) al ser apuñalado al final de la obra, Calígula exclama “¡Aún estoy vivo!”. En el montaje de Romero Nunes, Calígula (Constanze Becker) dice la frase cuando ya ha caído el telón: solo su cabeza sobresale por entre las telas. De este modo, automáticamente, se abre la pregunta de si Calígula ha muerto (que es lo que queda detrás del telón, en la ficción) o si aún resiste (que es lo que queda delante, lo real). Este gesto, tan sencillo, parece que intenta homenajear al Camus que creía que la rebelión, incluso la personal, individual -que se sabe derrotada desde el principio- puede dar sentido a esa vida agotada sin dios y sin razón.
Pero, como les decía, la música es la que marca las divisiones entre actos. Y ese es justo el único punto débil de esta propuesta, delicadísima pese a lo toscas que parecen sus formas. Tres son los números musicales: En el primero, Calígula cantando -muy justo- el hit de Marlene Dietricht Wenn ich mir was wünschen dürfte. En el segundo, Drusila en un crucifijo -convirtiéndola así, a là Freud, en tótem y tabú- canta y se eleva. Por último, Calígula vestido de niña al estilo de las de El resplandor toca con una flauta dulce, de esas horrorosas del colegio, otro hit, esta vez de la música clásica, el Ave Maria que ya no se sabe si es de Gounoud, de Bach o de Sony. De este modo, abre el cuarto acto, que Camus pide de la siguiente manera: “Calígula con túnica corta de danzarina, con flores en la cabeza, aparece como sombra chinesca tras la cortina del fondo. Da algunos ridículos pasos de danza y se eclipsa. Inmediatamente después un guardia dice con voz solemne ‘el espectáculo ha terminado”. Si los califico de débiles es porque irrumpen violentamente en la obra y no terminan de encajar. Como si fuesen anuncios de la televisión en medio de un programa.
Pero esta debilidad no resta en absoluto la excelente interpretación de esos parias, de los nadies que dialogan con la angustia de Calgíula, que se convierte en la de ellos mismos. En esta versión de la obra, que fue escrita en 1938 y publicada en 1944, cuando Europa vivía uno de sus mayores traumas de los últimos años, parece que se pone en cuestión si aún tiene sentido preguntarse todo lo que aparece en ella y, sobre todo, la frase que enmarca buena parte del texto: la constatación de que “Los hombres mueren y no son felices”. Para mí, la otra gran cuestión, además, es el «todavía» de la última frase de la obra: ¿Cómo se está «todavía» vivo?
Las reflexiones de Camus, tan urgentes, las sitúa Romero en las voces de payasos, de seres que existen para hacer reír. Debe ser por eso de que toda broma tiene un momento de verdad.
por Irene Cueto | Sep 26, 2017 | Críticas, Música, Teatro |
El sábado 23 de septiembre el Teatro Real Coliseo de Carlos III de San Lorenzo de El Escorial (Madrid) acogió el espectáculo «Domenico Scarlatti, antiguos mitos y sombras» con el grupo Delirivm Musica y Pilpira Teatro. Con esta propuesta se fusiona la música del siglo XVIII con los mitos de la Antigua Grecia y el teatro de sombras, con lo que consiguieron agotar las entradas y obtuvieron el Premio a la Innovación en los Premios GEMA 2015.
Esta obra nos traslada al siglo XVIII, a la época del rey Carlos III (responsable de la construcción de este teatro) con la música de Domenico Scarlatti. Este músico tuvo una relación muy estrecha con la realeza europea porque trabajó como compositor en varias cortes, como en España y Portugal. Además, el hijo del rey, el infante don Gabriel, en San Lorenzo de El Escorial tenía un palacete denominado la Casita del Infante, también conocido como la Casita de Arriba, donde ofrecía conciertos y representaciones como la representada en esta actuación.
El grupo de música barroca está integrado por flautas (Juan Portilla), violín (Beatriz Amezúa), viola da gamba (Laura Salinas), archilaúd y guitarra barroca (Ramiro Morales) y clave (Jorge López). Con ellos comienza esta obra en la que se nos introduce en el ambiente sonoro de la época con su majestuosidad en la que el elemento visual que aparece en escena es una gran maleta que van abriendo los actores (Álvaro Paz Maudes y Vicent Ortola), de manera que durante toda la representación una de sus partes nos muestra un escenario teatral que se abre y en otra parte de manera perpetua tenemos la flor de lis, símbolo de la dinastía de los Borbones.
A través de la simbiosis de la música de Scarlatti, las luces, las sombras y las imágenes, nos adentramos en los mitos griegos en los que los mortales no suelen salir bien parados por la osadía que tienen de retar a dioses o enamorarse de mujeres divinas. Tal es el caso de Acis, que se enamoró de Galatea y el temible cíclope Polifemo lo mató por estar también enamorado de la ninfa. En el relato que nos presentan, asistimos a uno de los momentos más emotivos de la obra, con el llanto de Galatea por la muerte de su amado y el color azul de las aguas que nos envolvió.
Las marionetas tuvieron momentos de hieratismo -como si estuvieran pintadas en vasijas de la Antigua Grecia- porque así lo requería el argumento pero uno de los aspectos más llamativos es que a través de las figuras (de las marionetas y de los actores) y sus sombras consiguieron transmitirnos las emociones y sentimientos de cada uno de los personajes y de las circunstancias que estos vivieron.
Uno de los instrumentos-símbolo que aparecieron a menudo fue la lira, por ser el instrumento del dios Apolo y de su hijo Orfeo, quien intenta rescatar del Inframundo a su amada Eurídice. A través de sus respectivos mitos, conocemos cómo la música puede curar y conmover pero también puede ser motivo de disputas cruentas entre un mero mortal -como Marsias– y el dios del sol.
La música de esta época se caracteriza por utilizar movimientos contrastantes. Las obras de Scarlatti seleccionadas son todas sonatas. En el caso de este tipo de obras de esta época, es habitual que se dividan en dos partes que se repiten. Sin embargo, en la fusión de artes propuesta, esas repeticiones le conceden a las historias planteadas no solo un hilo argumental, sino también una cohesión. En ella, destacan los diálogos establecidos entre el clave, la viola da gamba y el archilaúd, y por otro lado los que crean el violín y la especialmente expresiva flauta, ya que Juan Portilla consiguió dotarlas de un timbre evocativo y llamativo. Sin duda, este sonido ayudó a crear ese ambiente pastoral y bucólico de la mayoría de los mitos.
El final del espectáculo fue desapareciendo poco a poco: primero los personajes, se fueron atenuando las luces y se bajó el telón del teatro del baúl hasta que prácticamente solo quedó la música, al igual que sucedió al principio pero esta vez a la inversa. Y así es como nos sumimos en la penumbra con Apolo.
(Foto: Delirivm Musica)
por Cultural Resuena | Sep 16, 2017 | Evento |
¡Vaya calor hemos pasado este verano! Ahora que ya podemos dar por extinguido el verano vamos a repasar lo que hemos estado haciendo por la redacción de esta revista. Spoiler: no hemos parado.
Tengo que admitir que me gusta el verano. Y la playa. Y bañarme, bucear, etc. Pero, siendo honestos, no es muy buena idea pasarse cada instante de la temporada estival en remojo, pues uno corre el riesgo de arrugarse como una pasa (quién sabe si para siempre). Por ello, también me gusta disfrutar de otras cosas (sí, como dijo aquél sabio: “los catalanes hacemos cosas”). De entre todas ellas, este verano me ha gustado descubrir la serie “Rick and Morty” (sí, lo sé, es imperdonable que no la conociera hasta el momento). He estado visionando las dos primeras temporadas a través de Netflix y es interesante observar como ahora se está estrenando la tercera temporada en USA. Si alguien había pensado alguna vez en fusionar Padre de Familia con The Big Bang Theory, rebuscarlo más, y añadirle un extra de ironía, cinismo y absurdo, creo que encontrará algo emocionante en esta serie del estudio Adult Swim.
Durante cuatro días de julio, el preciosísimo pueblo costero de Hondarribia (Gipuzkoa) se convierte en un gran escenario de blues, esa música ya clásica que sigue siendo tan actual. En los diversos escenarios repartidos por los lugares emblemáticos del pueblo se ofrecen conciertos GRATUITOS de mano de grupos históricos y nuevas promesas. El ambiente es inmejorable y, si eres capaz de asistir sin que se te muevan las caderas, seguramente estés muerto. ¡Larga vida al blues!
En verano hace mucho calor en Cataluña, almenos en la costa, donde yo vivo, así que o vas a la playa o buscas sitios con aire acondicionado. Yo prefiero aquella, pero a veces tienes que refugiarte en estos. Así, recorridos todos los centros comerciales y cafeterías con wifi (pronunciado uifi) sin conseguir evitar la consumición, encontré el lugar perfecto: la exposición Talking Brains del Cosmocaixa, en Barcelona.
La exposición trata de lingüística, y destaca por ser muy participativa (ahora hay que decir hands-on). Además de explicaciones hay botoncitos, juegos de memoria, paneles interactivos y demás artilugios (ahora hay que decir gadgets). Se comienza con la clasificación de lenguas en el mundo según origen, familia, características… se aborda el aprendizaje de la lengua por parte de los niños, la adquisición de otras lenguas, la neurocirugía y finalmente se acaba en la parte más trágica: las afasias, explicadas mediante vídeos con ejemplos. Incluso se podía participar en un experimento para detectar qué partes de nuestro cerebro se activan cuando realizamos una actividad dada.
Mirad si fue interesante que se me olvidó preguntar si tenían wifi en el Cosmocaixa.
A mi modo de ver verano es esa época del año que guardamos para cumplir todos aquellos propositos de año nuevo que no hemos cumplidohasta la fecha. Y, evidentemente, tampoco cumplimos. El calor nos puede; trabajamos en el sector turístico y no tenemos vacaciones; o bien tenemos vacaciones y por eso no podemos.
A pesar de eso yo he conseguido cerrar bastantes temas pendientes. Voy a comentar las tres más interesantes.
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Teatro: Asistí a una interesante obra en el olivar de castillejo (espacio maravilloso de Madrid, que recomiendo encarecidamente, pues la temperatura respecto al centro de la ciudad es cuatro grados más baja) sobre ciencia. Distintas piezas montadas, algunas con más acierto que otras, pero con mucho cariño en su ejecución por parte de la compañía TeatrIEM.
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Videojuegos: He dedicado muchas horas junto a mi compañero de piso a jugar a Salt and Sanctuary. Un juego que bien se podría situar en aquel género que ahora llaman algunos “Dark Souls”. El modo sofá es aquello que más me ha fascinado, aunque es un poco difícil de activarlo sin ayuda de alguna guía externa al juego. Decorados fantásticos, buen planteamiento en el desarrollo de personaje y algunos bugs muy divertidos.
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Literatura: Me cuesta llamar así esta recomendación, pues en verdad acabé un libro de memorias que tenía pendiente de hace mucho. Las memorías del autor polaco Slawomir Morsczek. Lo más interesante del asunto es que, el autor, narra su propia vida como parte de una terapia para recuperarse de un afásia que tuvo. Realmente interesante y recomendable para aquellos fan de este maravilloso autor polaco.
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El verano es para las bicicletas… Y las mujeres. Y las guitarras. Han sido protagonistas en mis listas de reproducción de Spotify. Especialmente tres: Silvia Pérez Cruz, que publicó su último álbum (titulado como una de sus canciones fetiche, “Vestida de Nit”), el pasado 12 de mayo de 2017, y que nos brindó por primera vez alguna de las versiones que solo se encontraban en vídeos de youtube o en grabaciones mejorables. La segunda es María Arnal que, junto a Marcel Bagés, han traído aire fresco cuando no veíamos luces al final del túnel. Originales (aunque las malas lenguas los comparan con la ya nombrada Pérez Cruz en su disco junto a Raül Fernández), comprometidos, con un directazo y con todo por ofrecer. Al menos así lo augura su “45 Cerebros y un corazón”, publicado el 21 de abril de este año. Y, por último, Rosalía y Raül Refree, que me conquistaron con el quejío de “Nos quedamos solitos”, la tercera pista de Los Ángeles, su primer álbum, que vio la luz el pasado febrero. Algunos lo llaman “flamenco hipster”, porque no sabemos vivir sin etiquetar las cosas. Lo bueno de este proyecto es que no es ni flamenco ni hipster, sino puro tercipelo. Así de cursi me pongo para decirles que no pierdan de vista a estas tres mujeres a las que, como según Sabina le pasaba a Serrat, les tiembla el corazón en la garganta.
El verano en México tiene un encanto muy particular que sólo puedes entender cuando has pasado uno en estos lares. Si bien México está en el mismo hemisferio que España y, por tanto, las estaciones son las mismas, el clima de esta tierra hace que en este país el año se divida, en la práctica, en dos estaciones: la de secas y la de lluvias; y, curiosamente, la época de lluvias abarca los meses del caluroso veranito español.
En la Ciudad de México, en verano, el clima es fresco, hay días nublados y llueve por las tardes. Todo invita a disfrutar de una buena lectura, con una bebida caliente y buena música de fondo, mientras ves a través de la ventana cómo diluvia afuera (porque aquí cuando llueve, llueve de verdad). Así es como me adentré este verano en la música para chelo y descubrí el concierto para dos chelos y cuerdas en Sol menor de Vivaldi, una maravilla musical que, junto a un rico chocolate caliente, me sirvió de escenario perfecto para disfrutar de algunos clásicos de la literatura que, confieso, no había leído hasta ahora: Madame Bovary de Flaubert y Arráncame la vida de Ángeles Mastreta.
Claro que nada me impide enfundarme el chubasquero y las katiuskas para salir a disfrutar de otras muchas actividades, como el teatro (sin duda alguna, la mejor obra a la que asistí este verano fue “Después del ensayo”, un magnífico montaje sobre la obra de Ingmar Bergman) o la primera Feria internacional del libro universitario (organizada por la UNAM y con la Universidad de Salamanca como invitada de honor).
¡El veranito lluvioso… también es gozoso!
Me he hecho una buena gira de festivales. Empezando en el festival de arte en la calle «A la fresca» en Molina de Aragon, después el festival de música celta de Ortigueira en Galicia y terminando con el Samba Embora en Valladolid. Con un julio ajetreado también de trabajo lo que más me apetecía era descansar y ¿qué mejor manera que con una videoconsola nueva? Me subí al tren del hype de la nueva máquina de Nintendo (Switch) y no he parado de echar carreras y combatir el mal en Hyrule gracias al Zelda Breath of the Wild. Un increíble juego que redefine de alguna manera el genero sandbox dándonos herramientas para explorar a nuestro gusto y tener siempre algo esperando en cada rincón del mapa.
He hecho más cosas pero por seguir con la temática de videojuegos os diré otro interesantisimo que he podido disfrutar: Calendula. Un juego desarrollado por el estudio español Blooming Buds Studio que se adentra en un discurso artístico más que jugable. Se trata de un meta juego en el que el propósito será, precisamente, intentar jugar, a lo que se opondrá continuamente. Es bastante corto, creo que me habrá durado una media hora pero sumamente satisfactorio y sorprendente no solo por lo visual sino por la originalidad de los puzzles.
El verano invita a deleitarnos más tiempo con aquellas actividades que nos entusiasman. Y eso hice. Como no todo iba a ser hacer deporte, me adentré en literatura extranjera y descubrí Esperando a mister Bojangles de Olivier Bourdeaut. Pero para no pasar demasiado calor, estuve unas horas en Invernalia para vivir Game of Thrones. También disfruté con festivales flamencos y de jazz por nuestra geografía. De hecho, recomiendo el disco Passin’ Thru de Charles Lloyd New Quartet. ¡Porque la vida es mucho mejor con estos placeres!
por Camino Aparicio | Jun 29, 2017 | Artículos, Críticas, Literatura, Recomendaciones, Teatro |
El connotado escritor irlandés James Joyce (1882-1941) es conocido por su singular narrativa (la cual dio paso, según muchos estudiosos, a la literatura contemporánea) y, principalmente, por su Ulises. Pocos saben, sin embargo, que entre su producción literaria existe una peculiar obra de teatro: Exiliados.
La unicidad de esta obra teatral conlleva dos aspectos dispares. Por un lado, nos encontramos ante un autor ajeno en su práctica creativa al género teatral; esto no le quita valor ni calidad a su obra, pero es cierto que si la comparamos con la de los grandes dramaturgos de su tiempo, como Ibsen, podemos observar algunas carencias estilísticas y metodológicas propias de la inexperiencia de Joyce en el género. Por otra parte, el hecho de que el irlandés haya escrito una única obra de teatro le concede no sólo cierta exclusividad a la obra, sino además, un interés añadido a la hora de su estudio y del de los motivos que impulsaron a Joyce a incursionar en la dramaturgia.
En cuanto a este último aspecto, sabemos que Joyce fue un gran admirador del teatro ibseniano, motivo por el cual es fácil pensar que haya querido emular al maestro noruego. La obra la escribió en 1915, época en la que estaba gestando ya su Ulises. Suponemos que no habrá sido fácil compaginar la escritura de dos obras tan dispares en su forma: Exiliados es un drama en tres actos que sigue los cánones clásicos de temporalidad y diálogo, y Ulises… bueno, Ulises ya sabemos que es una afortunada suerte de experimento narrativo totalmente innovador y vanguardista.
La temática de Exiliados, por su parte, sí guarda ciertas semejanzas con Ulises. Hay mucho (o se cree que hay mucho) de biográfico en la historia que se cuenta en esta comedia de tintes dramáticos, al igual que se suponen aspectos biográficos en la gran novela de Joyce. Además, encontramos presente en ambas obras el tema de la infidelidad, muy recurrente en la producción de Joyce y que da pie, precisamente, a todo tipo de especulaciones sobre qué tanto de biográfico hay en las truculentas historias amorosas de los personajes del autor irlandés.
Exiliados nos presenta la historia de cuatro personajes. El escritor Richard Rowan y su pareja, Bertha, han estado fuera de Irlanda, en el exilio, y acaban de regresar a su país y a su casa. El periodista Robert Hand, amigo de juventud de Richard, está enamorado de Bertha y ahora que ha regresado, le confiesa tímidamente su amor. Richard sabe de los cortejos de Robert y sabe también que Bertha alberga sentimientos hacia el periodista. Así, con un sufrimiento palpable y tragicómico, Richard decide dejar que Bertha mantenga una aventura con Robert si así lo quiere. Bajo una bandera de generosidad con la que le otorga completa libertad a Bertha, Richard parece ocultar en realidad la justificación de su propia infidelidad, pues él está enamorado desde años atrás de Beatrice, prima de Robert y con la que ha mantenido ya una aventura en el pasado.
Los escarceos amorosos de estos cuatro personajes tienen como telón de fondo el contexto del exilio. Recordemos aquí que Joyce estuvo exiliado de Irlanda por muchos años y que fue una circunstancia que le causó no poco pesar (por ello el tema del exilio es también recurrente en su obra). Joyce partió de Irlanda con Nora, su pareja, a los pocos días de conocerla, igual que Richard con Bertha en la obra. Joyce ya nunca regresó a Irlanda, pero seguro imaginó y soñó con su regreso en no pocas ocasiones y una de esas ocasiones parece ser Exiliados, que se convierte en un ejercicio imaginativo del escritor irlandés sobre el posible regreso a su patria. Sin embargo, la obra va más allá de este contexto y de lo anecdótico de las aventuras de estos cuatro personajes. Exiliados, en clave metafórica, se adentra en otro tipo de exilio, el del exilio interior, el exilio de los propios sentimientos.
Con gran agudeza e ingenio, Joyce desnuda lo más profundo de los sentimientos y las pasiones humanas y construye a cuatro personajes profundamente enamorados pero a su vez profundamente atormentados por estos amores. La duda se convertirá en la verdadera protagonista, una duda sobre la posible infidelidad, una duda que no se puede disipar porque sobrevive incluso a las confesiones más íntimas. La duda, así, torna estas relaciones en trágicas, pero a su vez es sobre ella que se construye el amor entre estos personajes. En suma, Exiliados representa una obra de gran profundidad psicológica en la que Joyce diserta con profundidad y algo de humor sobre los sentimientos, las relaciones, el amor y la duda.
Exiliados se estrenó en teatro en 1918, en Munich, con un gran fracaso de público y de aceptación. Tampoco los intentos que se hicieron en Nueva York en los años 30 o en Inglaterra en los 70 obtuvieron ningún éxito. Sin embargo, la historia de Exiliados en México es muy distinta.
México es un país con una amplia tradición de producción teatral de gran calidad. Actores, directores y escenógrafos de primer nivel surgen en este país en el que Joyce sí ha triunfado sobre el escenario. En 1980 Marta Luna dirigió una primera puesta en escena de Exiliados que se representó con gran éxito en el Poliforum Cultural Siqueiros, alcanzó más de quinientas representaciones y cosechó grandes críticas.
Ahora, Martín Acosta se pone al frente de un nuevo y actual montaje de la obra de Joyce que se está representando en el teatro El Granero del Centro Cultural del Bosque de la Ciudad de México. Acosta, además de dirigir la puesta en escena, es el responsable de la traducción y la versión del texto utilizado para esta ocasión y, también, del diseño de la escenografía, que combina de forma magistral el minimalismo, la practicidad escénica y un curioso estilo kitsch.
El nuevo elenco se ha ganado desde la primera representación al público y a la crítica. La obra cuenta con las magníficas actuaciones de Carmen Mastache –en el tímido personaje de Beatrice–, Verónica Merchant –espléndida en su representación de Bertha–, Pedro de Tavira Egurrola –hijo del connotado director Luis de Tavira y de la actriz Julieta Egurrola y que encarna a Richard– y Tenoch Huerta –quien toma un descanso de la pantalla grande para regresar al teatro en la piel de Robert Hans–.
La maestría de los cuatro actores, combinada con la fuerza narrativa de la historia, da como resultado un poderoso montaje en el que el director se toma libertades tan inusuales como mantener un primer plano con el actor de espaldas al público principal; y si de algo adolece esta puesta en escena es de más funciones. La corta temporada termina el próximo 9 de julio, así que si nos lees desde la Ciudad de México, no dudes en disfrutar de este magnífico espectáculo joyciano, y para los asentados en otras latitudes, aprovechad que los derechos de autor de la obra quedaron liberados en 2012 y conseguid este magnífico texto que no dejará a nadie indiferente.