¿Qué se esconde tras la puerta? El nuevo proyecto del CDN

¿Qué se esconde tras la puerta? El nuevo proyecto del CDN

Exterior. Madrid. 21 de marzo de 2016. Lluvia intensa. Guerra de paraguas insolentes en la entrada principal del Teatro María Guerrero. Un hombre de largo pelo cano se acerca para cobijarse bajo el paraguas del que esto escribe.

 

Paco: ¿Os importa si me refugio con vosotros? (Escribe un mensaje en su móvil, que tiene la pantalla mojada). Me llamo Paco, encantado.

Yo: (Mojado. Patético) Por supuesto, Paco, te hacemos un hueco. Soy Pablo, encantado.

Paco: ¿Se entra por aquí?

Yo: ¿Tienes ya la entrada?

Paco: La taquilla es por allá. ¿Tenéis entradas? Menudo tormentón.

Yo: Sí, Paco. Creo que por aquí se entra. A ver si abren pronto.

Paco: A las 19:30. Siempre abren media hora antes. (Es un hombre curtido en mil tormentas.) ¡Qué buenas son las gentes de la farándula!

Yo: Y que lo digas, Paco.

 

            El ambiente entre festivo y de batalla (que los eventos gratuitos corren el riesgo de convertirse en batallas campales, es algo bien sabido) evoca la entrada al Coliseo romano o la salida del Congreso de los diputados un jueves víspera de puente, un avispero, vaya. En la espera pienso que así se deben de sentir los costaleros en cada procesión bajo la lluvia: como si no tuvieran suficiente con cargar con el Cristo, la Virgen o lo que toque, Dios les pone a prueba sistemáticamente cada año con una tormenta que mojará sus sandalias (¿Los costaleros llevan sandalias?). De la misma manera los aquí presentes somos costaleros del teatro madrileño, los que gastamos el dinero de la carne roja que no comemos en entradas para ver el espectáculo de la semana. Por un día que no hay que pagar, Dioniso pone a prueba nuestra fe con esta lluvia incesante.

            Se abren las puertas y la multitud entra a codazos en la vetusta y magnífica sala del Teatro María Guerrero. Cogemos sitio. Nada mal. Entre el público todo son amigos, conocidos, eternos rivales, compañeros del gremio, en definitiva. La media de edad está en los 30 años, algo verdaderamente inaudito en el teatro. Durante la media hora de espera, aferrados a las butacas que heróicamente hemos conquistado, la gente se habla por señas de un lado a otro de la sala, generalmente instándose a hablar más tarde. Las buenas butacas comienzan a escasear. En esto, entra una señora que parece salida de una obra de Fernando Arrabal, o más bien parece el propio Arrabal vestido de señora, gritando: ¡Siempre se dejan un asiento vacío en mitad de la fila! ¿Por qué lo hacen? Por joder. Exclusivamente por joder. ¡Siempre, siempre el asiento del medio!. Puro teatro. Algún lector, si lo hubiera, puede preguntarse por qué aún no he hablado de la obra a la que asistimos y me he entretenido con la descripción del público; la respuesta es obvia: sin público no hay teatro y, en este caso además, hay más actores entre el público que en toda la programación del Centro Dramático Nacional.

            Al turrón. Lo que tanta expectación y festejo genera en esta sala es un experimento magnífico, una celebración del arte teatral enmarcada en la semana del teatro promovida por el CDN [Centro Dramático Nacional], previa al próximo día internacional del teatro (27 de marzo). El experimento consiste en la representación de 27 escenas breves que el organizador del cotarro, Pablo Canosales, encargó escribir a 27 dramaturgos, acaso los más prolíficos y necesarios de la escena actual española. No están todos los que son pero sí son todos los que están. Abajo la lista, en riguroso orden alfabético:

Carolina África, Ernesto Caballero, Pablo Canosales, Alberto Conejero, José Luis de Blas Correa, Ignacio del Moral, Denise Despeyroux, Blanca Doménech, Ana Fernández Valbuena, Daniel García Altadill, Ignacio García May, Esteban Garrido, Antonio Hernández Centeno, Javier Hernando Herráez, Pedro Lendínez, Juan Mairena, Juan Mayorga, Josep María Miró, Jorge Muriel, Jose Padilla, Yolanda Pallín, Itziar Pascual, Laila Ripoll, Antonio Rojano, Juan Carlos Rubio, María Velasco y Alfonso Zurro.

            El joven dramaturgo y programador eventual de la cosa sale a escena, visiblemente nervioso, a presentar el espectáculo. Mis fuentes me cuentan que lleva años fraguando la idea, que surgió en un curso con su profesor, el también dramaturgo, Alfonso Zurro. La premisa es sencilla: Canosales realizó 27 fotografías a 27 puertas variopintas y las envió (las fotos, no las puertas) a los 27 dramaturgos mencionados para que escribieran una escena breve. Cumplieron y aquí estamos. Comienza la función. Un actor sale al escenario y se sienta en las escaleras, otro viene por el pasillo con tacones, pantalones verdes, gabardina, una pistola en la mano, iracundo. Lo amenaza. El de la pistola encarna todos los personajes del teatro (Segismundo, Salomé, la tortuga de Darwin, etc.), el otro, afirma, se pone burro con la personalidad múltiple. Se besan. Escena bella como el encuentro fortuito, sobre una mesa de disección, de una máquina de coser y un paraguas.

            Toda la sala es escenario. Los seis actores (Carmen Mayordomo, Víctor Nacarino, Silvana Navas, Txabi Pérez, Nacho Sánchez, Camila Viyuela), con una energía extraordinaria, van saltando de escena en escena, en sano ejercicio de transformismo desquiciado, del escenario a los palcos, de los palcos a la platea. Decenas de personajes aparecen y desaparecen ante nuestros ojos. Padres e hijos, amantes, absurdos boyscouts, un cínico que quiere ser el perro de una dominatrix, una madre dice que su hijo está endemoniao, una ouija que funciona por wifi gracias al dios Facebook, una profesora que llama a su majestad, la reina, para decirle que a su hija, la princesa, le ha arrancado la nariz de un bocado una compañera de colegio que quiere ser reina de mayor. Muchas risas. Mucho absurdo. Alguna tiniebla. Puro teatro.

            Las dos horas que dura el espectáculo pasan volando, algunos nos quedamos con ganas de más, pero esta gente tiene que descansar, lo comprendemos. Esperamos, sin embargo, que se repita, que esta divertida y animosa propuesta tenga más recorrido, que otras salas la programen, que sean otros los que ocupen las butacas y que siempre, siempre se llene como hoy. Porque hay que celebrar este arte magnífico, siempre proclive a abrir puertas, a descubrir nuevos umbrales y a trascender el tedio de lo cotidiano.

            Salimos. Ya no llueve. La realidad, como siempre, resulta decepcionante después de una tarde de teatro.

 

Lessing y nosotros. La ideología del humanismo y el teatro alemán

Lessing y nosotros. La ideología del humanismo y el teatro alemán

Foto: Marcus Lieberenz/bildbuehne.de

El proyecto de la ilustración, salir de la cueva por medio de la luz de la razón revelándonos la oscuridad en la que vivíamos en medio de parábolas y mentiras religiosas, parece revelar cada vez más su teatralidad. Trabajamos hace siglos en un proyecto que pareciera infinito ya que trata de luchar contra lo que siempre ha sido. Sobre todo hoy, viviendo en medio de un conflicto ideológico, donde la crítica de la razón no nos ayuda a salir del calor de las religiones y las ideologías. Todo radica en el error de pensar que se sale de las ensoñaciones ideológicas con la razón y no con los mismos cuentos, con las mismas parábolas, con las mismas mentiras. Al fin y al cabo somos seres de mentiras, siendo un poco injustos y banales parafraseando a Nietzsche. Nuestro proyecto de ilustración no es más que eso, una ilustración en su segundo sentido, una imagen, un mundo construido, diseñado, ilustrado. Ya Žižek lo señala en sus críticas al liberalismo capitalista, a esa mentira de nuestra verdad de que el hombre es en su forma más pura un sujeto universal, un sujeto desnudo de culturas, lo cual viene siendo en definitiva un ideal, un sueño. Ese sueño del humanismo, el hombre desnudo de todo, es el mayor proyecto de la ilustración o tal vez de toda nuestra cultura occidental. Es justamente en una grandiosa obra de teatro, como Nathan der Weise de Lessing, donde este sueño de la hermandad de todas la culturas en el marco de una misma humanidad llega a su esplendor pero al mismo tiempo revela su suelo imaginario, su irrealidad.

La temporada de teatro en Berlín comienza de nuevo, tras una pausa de verano, entre otras con una adaptación contemporánea, dirigida por Andreas Krigenburg, del clásico de Lessing en el Deutsches Theater. Hay que resaltar que la presentación de esta obra clásica del teatro alemán, obra ensayística y dramática y cumbre de la ilustración alemana, cae como anillo al dedo en la situación que está viviendo Europa. A pesar del fracaso de la puesta en escena (donde lo humorístico barato oscurece y empaña el verdadero poder de la obra) es justamente con esa obra donde se nos presenta de forma utópica la irrealidad de nuestros ideales humanistas. Se presenta utópicamente sin negar la fuerza, la importancia y sobre todo la urgencia de esa utopía. Es justamente una parábola, la parábola de los tres anillos, la única que puede revelar esa verdad. Se trata de aquella verdad humanista que se revela en forma de narración, de cuento, de mentira. En pocas palabras se puede resumir el cuento, que relata Nathan, de la siguiente forma: Un rey viéndose en aprietos por la división de su herencia que está condensada en un solo anillo, decide hacer tres copias idénticas de la joya, una destinada a cada uno de sus hijos, y hacer desaparecer de esta forma el original. Los tres anillos, las tres fes (el islam, el cristianismo y el judaísmo) son ante el Dios monoteísta iguales, y este mismo une a las tres en una sola humanidad fraternal. Es decir, las diferencias son meramente superficiales, meras mentiras, sucios trajes.

Lo que me interesa de esto es justamente la forma en la que esta verdad aparece: Aparece como una superficie, como una mentira. Es una concepción de verdad que anticipa de cierta forma a Nietzsche. Pero al mismo tiempo esta narración se conjura, casi como una nostalgia, al final de la obra uniendo en la realidad escénica a las tres religiones en un acto de familiaridad humanista. Pero los cristianos, los musulmanes y los judíos solamente se encuentran porque la contingencia de los hechos en el drama los lleva a eso. Somos nosotros, los espectadores, los que vemos la obra y nos es contada en una segunda instancia la misma historia, ahora hecha carne sobre las tablas. El discurso humanista nos es impartido como una moral religiosa, un cuento que nos convence y nos conmueve. Ahora somos nosotros los que tenemos que realizar esa comunión. Sin embargo ignoramos que todo hace parte de nuestra narratología, todo hace parte de la narración ideológica de occidente que nos hace ver que la cultura es un disfraz, una vestimenta y que ese hombre que está ahí debajo debe ser revelado. Esta revelación es justamente nuestra cultura y es llevada a cabo solamente, como señala Žižek, con violencia. Al fin y al cabo no conocemos y no sabemos qué es ese hombre desnudo, ese sujeto universal. El camino para revelarlo siempre va a ser el de la narración. Salir del mundo de lo retórico, aquel proyecto ingenuo de la ilustración, es un proyecto mandado a recoger. Más bien hay que reconocer ese proyecto como algo nuestro, como nuestra ideología y de esta manera luchar por ella, sin engañarnos al pensar que no se trata esta vez de una narración hermosa. Una y otra vez volvería entrar a ver y a oír las líneas de Lessing, tal vez no en el Deutsches Theater donde no se toma en serio la mentira que es esa obra.

‘La imaginación del futuro’, en el Festival Grec de Barcelona

‘La imaginación del futuro’, en el Festival Grec de Barcelona

Fotografía de Pablo de La Fuente

La imaginación del futuroel nuevo proyecto de la compañía  chilena La Re-sentida, ha estado los días 28, 29 y 30 de julio en el Teatre Lliure de Barcelona, en el marco del Festival Grec. La propuesta es arriesgadísima. Plantean tomar a Salvador Allende como punto de partida, dentro de un plató más o menos contemporáneo de televisión, dirigido por ministros llegados del futuro, en el que se trata de salvar el gobierno de Allende utilizando medios actuales de persuasión en la comunicación. Su aplicación roza el absurdo, al menos ese absurdo al que llegan los desesperados. En ese plató, por el que terminan desfilando versiones -lo menos- esperpénticas del último discurso de Allende a los chilenos (por ejemplo, a ritmo de reggaeton con un fondo ambientado en Heidi y maniquíes con forma de niño de El Corte Inglés -o algún otro centro comercial por el estilo-). En general, la primera parte de la obra, concentrada en mejorar el discurso del presidente, fue un too much. Los actores gritaban y actuaban de forma histérica y exageradísima. Llenaron el escenario de gritos y de explosiones emocionales. En la obra se mezclaron -aprovechando que el presidente tenía que echar la siesta- momentos de dura crítica social, que se hacían pasar por meros entremeses televisivos. Es el caso, por ejemplo, de la aparición de la ‘bala loca’. Las ‘balas locas’ son disparos que recibe gente – los Nadies de los que hablaba Galeano- (también niños)  por un disparador desconocido. La Re-sentida representó este momento de una forma muy inmediata. Los propios actores explicaron que eran conscientes de la mala calidad artística de lo que estaban presentando, pero lo explicaron con el crudísimo «lo social supera a veces a lo artístico». De este modo, expusieron la historia de Roberto, que podría ser cualquiera. Primero, como un adolescente de quince años que no puede pagarse los estudios. Para paliarlo, pidieron dinero al público. Una de las actrices se desnudó delante de un hombre y propuso hacerle una felación, señalando que estaba segura de que por eso sí que pagaría. Fue un momento realmente incómodo. De hecho, algunas personas abandonaron la sala. Yo misma, la principio, me sentí molesta, veía aquello como algo bastante gratuito y, además, con un trasfondo de moral un tanto rancia. Pensaba en cómo se sentiría el hombre al que acusaban gratuitamente de pagar a cambio de sexo delante de una sala hasta la bandera. Pasados unos días, en frío, empiezo a entender un poco más ese momento. Creo que, siguiendo esa línea de exageración, de exuberancia de la que hacían gala desde el principio, ese exceso con el público, de molestarnos y de hacernos sentir mal, era parte de la propuesta de una forma muy consciente. Después de la petición de dinero -que fue más bien poco exitosa-, salió una suerte de hormiga atómica que era la famosa ‘bala loca’ y que terminaba matando a Roberto, tan inocente como todas las vidas truncadas del Chile contemporáneo. Con las apariciones de personajes y fábulas entre la preparación del discurso de Allende, que se intercalaban entre sus momentos de sueño hacen de la obra una suerte de reconstrucción del Cuento de navidad de Ch. Dickens, donde el pasado, el presente y el futuro se tocan peligrosamente.

La figura de Allende en esa obra representa todo de lo que la izquierda chilena no ha sabido apropiarse, todo lo que la dictadura destruyó que aún la transición hacia la democracia no supo recuperar. Este mensaje fue especialmente claro en las escenas finales, donde, quizá, el mensaje se podría reducir en una inversión del último discurso de Allende al decir que «La historia no es nuestra y no la hacen los pueblos», como un canto a la impotencia, a lo perdido y a la izquierda que no ha sabido estar a la altura de sus predecesores. Si algo hace esta obra, que a nivel teatral es un gran crescendo de interpretación y de densidad, es un gran interrogante, sobre la reconstrucción del pasado (si algo así es posible) y sobre la dependencia que el presente tiene en esa reconstrucción. Quizá la palabra no es reconstrucción, sino invocación. El propio director de la obra, Marco Layera, reconoce que una de sus pretensiones era pensar, desde su generación, que vio a Allende como un mártir, si su proyecto era viable o si Chile está(ba) preparado para llevarlo a cabo. La imaginación del futuro es, más bien, la imaginación del pasado y de un presente que sería distinto si ese pasado imaginado pudiese haber sido. Una imaginación que permite contar que Allende, o cualquier presidente latinoamericano, le diga Fuck you al presidente norteamericano o que se entremezclen abiertamente las drogas y la política. Pura irreverencia y desfachatez, como dicen algunas críticas. Irreverencia y desfachatez que son necesarias para liberar a la historia de su velo de pulcritud. La Re-Sentida a querido hacer suyo, desde sus posibilidades, el lema en el que Allende nos prometía la historia.

No puedo dejar de pensar en cómo habría sido esta obra contada desde el golpe de Estado franquista o tejeriano español. Esa es la historia que aún no hemos sabido hacer nuestra.

Bodas de sangre en el teatro Karpas de Madrid

Bodas de sangre en el teatro Karpas de Madrid

El día 5 de julio acudimos al pequeño y acogedor teatro de la zona madrileña de Antón Martín, el teatro Karpas, para asistir a la representación de Bodas de sangre de Federico García Lorca. Se trata del primer drama que integra la llamada Trilogía trágica del autor granadino. Esta obra en concreto versa sobre la aleatoriedad del amor y el fatalismo que esto entraña. La novia y Leonardo se profesan un amor obsesivo, completamente irracional, sellado por el destino. No obstante, éste supone asimismo la desgracia, la terrible muerte que se cierne sobre varios de los personajes.

El teatro Karpas se caracteriza por llevar a escena obras de grandes dramaturgos como Tennessee Williams o Henrik Ibsen, respetando fielmente el texto además de la voluntad de los autores en cuanto a la representación de sus obras. De hecho, su lema reza lo siguiente: “por los valores tradicionales del teatro”. Esta ocasión no supuso la excepción. El director, Manuel Carcedo Sama, ha conseguido transmitir la fuerza del texto lorquiano a través de una muy buena puesta en escena de los diversos actores y mediante varios recursos sonoros y luminosos.

Un  vistazo rápido al dramatis personae nos señala la simplificación ejecutada en algunas escenas con respecto a ciertos personajes. Por ejemplo, en el cuadro primero del tercer acto son tres los leñadores que hablan sobre el poder de la pasión y sin embargo, en la representación sólo encontramos dos. Al final del primer cuadro del primer acto es el personaje de la vecina el que sacia la curiosidad de la madre y le habla de la novia y Leonardo. No obstante, en la versión de Carcedo Sama nos encontramos ante el diálogo de la madre y unas voces carentes de corporeidad que bien podrían simbolizar la conciencia de la propia madre (siendo una especie de monólogo) o el cuchicheo de entre las gentes del pueblo sobre los protagonistas de este drama. En definitiva, todas estas modificaciones no restan calidad a la representación ni dañan el sentido inicial que buscaba Lorca, en absoluto.

Los efectos sonoros contribuyen a crear una atmósfera: la de la España rural de comienzos del XX. Las melodías intercaladas a lo largo de la actuación son de naturaleza aflamencada, lo cual por un lado se relaciona con el folclore andaluz del que bebió Lorca y por otro, con el mundo de las pasiones extremas y el destino trágico. En un momento dado se simula la presencia de Leonardo, cabalgando feroz por las tierras de la novia, con una grabación que registra el sonido de unos cascos golpeando fuertemente  los campos. Considero adecuada la presencia de la música a lo largo de la obra puesto que, por una parte, para Lorca gozaba de gran importancia y por otra, es un recurso que si se usa adecuadamente, como ocurre en este caso, incrementa la tensión dramática además de dibujar mejor el contexto.

Maquillaje y vestuario resultan correctos, se ajustan a lo empleado en las primeras décadas del XX. Quizás sea el vestido que luce Alexia Lorrio en el cuadro tercero del primer acto el que resulte más chocante en un sentido negativo. No obstante, insistimos, por lo general resulta correcta la caracterización de los personajes. Especialmente notable es la de la actriz Belén Orihuela, quien encarna el papel de madre. Con ojeras bien acentuadas y la piel macilenta, el pelo recogido en un descuidado moño y el traje de riguroso luto se nos presenta este personaje atormentado por la trágica muerte de su marido y su hijo. La interpretación de Orihuela es soberbia. Cada palabra pronunciada despide una amargura y un rencor que sin duda atrapa, nos envuelve en su pena. No obstante, se muestra desafiante, Orihuela siempre se mantiene erguida en un gesto de orgullo por su sangre, por aquellos que no están.

Leonardo es interpretado por Jorge Peña Miranda. Resulta un tanto sobreactuado en ocasiones pero finalmente consigue convencernos de la pasión que irradia el personaje, de su fiereza y su masculinidad. Aparece vestido de jinete durante la boda. A lo largo de la obra vemos una simbiosis entre el hombre y el caballo, animal que simboliza, desde platón, la pasión desbocada, pero también la sexualidad y la virilidad. Ese carácter de caballo embravecido es lo que consigue transmitirnos Peña Miranda con su destacable actuación. Por otra parte, Alexia Lorrio es quien encarna el papel de la novia. Irascible, dolorida por sus amores imposibles con Leonardo, la novia es un personaje que lucha consigo misma en el eterno conflicto entre deber y el querer. Ejecuta una interpretación correcta pero quizás nos deje un tanto fríos al final de la representación.

Otra actriz que merece mención aparte es Nerea Rojo, la mujer de Leonardo. Su actuación resulta sin duda, maravillosa. Interpreta a la mujer pasiva que, a pesar del mal trato recibido por parte del marido, le profesa un amor muy intenso y lucha por mantenerse junto a él. Con un tono dulce pero apagado, Rojo consigue transmitirnos su pesar. Los momentos de silencio en el matrimonio resultan profundamente dolorosos, de gran tensión. David Bueno, el actor que interpreta al novio, al igual que sucedía con Alexia Lorrio, resulta correcto. Despide frescura y naturalidad y sin embargo, nos deja un tanto impasibles a lo largo de su actuación.

El resto de actores que componen el elenco son Alberto Romo, Charo Bergón, Ana Vélez, Chema Moro e Ignacio Ysasi. Con respecto a la segunda actriz citada, a pesar de su escasa participación en la obra (interpreta a la suegra y a la luna), su puesta en escena no nos resulta en absoluto indiferente. Derrocha fuerza y magnetismo, erigiéndose como una pieza destacable en el incremento de la intensidad  dramática. Asimismo resulta entrañable Ana Vélez en el papel de la criada, mostrándonos la cara amable y humilde de esa España rural acosada por la desmesura pasional. La pequeña dimensión del teatro Karpas tiene una virtud para aquellos a quienes les fascine el mundo de la actuación y es la posibilidad de tener a los actores a escasos metros de distancia. Esto nos permite sumergirnos de lleno en la historia, sintiéndonos partícipes de ella, compartiendo los conflictos, las inquietudes que asaltan a cada uno de los personajes.

En conclusión, el teatro Karpas ha conseguido llevar a escena una representación más que correcta de Bodas de sangre de Federico García Lorca, haciendo justicia a la intensidad y a la belleza poética del texto. Tanto la música, como los actores o los juegos de luces favorecen la creación de una atmósfera dramática mágica pero por encima de todo, pasional pues al fin y al cabo, los seres humanos somos, antes que razón, sentimiento, pasión.

¿El sentido del sinsentido? ‘Esperando a Godot’ en el Deutsches Theater de Berlín

¿El sentido del sinsentido? ‘Esperando a Godot’ en el Deutsches Theater de Berlín

Foto: © Arno Declair

El festival de teatro de Berlín tenía como uno de sus platos fuertes de la temporada Esperando a Godot, la inmortal obra de Beckett. Se estrenó en esta producción el 28 de septiembre de 2014. Resuena estuvo allí el pasado 8 de mayo. Es una obra arriesgada: se exige que el público aguante dos horas y media de teatro del absurdo. Esa es la siempre actual cuestión ante una nueva representación de esta pieza: ¿es preferible tratar de buscar sentido, por remoto que sea, a su absurdidad o es más deseable recrearse en ese sinsentido, echarle un pulso al público, desesperarlo, jugar con su límite? En esta ocasión, en la interpretación del texto por parte de Ivan Panteleev, se optó claramente por la primera opción. ¿Cómo es posible que, basándose en un texto así, pueda realmente hilarse una historia con sentido, quizá con más sentido que otras en las que nadie sospecharía de su sinsentido? Hay varios aspectos que lo delatan.

En primer lugar, la escenografía, realizada por Mark Lammert. Se trata de un plano inclinado con un agujero en el centro. Se inicia con una tela rosada que cubre todo el plano y que se retira como si fuera una suerte de telón secundario.  El árbol al que hacen referencia de cuando en cuando los protagonistas, Vladimir (Samuel Finzi ) y Estragón (Wolfram Koch), es una especie de farola, un foco a media altura en la esquina superior izquierda del plano. Y ya está, ese es todo el escenario. El sentido aparece cuando todo lo que pasa, todo lo que cambia el mero tedio de la espera de Vladimir y Estragón, se coloca en ese agujero o en sus bordes. Allí está Lucky (Andreas Döhler). El equipaje que carga es la tela rosada inicial, que dobla con esmero una y otra vez, como una Penélope que no espera a Ulises sino a ser liberada de su labor con el regreso. Allí corre, y de allí sale para bailar. Lo interesante: es que el agujero promueve, directamente, una lectura en clave política. Lucky es observado, con pasividad y distancia, por Pozzo (Christian Grashof) –naturalmente, y por Vladimir y Estragón –al principio incómodos, luego (como nos pasa a todos los de este mal llamado primer mundo cuando vemos a niños negros con panzas hinchadas por televisión) con costumbre y desapego. Pero en este caso, es aún más radical: en la segunda aparición de Pozzo, Vladimir y Estragón imitan las actitudes de Pozzo, contra él mismo y contra Lucky. De pronto, el absurdo ya no lo es tanto, o es tan absurdo como el momento hipócrita de la existencia.

Por otro lado, vemos la interpretación de la segunda parte como una suerte de Alicia en el País de las maravillas. Que Estragón no recuerde mucho de lo sucedido el día anterior no es tanto para recalcar, como habíamos creído, la absoluta indiferencia de los días y las horas (es decir, que nada extraordinario, nada para recordar ocurra), sino como un momento en el que Vladimir llega a dudar si meramente lo ha soñado o imaginado todo, hasta que reaparecen Lucky y Pozzo y se confirma que existió o, al menos, que parece probable que existió. Los momentos de humor también suavizan el absurdo del  texto y potencian su lectura política. Cuando Lucky baila, que en esta obra es signo de humillación, nos reímos. Se intercalaron momentos de clown, en el que Vladimir  y Estragón juegan, al estilo Tricicle, a un imaginario partido de tenis chasqueando los dedos –cuya función es externa al texto-. Relaja la acción y permite al espectador ver un poco más. ¿Un momento de entretenimiento, para  hablar a un espectador acostumbrado al cambio constante de esta sociedad del espectáculo o un guiño al teatro antiguo –o quizá al cine en blanco y negro- o una recreación de lo que podrían hacer Vladimir y Estragón en esas horas muertas? Esta última opción las descartamos: el entretejido entre conversación y silencio es el principio constructivo de la obra y, el objetivo de los momentos de diálogo es hablar por hablar. Ya aparece este tema en el segundo acto:

“ESTRAGON: Entretanto, intentemos hablar sin exaltarnos, ya que somos incapaces de callarnos.

VLADIMIR: Es cierto, somos incansables.

ESTRAGON: Es para no pensar.

VLADIMIR: Tenemos justificación.

ESTRAGON: Es para no escuchar.”

Así que nuestra solución es que es un recurso un poco pobre si somos ortodoxos, pero recordemos que parece que Panteleev intenta encontrar sentido desesperadamente. Después de dos horas de concentración, le parece que es de recibo ser amable con los espectadores y permitirles unas carcajadas con teatro del de siempre. Quizá, también, tiene que ver con que este texto de Beckett ha sido desde hace mucho tiempo relacionado con el humor chapliniano o de los hermanos Marx. Ese humor que en su absurdo cuenta muchas verdades, quizá porque la vida es absurda, o quizá porque es difícil nombrar la verdad.

Otro momento de difícil interpretación es la respuesta de Estragón al leitmotiv de toda la pieza –aquello que recuerda al principio constructivo de las obras tradicionales, el tema en clave musical-, a saber:

“VLADIMIR: No podemos.

ESTRAGON: ¿Por qué?

VLADIMIR: Esperamos a Godot.

ESTRAGON: Es cierto. (Pausa)”

Ese es cierto, que en la versión del teatro berlinés en alemán era un “Ah, sí” [“Ach, ja”] lo pronunciaba siempre Estragón con hastío. De hecho, el hastío aparecía constantemente y dividía el carácter de los personajes. Vladimir era, como Don Quijote, el más loco de los locos, el que más rigurosamente esperaba a Godot, el que mantenía el absurdo. Claro, en un teatro absurdo, Don Quijote ya no es Do Quijote desplazado de la realidad, sino uno que encuentra que sus ensoñaciones se convierten en verdades, que los molinos son efectivamente gigantes. Godot no viene, pero eso no importa. Lo que hay que hacer es esperar. Y eso hace Vladimir. Antes de la segunda aparición de Pozzo y Lucky, Vladimir piensa que quien se acercaba era Godot. Y dice:

“VLADIMIR (triunfal): ¡Godot! ¡Por fin! (Abraza efusivamente a Estragon) ¡Gogo! ¡Es Godot! ¡Estamos salvados! ¡Vayamos a su encuentro! ¡Ven!”

Esto ha llevado a interpretaciones de todo tipo pero, sobre todo, la religiosa. Godot es Dios, según estas lecturas. Y su llegada es como la parusía: no se sabe cuándo, pero hay que vivir como si fuese a llegar cada día. El paralelismo es evidente. Sin embargo, es bien sabido que el propio Beckett refutó esta interpretación. Yo siempre lo he leído como una salvación de sí mismos. Godot es lo extraordinario, lo que cambia radicalmente la existencia. Es a lo que aspiramos en la infancia: todos queremos tener la mejor vida y la pensamos y esperamos en los juegos. Ningún niño quiere ser mendigo, ni se imagina casándose y divorciándose, o con hijos problemáticos. Godot es la promesa de que no es imposible que llegue, aunque nunca llega, siempre vendrá “mañana seguro”. Es mensaje del muchacho (Andreas Döhler), es la clave. La parusía implica que Dios vendrá en cualquier momento, no mañana. Ese “llegar mañana” es como Beckett describe la espera de la desesperanza. Ya lo dijo Benjamin: “Sólo para los desesperados nos fue dada la esperanza”. Entonces, ¿Porqué Estragón dice “Ach ja” con cansancio, con desgana? ¿Por qué no espera simplemente, como Vladimir? Es producto de la mano de Panteleev en su intento desesperado de dar al texto algún sentido y alejarse de las interpretaciones canónicas de la vinculación con la religión. Estragón personaliza a una suerte de Sancho Panza, que a base de estar con Don Quijote termina creyéndose su mundo. No obstante, lo que Sancho Panza no espera es que el mundo de Don Quijote, como hemos dicho antes, devenga real. En un mundo hecho por locos, Sancho Panza no sabe dónde situarse, de pronto él es el loco. Así que sus momentos de cordura aparecen en esos “Ach ja” dichos con hastío y rabia. Estragón no espera, en realidad. Pero no puede hacer más que esperar:

“ESTRAGON (furioso, de pronto): […] ¡He arrastrado mi perra vida por el fango! ¡Y quieres que distinga sus matices! (Mira a su alrededor) ¡Mira esta basura! ¡Nunca he salido de ella!

VLADIMIR: Calma, calma.

ESTRAGON: ¡Así que déjame en paz con tus paisajes! ¡Háblame del subsuelo!”
Por tanto, de Esperado a Godot no importa tanto Godot como la estructura de la espera. Es la confrontación de aquello que el ser humano no quiere, bajo ningún concepto, hacer. No queremos entender la vida, como pretendía Heidegger, como un esperar la muerte (un «ser-para-la-muerte», en sus palabras). No queremos que dispongan de nuestro tiempo, como si el tiempo fuera un posesión. Estragón es consciente de la espera, mientras Vladimir está concentrado en Godot. Así lo expresan, desde el principio:
«ESTRAGON (renunciando de nuevo): No hay nada que hacer

VLADIMIR (se acerca a pasitos rígidos, las piernas separadas): Empiezo a creerlo. (Se queda inmóvil) Durante mucho tiempo me he resistido a pensarlo, diciéndome, Vladimir, sé razonable, aún no lo has intentado todo. Y volvía a la lucha.»

¿Qué hace más justicia a Beckett? ¿El absurdo o el sentido del sinsentido? Siempre había pensado que Esperando a Godot tenía que representarse con todas las consecuencias y dificultades de su texto, es decir, respetando la literalidad de lo que aparece. Esto no significa que defienda el sinsentido. Precisamente en las constelaciones de los diálogos que traza aparece la crudeza de la existencia. No tanto como existencia absurda, como se ha leído en algunas ocasiones, sino como una relación compleja con el tiempo, donde el presente se nos queda pequeño, el pasado siempre vuelve y el futuro nunca llega. La lectura de Panteleev es atrevida y tiene lo mejor de tomarse con libertad un texto: que aporta cosas nuevas, que abre cuestiones. Eso y el gran equipo con el que contó, hacen de esta versión de Esperando a Godot una de las imprescindibles de esta temporada en la capital alemana.

por Marina Hervás