¿Quién es Miguel Noguera y qué narices es el posthumor?
Miguel Noguera es un humorista, dibujante y escritor, nacido en Las Palmas de Gran Canaria que creció en Mallorca y estudió Bellas Artes en la UB de Barcelona. Algunos de sus libros son: “Hervir un oso”, “Ultraviolencia”, “Ser madre hoy”, “La vieja tigresa o el erotismo en la senectud”; estos últimos publicados con la editorial independiente barcelonesa Blackie Books.
“Recuerdo que lo más cercano al Ultrashow que hice en la facultad fue reproducir un chiste que había grabado previamente en una grabadora. Los profesores se lo tomaron mal… no eran muy fans del humor. En el chiste decía «¡madre con sus hijos!», y se oían unos ruiditos como de animal muy pequeño y entrañable que hacía yo succionando con la boca, luego decía «¡madre viendo cómo asesinan a sus hijos» y se oía el mismo tipo de ruido pero con gran frenesí, succionando a fuertes ráfagas, como cuando terminas el Fairy, ese ruido desesperado. En fin, son anécdotas seminales, pequeños gérmenes.“
El Ultrashow es un monólogo con partes improvisadas e ilustraciones proyectadas en powerpoint.
Cuando Noguera hizo su aparición en escena el público estalló en aplausos, hasta ahí todo normal, lo sorprendente es que cuando empezó a colocar su atril y colocar sus papeles (tomándose su tiempo, eso sí), la gente se empezó a reír, auténticas carcajadas que contagiaron al intérprete. Una vez destacado el endiosamiento de Noguera por sus seguidores, empieza el Ultrashow con un cántico improvisado que cuenta una historia absurda, una vez finalizado, lo desarrolla y explica.
Aunque trate de sostener un personaje lleno de desidia y autodesprecio, se ve que se lo pasa muy bien en escena, es muy expresivo y tiene un imaginario bestial. A veces juega a tener un trastorno de identidad disociativo y habla de sí mismo en tercera persona o se regaña a sí mismo, lo que me recuerda al recurso utilizado por Neil Hilborn con su poema “OCD”.
El espectáculo continúa con fallos de sonido y por momentos parece escucharse la música de la sala de al lado. Dejando eso aparte, Noguera desarrolla sus ideas con mucha creatividad, repeticiones y autocrítica. Personifica objetos y conceptos, por ejemplo, le pone caras a las trincheras, o se imagina que la idea de apertura del espectáculo con cántico se le apareció con forma humana con capa. Plantea conceptos originales y lleva situaciones hipotéticas al extremo, como la creación de un palacio de talco o la persona que viaja al futuro y encuentra que la palabra “hola” es arcaica y está en desuso por la RAE. También representa pasajes bíblicos y se cuestiona frases hechas.
Termina leyendo un texto en el que nos dice expresamente que “nos está robando” y que otros artistas podrían estar en su lugar, etc.
Después de esto, yo sigo sin saber qué es el posthumor, o mejor dicho, sigo sin querer aceptar esa etiqueta. Sí, es cierto que lo que hace Noguera se sale de la línea de comedia habitual, pero es que el panorama de comedia en España es bastante retrógrado en general, cualquier cosa que se salga de los chistes de suegras y cuñados se considera comedia alternativa. Hay cómicos y cómicas allí afuera con mucho talento arriesgándose a probar cosas nuevas, y son absolutamente necesarios, igual que el señor Noguera.
El coratge de matar, de Lars Norén Teatre Nacional de Catalunya. Espectáculo en catalán Dirección: Magda Puyo
¿Qué es un padre? A mí entender, ésta es la pregunta que domina gran parte de este montaje teatral, el cual, de forma sumamente lúcida, presenta los personajes interpretados por Nao Albet y Manel Barceló como dos arquetipos, dos elementos simbólicos cuya encarnación no cesa de darse en la historia, si bien sus materializaciones están siempre sujetas a la contingencia de todo discurso. No en vano, sus dos personajes no responden más que a la nominación simbólica de “padre” e “hijo”, encargándose el texto y la vibrante dirección de Magda Puyo de dotarlos de un contenido asfixiante, próximo a la locura en no pocos puntos de la obra.
De hecho, este montaje teatral, de una clara vocación expresionista donde los afectos son puestos en escena primando una textualidad sumamente gestual y emocional por encima de cualquier naturalismo, retoma la pregunta con la que he empezado mi crítica como una cuestión que, a día hoy, se ha agudizado. Especialmente porque los ideales culturales que habían prometido una solución a este enigma se han desmoronado, a mi entender, de manera irrevocable. En este sentido, la escenografía del espectáculo nos sitúa en un destartalado apartamento que ubica a los personajes en un limbo del cual poco se sabe, como si escenificase la imposibilidad por inventar un sitio que sirva de morada al personaje del hijo, absorbido por lo que interpreta como el desinterés de un padre obsceno y narcisista. Una figura paterna que en no pocos momentos del espectáculo recoge destellos de aquella figura despótica y tiránica que Sigmund Freud, en su lúcido ensayo Tótem y Tabú (1912-1913), presentó como figura temida por los hermanos de la horda primitiva. Era un padre al que los hijos le suponían la capacidad de satisfacer sus pulsiones sexuales sin límite alguno, pudiendo servirse para su disfrute perverso de todas las mujeres.
Ésta es la figura paterna que el hijo no soporta, tirándole en cara durante lo que equivaldría al primer acto de la pieza teatral un desenfreno sexual que conllevó que él se sintiera desplazado y olvidado por su progenitor. De nuevo le acecha la pregunta: ¿qué es un padre? Por su parte, el padre, encarnado magistralmente por Manel Barceló, se valdrá de su aspecto frágil y precario, cuyo símbolo más preciso es esa pierna inutilizada, auténtica metáfora de lo que el hijo no puede soportar: ser un padre conlleva que uno nunca pueda satisfacer el deseo filial, y ahí cada cual debe apañárselas para dar una respuesta a un sino que no deja de repetirse.
En medio de esta escenografía decrépita, repleta de bustos masculinos que simulan la búsqueda incesante del padre soñado por parte del hijo, atrapado en su telaraña de reproches y rencores, aparecerá el elemento en discordia que configurará un auténtico triángulo edípico: Radka, pareja del hijo. Su entrada en escena remueve todo un pasado tumultuoso entre los personajes masculinos, marcados por la muerte de la madre. Lástima que la actuación de Maria Rodríguez no sepa sostener la tensión sexual que llevará al enfrentamiento final entre el progenitor y su vástago, recurriendo en demasía a tópicos algo ya vistos en torno a la simbolización del objeto del deseo que conlleva una lucha a muerte entre dos hombres devastados por su mutua incomprensión. Digo que es una lástima porque el clímax que protagonizan Maria Rodríguez y Manel Barceló queda algo desdibujado por su actuación, así como por la reacción algo fría de Nao Albet, quien oscila a lo largo de toda la función entre la verdad atormentadora de lo no dicho y cierta impostura mecánica.
El deseo salvaje de este padre, capaz de justificarse con cualquier excusa ruin, se tambalea ante la falta de energía de su partenaire femenina. Quizás un poco más de mimo por parte de la directora hubiera salvado su actuación, la cual termina siendo demasiado anecdótica. Este déficit, tristemente, termina influyendo en el desenlace de esta tragedia, donde el hijo mata al padre por su perversa desfachatez y para poner punto y final a su calvario. Algo precipitado, un mayor esmero en el ritmo de las escenas entre los tres actores hubiese permitido redondear lo que prometía ser una de las grandes sorpresas de esta temporada. No defrauda en absoluto, pero podría haber sido mucho más interesante.
Teatre La Seca-Espai Brossa. Espectáculo en catalán. Dirección: Genoveva Pellicer. [Imagen tomada de aquí]
En 1933, un asesinato conmocionó e indignó a partes iguales a la sociedad francesa de la época. Dos hermanas, criadas en una casa de una familia pudiente, habían asesinado a sangre fría a la señora y a su hija, descuartizándolas, esparciendo sus vísceras por el inmueble y, lo más escalofriante, les arrancaron los ojos cuando todavía no habían perecido a manos de sus verdugas. Los discursos oscilaron desde la exigencia de mano férrea ante semejante atrocidad a la fetichización de estas dos hermanas, erigidas en símbolo de la opresión proletaria que sufría el servicio doméstico en esos tiempos ya de por sí oscuros en toda Europa. En medio de este debate, que movilizó a la izquierda francesa, representada por figuras como Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, Jean Genet – personaje singular donde los haya – escribió una corta pieza teatral. Obra donde, a partir de los datos de los interrogatorios, el juicio y el informe psiquiátrico de un médico llamado Jacques Lacan, recrea el laberinto demencial y angustiante de dos hermanas atrapadas en su delirio. Una obra que, por cierto, se convertiría en una de las piezas clave del siglo XX, donde la locura deviene arma de denuncia de la miseria social.
Actualmente, hay una nueva versión de este texto a partir de un montaje teatral que puede verse en el austero, aunque estimulante y atrevido, teatro La Seca-Joan Brossa, en Barcelona. Teatro pequeño que suele ofrecer propuestas sugerentes, algo arriesgadas y alejadas de las grandes salas. El montaje que ha dirigido Genoveva Pellicer, protagonizado por las actrices Elisenda Bautista y Meritxell Sabaté, no sólo es sugerente, sino que diría que jamás había visto un retrato de la psicosis paranoide digno del mejor de los cirujanos en una obra teatral. En su apuesta por una escenografía mínima, donde, eso sí, los espejos son fundamentales para dar cuenta de la asfixiante y viscosa relación entre las dos hermanas, el espectáculo se centra fundamentalmente en el texto para dar voz y cuerpo a dos psicóticas castigadas por su propio delirio y la miseria. Un delirio cuyos trances, saltos, matices y elementos sadomasoquistas son retratados de forma sublime por ambas actrices.
Encarnar a dos hermanas que se hallan inmersas en un mismo personaje mediante una identificación absolutamente especular no es tarea fácil. De ahí que se agradezca el detalle, el cariño y la precisión con que cada frase es pronunciada, sin caer en tópicos ni en el morbo por encarnar a dos asesinas a sangre fría. Todo lo contrario: el espacio escénico y el uso intimista de la luz en una sala pequeña permiten que el espectador tenga la sensación de hallarse dentro de la psique de ambos personajes, pudiendo ser testigo de sus miedos, desamores, tristezas, desamparos y de la crueldad con que viven en carne propia la tiranía de la señora. Una señora que, dicho sea de paso, es una auténtica metáfora de la figura de una madre caprichosa y despótica, capaz de martirizarlas sin fin.
Es en este aspecto donde creo que reside la mayor osadía y originalidad de la adaptación del texto que nos propone la directora: señora y criada no son in strictu sensu dos personajes distintos, sino que se trata de dos facetas de las mismas criadas en su delirio infernal. Alejados de todo naturalismo y optando por una actuación mucho más expresionista y cercana al clown, los momentos en que el asesinato de la señora es planeado ofrecen un auténtico recital interpretativo cargado de erotismo incestuoso, donde los gestos rápidos y limpios, acompañados de cuchillos textuales, salpimientan el montaje con momentos álgidos y sublimes. Solange y Clara, los nombres de Las criadas, se nos muestran así como dos figuras poliédricas que terminan siendo consumidas por un desarraigo que no les permitió salir de las cloacas donde se habían criado.
Dicho todo esto, para quien guste del teatro contemporáneo bien hecho, como si se tratase de una labor de orfebrería, le recomiendo encarecidamente el espectáculo. Y si encima le atrae el psicoanálisis – como quien esto escribe –, gozará sin cesar.
Cuando tengo que escribir una crítica negativa recuerdo las palabras de Volodia, el personaje de Juan Mayorga en su obra El Crítico, a modo de justificación cobarde o de vano consuelo:
“Yo no voy al teatro a derrotarlo. Quiero que la obra me guste y recomendarla a mis lectores, si es que todavía tengo alguno. Hasta donde el espectáculo me lo permite, practico la admiración. Me cuesta escribir algo negativo sobre nadie. Me repugnan esos compañeros míos que de un manotazo tiran al suelo años de trabajo, indiferentes al dolor que pueden causar, o regodeándose en él. Son felices cuando golpean, y sufren, notas que sufren cuando tienen que elogiar algo. No aman el arte, sino su pequeño poder.” (Teatro 1989-2014, pág. 581)
Es mucho más difícil escribir sobre los errores de un montaje que sobre sus aciertos y, además, mucho menos satisfactorio. Quiero pensar que todo espectador de teatro se siente identificado con estas palabras cuando sale decepcionado de una obra, sean cuales sean las circunstancias. Esto nos ocurrió a muchos de los asistentes (las sensaciones del público siempre son palpables) a la función de Escuadra hacia la muerte de Alfonso Sastre, del sábado 8 de septiembre en el Teatro María Guerrero. Esta obra se presentaba como uno de los platos fuertes de la programación del CDN en este principio de temporada.
El montaje dirigido por Paco Azorín presenta muchas deficiencias que podríamos justificar de varias maneras: quizás el texto ha perdido vigencia (recordemos que se escribió en 1953 y que fue censurado por la administración franquista) o las pocas jornadas de ensayos con las que suelen contar los montajes en los teatros profesionales, pueden explicar la falta de fluidez y de tensión de las que adolece la obra. Además la segunda función, dicen los teatreros, es la más difícil, tanto si el estreno ha sido un éxito como si fue una decepción, igualar o levantar lo ocurrido en la primera se demuestra todo un reto. Por eso confío que en las próximas representaciones se limen asperezas y la obra crezca a base de perseverancia.
Alfonso Sastre escribe, cuatro años después de la publicación de 1984 de Orwell, una distopía situada en la Tercera Guerra Mundial. Aislados en un búnker, esperando órdenes, se encuentra un grupo de soldados que, por distintas razones, han sido castigados a la reclusión y posterior sacrificio (deben desactivar, con sus cuerpos, un campo minado) bajo la supervisión de un cabo del ejército, también apartado tras haber asesinado a tres soldados (desertores, según su testimonio) de su regimiento. La espera, la desesperanza, el miedo, las frustraciones, los arrepentimientos y el horror de la guerra son los temas que predominan a lo largo del texto.
Pasemos pues a analizar los diferentes elementos del montaje. En general la obra carece de tensión dramática por completo, aunque el texto se presta a ello. Los actores, encorsetados, declamaban sin pasión o con pasión forzada, sin que pudiéramos apreciar a los personajes por la constante sensación de sufrimiento de los actores (la mayoría conocidos por sus papeles en el cine), incómodos en su piel. Especialmente notable en el caso de Julián Villagrán que no consigue hacer creíble el personaje del cabo miserable. Decepciona también Unax Ugalde que, en al menos tres ocasiones se adelantó en el diálogo, creando momentos de confusión evidentes y forzado en su interpretación del soldado machirulo. Muy laxos también Carlos Martos y Agus Ruiz. Sorprendentes, en cambio, y sólidos en sus respectivos papeles Jan Cornet eIván Hermes (un desconocido para mí, al que deberíamos prestar atención de ahora en adelante).
La lectura y actualización de Paco Azorín se ha limitado a limar el lenguaje costumbrista del original para adaptarlo al gusto actual y a la inclusión de interludios protagonizados por poemas de Bertolt Brecht(maravillosos) que reflexionan sobre la miseria de las generaciones condenadas por las guerras de los poderosos y por la decadencia de un mundo caracterizado por la preeminencia de lo masculino. Creo que la inclusión de estos poemas es uno de los grandes aciertos de la versión del director, además de una escenografía extraordinaria y muy bien aprovechada para la proyección de diferentes vídeos, palabras claves y elementos paratextuales, y para la creación de un espacio secundario que daba profundidad y fisicidad a la ambientación futurista y perturbadora que exige el texto. Pero estos elementos se demuestran mudos en una representación laxa, aburrida, incapaz de combinar con acierto los momentos de tensión y distensión, en la que los actores no encuentran su lugar sobre el escenario, por el que deambulan incómodos o donde se quedan parados, hieráticos, con la intención de que su presencia pase desapercibida.
El Teatro del Barrio acogió del 1 de septiembre al 2 de octubre la obra de Angélica Liddell “Mi relación con la comida”, interpretada por Esperanza Pedreño.
El texto de Liddell es de una crudeza aplastante, de esos que se le meten a uno en las entrañas y empiezan a remover todo lo que se encuentran; y Esperanza Pedreño lo defiende con fuerza durante los 80 minutos que dura el monólogo.
Todo comienza con el rechazo a una invitación. Una artista se niega a comer en un restaurante lujoso para hablar de su obra, sosteniendo que ni su obra ni ella pertenecen a un lugar como ese. Su obra es pobre, como ella, y se ha creado en la precariedad, entre las canciones de karaoke de los filipinos y las vomitonas de los colombianos borrachos, las camas calientes, el desprecio de los obreros y las cucarachas de su piso.
“Llorar a causa del dinero es infame, es una bajeza moral.”
En la desnudez inicial del escenario (ocupado únicamente por unos zapatos negros de flamenco y la enorme pelota de fitness roja que trae la intérprete) el vestuario se convierte en el elemento dramatúrgico nuclear de la obra, con él, la actriz se transforma, transita espacios y nos presenta imágenes diversas.
El monólogo se compone de acciones poéticas cargadas de crítica y otras demasiado ilustrativas para mi gusto. El espacio semivacío del inicio empieza a ocuparse con objetos y más objetos que parecen salidos de la nada. Con una tiza, la intérprete va escribiendo palabras clave, como “privilegios”, “hambre”, “instinto de conservación”, etc. Dichas palabras estructuran la obra, aportan un mayor significado a cada fragmento del monólogo y poco a poco van llenando todo el escenario.
Aunque considero que es un acto de valentía llevar a cabo esta obra, hay ciertas cosas que me han chirriado, como por ejemplo la caracterización vocal, muy poco naturalizada para mi gusto, y la excesiva comicidad que pretende darle a la obra al recalcar cada palabra con ironía.
El afán por llenar cada momento física y conceptualmente con algo diferente cada vez, resulta contraproducente, satura al espectador y hace difícil que la actriz transite la escena, lo que se traduce en una falta de organicidad. Juega a incomodar al espectador y lo consigue, pero falta algo, supongo que debido a la carencia de verdad que he comentado anteriormente.
El teatro social es un bien muy valioso y necesario, pero no creo que se logre demasiado a base de aleccionar y hacer salir a escena a varias personas del público para exponerlas e interactuar con ellas. Existen otras vías para incomodar y concienciar al espectador desde la belleza. Y a efectos dramatúrgicos, a menudo, lo que no suma un valor diferente sobra.