por Pablo Mato Cano | Oct 5, 2016 | Críticas, Teatro |
El Espacio Labruc (calle de la Palma, 9) se ha convertido en una de las salas de referencia de aquello que denominamos como “escena off”, que suele oscilar entre el teatro experimental y obras de entretenimiento de carácter más comercial que artístico que sin embargo, debido a la ausencia de caras conocidas que den lustre al proyecto, suelen quedar fuera de los teatros generalistas comerciales (léase el Teatro de la Latina, el Infanta Isabel, el Calderón, etc.). La compañía Yogur | Piano (Itziar Cabello, Marta Matute, Nora Gehrig, Daniel Jumillas, Jos Ronda y Gon Ramos) ha conseguido, con la obra homónima la residencia en el teatro.
Yogur | Piano busca hacer poesía de lo cotidiano a través de la sensualidad y la sensorialidad, de la oralidad cotidiana; los silencios, los titubeos, lo sobrentendido y lo sobrexplicado cobran una dimensión profunda. El teatro tiene este poder: las palabras pesan, pululan visibles por la sala. También el gesto, el movimiento. Y también, especialmente, los silencios. La obra tiene la pretensión de trascender lo cotidiano hacia la experiencia poética, al menos al comienzo, para finalmente, como le habría gustado a Gil de Biedma, convertirse en poema. Se trata de una exploración construida a partir de lo fragmentario, de pequeños vislumbres reales o metateatrales que desvían o focalizan la atención de los espectadores. Lo fragmentario de la obra no se explica solamente por un afán posmoderno, sino por la propia génesis del espectáculo, resultado del trabajo de ensayos, improvisaciones y aportaciones de los diferentes participantes.
De la música electrónica al canto lírico, de la necesidad de comunicación a la búsqueda tenaz del silencio, de la ira a la ternura, de lo cotidiano a lo onírico, los contrastes nos sacuden y estimulan. Hay una mezcla de géneros teatrales donde lo narrativo y lo lírico se topan a menudo con la performance. Y es en esto último donde la obra quizás yerra: por los lugares comunes, la demasiado manoseada ruptura de la cuarta pared para mirar intensamente al público a los ojos, o la impostura de no salir a agradecer tras finalizar la obra. Apuntes críticos que no desmerecen el trabajo de los actores, ni la creación de una atmósfera a la vez misteriosa y sugerente, ni los textos representados con naturalidad y pasión por este grupo de jóvenes que sin duda merece la pena conocer.
Yogur | Piano, dirección de Gon Ramos. En el Espacio Labruc, todos los sábados de octubre a las 21:30
por Pablo Mato Cano | Sep 27, 2016 | Críticas, Recomendaciones, Teatro |
El teatro nos convoca a menudo a pensar, sentir, emocionarnos, temblar y madurar en común. Los que disfrutamos de este arte tenemos entonces una responsabilidad en tanto que participantes del hecho teatral, debemos reflexionar y hacernos cargo de nuestra disposición ante la creación colectiva de ese arte único, esencialmente efímero, provocador y superviviente. Varias preguntas me asolaron en los momentos previos a asistir al montaje de Incendios de Wajdi Mouawad en el teatro La Abadía. En primer lugar por un artículo anterior en el que la recomendaba a mi(s) desorientado(s) lector(es) sin haberla visto previamente, confiando por un lado en la potencia de un texto que ya había visto representado anteriormente con la emoción en el cuello, y por otro en las expectativas que creaba el cartel de dicho montaje, dirigido por Mario Gas e interpretado por actores de la talla de Nuria Espert y Ramón Barea. Razones suficientes, me dije, para recomendar la obra. Y así lo hice. Esto me lleva a la primera reflexión como espectador teatral, en torno a la importancia de la gestión de las expectativas, tan importante en el teatro como en la vida, pues una representación embelesa no solo por sí misma sino en relación a las esperanzas que el espectador ha puesto en ella. Además llevaba conmigo a tres acompañantes que no tienen tan arraigada la costumbre de asistir a este tipo de eventos. Me la estaba jugando. Mi credibilidad estaba en riesgo. De tal manera que debía gestionar mis expectativas y las expectativas que había creado, como un pregonero exaltado, a mi alrededor. Es conveniente, por lo general, asistir al teatro o a cualquier evento artístico, limpio, receptivo, con la disposición pura de permitirse la emoción, el arrebato, la sacudida provocada por la palabra o por el gesto, sin luchar, sin construir muros. Conviene por tanto dejar de lado las expectativas y dejarse llevar por el espectáculo. Pero esto es fácil de decir y muy difícil de hacer.
Por otro lado, como ya he dicho, tuve la ocasión de acudir a un montaje de Incendis en Barcelona, con Clara Segura (una actriz extraordinaria, emocionante como pocas, tristemente poco conocida fuera del circuito catalán) y otros tres actores que debían ponerse en la piel de los más de diez personajes de la obra, en un esfuerzo transformista que me deslumbró hasta el estremecimiento. Si, como digo, las expectativas eran altas con el montaje de la Abadía, el miedo a que el espectáculo me defraudara en comparación con la referencia anterior superaba los límites de mi escasa sensatez. Me preguntaba entonces, ¿es razonable entender esta ocasión como una relectura? es decir, ¿me puedo enfrentar a este nuevo montaje de la obra como me enfrento a la relectura de un libro?¿o por el contrario debo considerar cada evento como un hecho único, singular, irrepetible y huir de las odiosas comparaciones? Porque cuando uno lee un libro amado por segunda o tercera ocasión el texto no ha cambiado, el que ha cambiado he sido yo, por tanto, cualquier matiz nuevo, cualquier decepción o cualquier nuevo regocijo se circunscribe exclusivamente a la modificación de mi mirada y mi sensibilidad. Sin embargo en este caso debía tratar de distinguir aquello que se había modificado en el montaje y aquello que correspondía a mi adquirida madurez.
Lo cierto es que una vez me senté en la butaca poco importaron estas reflexiones que me tenían obsesionado a priori, porque desde la primera escena me encontré absolutamente imbuido y fascinado por lo que estaba viviendo en el escenario. La tragedia de un país (que podrían ser muchos) asolado por la miseria, los conflictos entre familias, etnias, el miedo al otro, la tristeza heredada de padres a hijos y el silencio también heredado, se desarrollaba ante mis ojos sin que pudiera controlar el erizamiento de mi piel. El texto nos enfrenta a nuestra humanidad, a la violencia visceral, el rencor, al instinto reptiliano de la venganza, para increparnos sobre el origen de la violencia y el círculo vicioso que genera, del que solo podemos escapar a través o a partir de lo mejor de nuestra humanidad: la palabra, la música, las matemáticas y la búsqueda incesante de la verdad reparadora. Los incendios de la obra son las catarsis de los personajes, el viaje a la infancia (“la infancia es un cuchillo clavado en la garganta”) es el incendio íntimo en busca de la verdad, es el renacer del fénix, la palabra veraz que deviene en silencio elocuente.
Como era de esperar, no defraudaron ni la dirección de Mario Gas ni el elenco. La obra se desarrolla con un ritmo intenso con un buen equilibrio entre los momentos trágicos y otros más distendidos, con dosis de comedia, vertebrados alrededor del personaje del notario, extraordinariamente interpretado por Ramón Barea. Inolvidable resulta también la interpretación de Nuria Espert, que deslumbra desmenuzando las palabras, paladeándolas, para que cuelguen sobre el anfiteatro desde el principio de la obra hasta su resolución: un auténtico lujo. El resto de actores, acaso menos experimentados, necesitan, a mi modo de ver, algo más de rodaje para limar impurezas (especialmente Edu Soto en los momentos de mayor dramatismo, aunque se luce con la interpretación del grotesco francotirador), pero su trabajo es digno de alabanza dada la complejidad del texto y del propio montaje. Merece también una mención especial la escenografía diseñada por Carl Fillion y Anna Tusell, protagonizada por un alto muro que nos remite a tragedias reales de hoy, resulta versátil, elocuente y adecuada para situar las distintas escenas de la obra.
Por desgracia para los que esperan hasta el último momento para conseguir entradas, ya se han agotado en el Teatro La Abadía; espero sin embargo que el despistado lector, si lo hubiere, esté atento a la gira y no dude en asistir a la primera oportunidad. Merece la pena. Pocas veces puedes asistir en el teatro a la exaltación unánime del público, a la certeza de que todos los que te rodean comparten un estremecimiento contagioso, una contención eléctrica y ensimismada, y una admiración sin fisuras hacia los cuerpos y las voces que se transforman en el escenario. Eso es lo que se vivió en aquella función. ¡Qué placer inmenso el de ver una sala repleta poniéndose en pie para aplaudir semejante experiencia! Porque una sala en pie no es solo un reconocimiento para los artífices de la obra concreta, sino que certifica, celebrándola, la capacidad transformadora del teatro, su potencia catártica, su verdad emocionada.
por Pablo Mato Cano | Sep 23, 2016 | Artículos, Críticas, Teatro |
No me gusta recomendar a ciegas, como en muchas ocasiones se hace desde los medios basándose en el prestigio de los hacedores, ni pretendo publicar una agenda de los estrenos teatrales de la nueva temporada (ya hay muchos medios que ejercen esta función y a mí me aburre), me dispongo a recomendar algunas obras de temporadas pasadas que vuelven a los teatros madrileños. Porque los espectadores también tenemos derecho a segundas oportunidades, aquí van varias obras que no te puedes perder por segundo año consecutivo:
REIKIAVIK Y LA PIEDRA OSCURA
Dos de las obras más interesantes de la temporada pasada vuelven a los teatros madrileños. Juan Mayorga como autor y director de Reikiavik al CDN y La piedra oscura de Alberto Conejero dirigida por Pablo Messiez al Teatro Galileo. Ambas producciones coparon las nominaciones a los premios MAX, en los que la segunda concentró los galardones de Mejor espectáculo de teatro, Mejor autoria teatral, Mejor dirección de escena, Mejor diseño de espacio escénico y Mejor diseño de iluminación. Son textos que demuestran la magnífica salud de la dramaturgia española contemporánea y las entradas vuelan.
Reikiavik, autoría y dirección de Juan Mayorga. En la sala Francisco Nieva del Teatro Valle-Inclán del 28 de septiembre al 30 de octubre de 2016.
La piedra oscura de Alberto Conejero. Dirección de Pablo Messiez. En el Teatro Galileo del 8 de septiembre al 6 de noviembre de 2016.
TEATRO KAMIKAZE
Estamos de enhorabuena: abre un nuevo teatro en Madrid. En el edificio del antiguo teatro Pavón, tras el traslado de la Compañía Nacional de Teatro Clásico al Teatro de la Comedia en la calle del Príncipe, la compañía Teatro Kamikaze, entre los que destacan Miguel del Arco e Israel Elejalde, abren las puertas del teatro homónimo.
En su página web se lee que el proyecto pretende aportar a la escena madrileña “un teatro de calidad para todos los públicos. Un espacio para el entretenimiento, la reflexión, el diálogo y la transformación. Un nuevo recinto artístico que nace con la vocación de ofrecer una mirada contemporánea en la que cualquiera pueda verse reflejado.” Por el momento la programación apuesta por varias reposiciones que ya cosecharon las alabanzas entusiastas del público y la crítica en temporadas anteriores. Lo cual no es en absoluto censurable, pues bastante complicado resulta sacar adelante un nuevo teatro en los tiempos que corren, como para además arriesgarse en exceso con obras desconocidas o que puedan no funcionar. Sí esperamos, no obstante, que hagan honor a su lema y apuesten por una mirada contemporánea, es decir, que incluyan entre su oferta obras de dramaturgos y compañías incipientes y se conviertan en referencia en el apoyo a los nuevos creadores. Sería muy positivo que al menos se utilizara la sala pequeña (denominada “El gallinero”, que como muchos sabréis es el nombre que recibía desdeñosamente el lugar donde se colocaban las espectadoras en los corrales de comedias de los siglos de oro) para crear un espacio en condiciones razonables (algo mejores que en las precarias salas “off” de Madrid) con esta finalidad. Miedo me da en este sentido las coletillas “teatro para todos los públicos” y “de entretenimiento”, que se suele traducir por “lo que venda más y mejor”.
Pero confiemos en el buen hacer de las gentes del teatro. Por lo pronto un servidor les recomienda tres obras de la programación de primera mano:
Juicio a una zorra (del 12 al 29 de enero de 2017). Texto y dirección de Miguel del Arco. Se trata de un monólogo interpretado con pasión por la extraordinaria Carmen Machi, lleva más de cinco años en escena y las entradas, cada vez que se sube a las tablas, se agotan en un santiamén. Helena de Troya trata de restaurar su dignidad perdida haciendo una contralectura de la historia que la relegó al lugar de la ignominia, a ser eternamente la que provocó, cuando se casó con Paris, la Guerra de Troya. El texto reivindica una mirada moderna y por tanto feminista sobre este personaje, que nos lleva de la risa al estremecimiento en una suerte de vaivén emocional al que recomiendo someterse.
Hamlet (del 9 de febrero al 5 de marzo) de William Shakespeare. Dirección de Miguel del Arco. Fue quizás uno de los montajes más alabados de la temporada pasada. Israel Elejalde como protagonista recibió todos los vítores. Yo, sin embargo, no los encontré tan fascinante, ni al montaje por lo estridente y arbitrario de algunas de sus decisiones, ni al protagonista, que no logró conmoverme ni en los momentos más sublimes del texto. Sin embargo, creo que es digna de ver y, quizás con el rodaje haya limado asperezas.
El Misántropo (del 9 al 26 de marzo) de Molière. Dirección de Miguel del Arco. Aquí sí tengo que alabar el montaje. Nunca es fácil montar una obra clásica (que si hay elementos anacrónicos, que si el público no va a comprender la vigencia del texto, que si el verso es complicado…) y mucho menos una comedia, sin embargo en este caso la actualización del texto llevando la acción al callejón trasero de un bar de moda, y la traslación de los personajes aburguesados de Molière en exitosos burgueses modernos (periodistas, actores, etc.) son aciertos que merecen reconocimiento. Esa actualización hacia un texto más prosaico no consiguió sin embargo hacer lo propio con el protagonista, Alcestes, también interpretado por Elejalde, que hablando en alejandrinos convertía un personaje ya de por sí antipático pero tierno, en un antipático ridículo.
Y…. UNA RECOMENDACIÓN A CIEGAS:
Incendios, de Wajdi Mouawad. Dirección de Mario Gas. En el Teatro de la Abadía del 14 de septiembre al 30 de octubre
No soy un hombre de palabra, lo sé, dije que no lo iba a hacer, pero no puedo resistirme a compartir mi expectación sobre el estreno, por primera vez traducida al castellano, de Incendios. Tuve la ocasión de verla en catalán hace un par de años en Barcelona y quedé absolutamente fascinado y estremecido por la historia de una familia devastada que trata de recomponerse tras haber sufrido el horror de la guerra del Líbano. Creo que es uno de los textos más sobresalientes que ha dado el teatro del s.XXI, un texto duro, durísimo, que plantea grandes preguntas que tal vez solo se puedan realizar a través del género trágico. Y el montaje del teatro de la Abadía no puede ser más apetecible, pues cuenta la dirección del siempre confiable Mario Gas y la actuación de la inigualable Nuria Espert interpretando varios papeles. Esperemos que no defraude.
por Pablo Mato Cano | Sep 8, 2016 | Artículos, Críticas, Teatro |
Un profesor de interpretación le dijo a Luis Bermejo que los espectadores buscan en el teatro “un desborde de vida” y esa, dice, es su pretensión al subirse a las tablas para interpretar El minuto del payaso, un monólogo tragicómico, íntimo y disparatado a partes iguales que representa en el Teatro del Barrio todos los días hasta el día 18 de septiembre. Se estrenó en la sala Kubik en 2014 y promete girar por los escenarios hasta que no quede un solo espectador sin haberla visto.
Luis Bermejo interpreta, en un extraordinario trabajo de voz, cuerpo y gesto, a Amaro junior, hijo, nieto y bisnieto de payasos, que cuando era niño quería ser domador de elefantes y que lo llamaran “Simbad el de los elefantes”. Aprendió a amar una profesión que considera “una celebración de la vida”. Actor y personaje se enfrentan entonces a un mismo reto: desbordar y celebrar la vida a través del teatro y de la risa. Bermejo lo consigue con creces. En su defensa del oficio del cómico (tanto del payaso como del actor) se filtran los grandes nombres de la profesión: Zampabollos, Raluy, Charlie Rivel, Grock o Pepe Viyuela y, aunque no sean mencionados, se encuentran presentes en la interpretación de Bermejo Faemino y Cansado, Millán Salcedo y Lina Morgan con su pata chula. Pero esta defensa tiene también un componente íntimo a modo de carta al padre, un ajuste de cuentas o una catarsis de rencores viejos, porque para el payaso la vida y el teatro son una misma cosa.
La obra además sugiere una reflexión sobre el humor, sobre la necesidad que tenemos de la risa, sobre sus efectos y sobre su utilidad. Por un lado no nos pasa desapercibida la referencia a El nombre de la rosa de Umberto Eco: cuando el personaje se pregunta por qué el humor ha sido censurado por las religiones, Jorge de Burgos (en el libro y la película, el guardián de la biblioteca que custodia el segundo libro de la Poética de Aristóteles, considerado perdido, que trataba sobre la comedia y la poesía yámbica) le responde que la risa quita el miedo y sin miedo no hay fe, además asegura, cuando nos reimos nuestra cara se deforma y nos parecemos más al mono. La risa es entonces un antídoto contra el miedo. El minuto en que un payaso consigue hacernos reír puede protegernos contra “la vida hijadeputa” al menos durante un rato.
El personaje cita también a Oscar Wilde quien afirmaba que “si quieres decir la verdad a la gente, hazlos reír. Si no, te matarán”, la risa es entonces el vehículo más sofisticado de la verdad. Pero, finalmente, asegura Amaro Junior, no hay nada más hilarante que una caída de culo, un tartazo o un bofetón con la mano abierta (“si cierras el puño no tiene gracia”), por eso él eligió ser un payaso “augusto”, el que recibe todos los golpes y por consiguiente, la compasión del público. Algo de razón tiene Amaro Junior si hacemos caso a Peter Berger (si quieren profundizar sobre la anatomía del humor les recomiendo fervientemente el libro Risa redentora): “El filósofo contempla el cielo y cae en un pozo. El accidente revela al filósofo como una figura cómica. Pero su batacazo es una metáfora de la condición humana en sí. La experiencia cómica hace referencia a la mente inmersa en un mundo aparentemente sin sentido. Al mismo tiempo sugiere que quizá, a fin de cuentas, el mundo no está desprovisto de sentido.”
En la soledad del monólogo (“porque hacer un monólogo es una putada” afirma el actor o el personaje en un momento de la obra) aparecen otros personajes como el ya mencionado padre o el chino de Burgos, compañero circense que conoce todas las anécdotas del mundillo; pero sobre todo está el público. Bermejo consigue la participación de los asistentes carcajeantes, su complicidad, rompiendo en varias ocasiones la cuarta pared, entrando y saliendo del personaje sin previo aviso, del humor más grotesco a la confidencia, haciéndonos, en definitiva, corresponsables del acto teatral. Y una pregunta sobrevuela al final de la obra: “¿Y a ti, cuánto te dura la risa?”
El minuto del payaso de José Ramón Fernández. Del 7 al 18 de septiembre en el Teatro del Barrio.
Interpretación: Luis Bermejo/ Dirección: Fernando Soto/ Producción: Teatro El Zurdo
por Javier Santana | Ago 1, 2016 | Críticas, Libros, Literatura, Teatro |
[Esta reseña está completamente libre de spoilers o destripes de la trama de la obra]
La industria cultural ha acabado por descubrir la manera de explotar económicamente un sentimiento que hasta ahora tenía un protagonismo relativo en la producción de línea más comercial: la nostalgia. Fenómenos como la última película Star Wars: The Force Awakens o el videojuego Pokémon Go, hurgan en la memoria de los consumidores contemporáneos para rescatar fenómenos culturales que los marcaron como generación y que, con el paso del tiempo, han desarrollado un fuerte potencial de identificación afectiva basado en recuerdos de la infancia o la adolescencia vinculados a estos productos. La saga de libros Harry Potter es otro de estos fenómenos que, al igual que Star Wars y Pokémon, abarcan todo un universo rico en personajes, mitología propia, lugares, genealogías y tantos otros detalles. Su potencial yace fundamentalmente en la capacidad de inmersión: en hacer al lector, espectador o jugador sentirse parte de un mundo distinto al suyo. (más…)